Cual retazo de los cielos, de los cielos

El enemigo principal está en casa. Karl Liebknecht El teniente, sujetándole la cabeza por la nuca, se la introdujo con violencia en la pileta y la mantuvo bajo el agua más tiempo del que puede considerarse prudente. Cuando la levantó estaba casi desmayado, apenas lograba respirar y no tenía caso prolongar el interrogatorio más allá de ese punto. Todavía esperaban poder sacarle alguna información valiosa, ya que de acuerdo a otras confesiones que habían obtenido era uno de los organizadores de la célula clandestina del oeste, sobre la que tan poco sabían y que tantos problemas les había traído. Dos soldados lo arrojaron de nuevo a la celda, el espacio de uno por dos metros que, cercado por la humedad, la mugre y las ratas, replicaba a escala en sus exiguas medidas la prisión que los contenía a ambos. Con sangre seca de sesiones anteriores todavía adherida al cuerpo, los dolores casi insoportables de huesos seguramente rotos, se sentó como pudo en el catre sucio, cubierto con sábanas que nunca se cambiaban, en las que la enfermedad esperaba su turno para relevar a los torturadores y continuar sometiendo al preso por otros medios. Un poco más tarde, a juzgar por la declinación de la luz, que entraba como gotas diminutas por la única abertura al exterior, un guardia golpeó la puerta con el garrote y pasó por debajo de ésta un plato de comida inmunda o, mejor dicho, algún tipo de sobras nadando resignadas en un agua de un color asqueroso. Nunca podía comer después de los interrogatorios; la única vez que intentó hacerlo, luego de tres días sin probar bocado, vomitó el guiso nauseabundo y tuvo que convivir con él hasta que se disolvió en las grietas del piso sin que nadie lo limpiara. Desde ese momento había evitado repetir la experiencia, aunque esto supusiera una infracción que se pagaba con distintos castigos según el ánimo de los carceleros; los detenidos no tenían derecho a elegir el modo de acabar con su vida. Los que temen a la muerte como acontecimiento  único, compacto, desconocen la agonía de las muertes multiplicadas en infinitos días y formas, las sucesivas muertes cotidianas que padece el torturado hasta volverse incapaz de reconocerla cuando llega. A pesar de las presunciones de los militares, él no era ni había sido el jefe de ninguna célula; su actividad como militante se había reducido a algunas reuniones y trabajos de propaganda, y los contactos que mantuvo en ese breve tiempo no incluyeron a ningún dirigente, ni siquiera local. De hecho, tampoco tenía muy claro cuáles eran los objetivos que se proponía el movimiento ni los medios por los que pretendía alcanzarlos, simplemente, decidió involucrarse de alguna forma a partir de lo que había visto y sufrido en la fábrica desde que se implantaron las medidas prontas de seguridad. Su amigo Néstor hacía tiempo que estaba afiliado y más de una vez habían discutido los temas de la fábrica y del país, pero él no tenía las cosas muy claras y, aunque muchas veces estaban de acuerdo, tenía la sensación de que todo aquello era bastante confuso o que al menos él no era capaz de entenderlo; como un botánico tratando de identificar flores en un campo de primavera, las posiciones fluctuaban rápido, algunos enemigos defendían ideas que podían ser las suyas y los amigos tenían posturas que le parecían ajenas; era como si los bandos se cambiaran de uniformes en medio de la batalla y nadie supiera hacia dónde disparar, ¿no eran todos uruguayos, acaso? Entendía las disputas, la necesidad de la liberación nacional, pero ¿eso podía llevar al extremo de enfrentarse unos con otros? Ni las explicaciones de Néstor ni las de nadie le aclaraban esto. No era tan ingenuo como para ignorar lo que hacían los patrones, pero tampoco creía que hubiera santos en ningún lado ni dueños de la verdad; podía ser útil presionar para conseguir algo o defenderse, e incluso usar la violencia, pero en algún punto había que sentarse y negociar para seguir adelante. En esas cosas pensaba ahora, en la cárcel. Pocas noches podía dormir; pasaba las horas recordando a su familia: su padre a quien no le interesaba la política, que consiguió un puesto público en la época del viejo Batlle; a la madre casi analfabeta venida del campo para trabajar de cocinera en una casa; a su hermano, estudiante y también preso, del que no había vuelto a saber desde que se separaron, y sobre todo a su esposa, con la que se había casado poco antes de que lo detuvieran. Una foto suya era el único vínculo que le quedaba con los de afuera, un hilo muy fino que se extendía desde la celda hasta alcanzar la casita humilde levantada por ellos mismos, el retrato que duplicaba y mantenía a su manera un instante que, en ese lugar sin tiempo, bien podía ser presente y constituía la negación de este horror interminable cuya realidad no se atrevía a afirmar. En la foto, tomada por un compañero en una reunión, ella y él, con amplias sonrisas, sostenían una bandera donde brillaba espléndido ese sol que ya no llegaba hasta allí, quizá capturado también y lanzado a un calabozo oscuro y húmedo como el suyo. Lo interrumpieron los dos soldados de siempre, que venían a llevarlo para otro interrogatorio. Lo sacaron arrastrando puesto no podía levantarse, sin hablarle, sólo dándole algún empujón cuando no conseguían moverlo. Lo tiraron en el cuarto donde estaban la pileta y la picana que su cuerpo conocía tan bien, manos que lo habían explorado con descuido, que lo habían recorrido como un caminante sin rumbo, en direcciones inciertas. Sintió el azote que lo cubría, cayendo, pesado, como la niebla espesa en la noche, y se dejó llevar hacia ella, introduciéndose lentamente en esa zona indefinida y cálida de la que ya no volvería a salir. El teniente siguió golpeándolo con obstinación rutinaria, sin considerar la respuesta, ejecutando la tarea con la precisión mecánica de un artefacto cualquiera. Él se aferró a la foto mientras perdía el conocimiento; se vio por última vez con su esposa, orgullosos junto a la bandera, la misma bandera que, saludada por los soldados, miraba con indiferencia ondeando fuera de su celda.

Nostalgia alternativa

Nostalgia, nostalgia, que no se celebra… La Sangre de Verónika

La nostalgia promovida por los medios y los boliches es muy selectiva, su objeto se circunscribe a unas pocas opciones bien delimitadas por éstos y debidamente dispuestas para su consumo por los viejos chotos que no encuentran mejor motivo para ponerse en pedo y/o hacer el ridículo.

Si no, que lo diga mi amigo Pablo, que el año pasado, después de escuchar catorce horas seguidas el Reign in Blood de Slayer, editado en 1986, salió con el machete, víctima de un ataque de nostalgia, y pasó por el cuchillo a unos cuantos de esos viejos chotos/chetos antes de que pudieran detenerlo.

El Amanecer de los muertos

Santiago vivía con su padre, Aníbal, viudo tras un extraño accidente con cortadoras de césped y negligencias en la instalación eléctrica. Los compañeros del muchacho habían marchado a la universidad, pero él no lo hizo ya que la salud de su padre estaba muy resentida desde la partida de la madre. El viejo, además, había desarrollado ciertas fobias a la energía y al pasto del fondo, lo que entorpecía el desempeño normal de cualquier labor que las involucrara.
La magra jubilación del anciano, antiguo trabajador de la compañía eléctrica, era insuficiente para mantenerlos a ambos, por lo que Santiago se vio obligado a conseguir trabajo, aunque debido a los cuidados que necesitaba Aníbal le resultaba difícil aceptar los empleos que se le ofrecían. Tratando de conciliar estas dos circunstancias, recordó que algunos de sus amigos estudiaban medicina y requerían materiales frescos para sus prácticas; sin embargo, procurárselos constituía un delito, de modo que el mercado era reducido y los beneficios elevados. Además, obraban a su favor los horarios flexibles y la total independencia propias de las ocupaciones truculentas.
Así, tras algunos acuerdos rápidos y munido de una pala, se dirigió al cementerio por primera vez, desconociendo los obstáculos que podían presentarse. Estaba trabajando en una tumba cuando una luz muy brillante lo encandiló; por poco se queda a vivir en la morada de los difuntos. Un guardia se inclinaba hacia él con la linterna apuntando directamente a sus ojos. Santiago sólo pudo ofrecer una excusa torpe, que estaba visitando a su madre y no recordaba cuál era la sepultura, de manera que tenía que abrirlas hasta dar con ella.
– Sé bien lo que estás haciendo; todos los días viene alguno a probar suerte. Los conozco sólo con verles la cara… bueno, y la pala. En fin, esto se puede arreglar de dos maneras: o llamamos a la policía y les explicás a ellos qué estabas haciendo, o hacés como lo demás y trabajás para mí. Yo te consigo los clientes y me quedo con un porcentaje de la venta, pero laburás tranquilo y tenés un sueldo seguro. Vos ves.
Santiago estaba desconcertado con la propuesta; sonaba igual que otras ofertas de trabajo y con seguridad escondía los mismos engaños, pero estaba atrapado. Lo pensó un instante y aceptó; de todas formas, el ambiente laboral era el mismo que en las demás empresas.
Acondicionó un lugar en su cuarto para depositar a los que estaban en tránsito. Aníbal no entraba a la habitación de su hijo, por lo que tampoco tomó mayores recaudos; además, las entregas, gracias a la participación del vigilante, tardaban poco tiempo, y en ocasiones ni siquiera era necesario darles alojamiento. Antes de salir a trabajar, Santiago le enchufaba al viejo un potente somnífero que lo dejaba en un estado similar al de los inquilinos de su cuarto, así evitaba preocuparse por él mientras hacía su trabajo.
El negocio marchaba bien y el muchacho empezó a ganar dinero. Era un empleado muy competente, tenía mucha cabeza; tenía tantas que se especializó en neurología y los estudiantes de esa materia apreciaban la calidad de su mercancía.
Volvía de madrugada, guardaba los artículos recién extraídos y descansaba unas horas hasta que se despertaba Aníbal. Entonces se levantaba y desayunaban juntos, como de costumbre, para luego ocuparse de las tareas de la casa. Aunque ahora tenían más dinero disponible y se notaba en los cambios que sufría constantemente la vivienda, el viejo no sospechaba nada y era mejor no alentar su curiosidad con explicaciones parciales, que sólo podían conducir a más indagaciones. Santiago hacía lo que tenía que hacer y eso era toda la información que necesitaba Aníbal.
Una noche, el joven llegó al cementerio y comenzó a escarbar como de costumbre, pero el lugar estaba muerto, no había nada. Empezó a desesperarse. Se cruzó con un compañero y comentaron esta contrariedad; según el otro, se acercaban los parciales y la demanda había aumentado considerablemente. Santiago fue en busca del cuidador para averiguar cuántos pedidos tenían y consultar el stock, que había decaído de manera importante las últimas semanas.
Mientras tanto, en su casa, Aníbal deambulaba entredomrido después de levantarse para ir al baño; distraído con tantos problemas, en lugar del somnífero su hijo le había dado un diurético.
En el cementerio crecía la inquietud; los estudiantes se agolpaban a las puertas reclamando la entrega de los materiales que los funebreros no podían proporcionarles, en tanto el guardia procuraba obtenerlos de otras fuentes. Consultó en la morgue, donde tenía ciertos contactos, pero los funcionarios de la misma también tenían dificultades para cumplir sus compromisos. Llamó a varios CTI donde sólo le dieron excusas; la policía, enterada de lo que ocurría, montó un rápido operativo para no quedar fuera del negocio, justificándolo como una redada contra bocas de pasta base. La competencia feroz había agotado las existencias; la lucha por la apropiación de la tierra había consumido las cosechas.
El viejo seguía meando como una catarata en época de crecientes; por último decidió tirarse en la cama de su hijo, ya que el cuarto de Santiago estaba ubicado frente al baño, y se durmió.
El muchacho recordó que tenía algunas piezas de reserva en el depósito para casos como este, pero, enfrentado a la urgencia de obtener más cadáveres, mandó al vigilante a buscarlas mientras él recorría los otros cementerios intentando acopiar ejemplares frescos. Por fin, cerca de amanecer, se reunieron en la necrópolis para cotejar surtidos; ya no había más tiempo, era preciso distribuir todo lo que tenían para conjurar la revuelta de los estudiantes. Terminado el reparto, agotados, comprobaron con júbilo que habían salvado la alarmante situación a último momento con una ganancia extraordinaria.
Santiago regresó a casa a la hora del desayuno. Llamó a su padre, que no respondió. «Me pasé con el somnífero», pensó mientras iba rumbo al cuarto del viejo; no estaba allí. Tampoco estaba en su habitación ni en ninguna otra estancia de la casa, ya que Aníbal descansaba ahora en la alcoba de algún ignoto estudiante de medicina.

Cuentos Incompletos

Caminaba distraído por la feria de Tristán Narvaja cuando divisé la tapa de un azul violento que brotaba de la mesa como una extensión del bóveda celeste, y me lancé sobre él de inmediato, antes de que alguien más lo descubriera y me despojara de la preciosa gema. Ni siquiera regateé el precio con el vendedor, es más, creo que tampoco reparé en la cantidad de dinero que ofrecí a cambio, porque eso no me importaba, como ya no importaba conseguir otro libro; no había más libros allí o en todo caso yo era incapaz de verlos, cegado por la cubierta azul luminosa que obturaba mi campo visual.
Rápidamente lo metí en la mochila y huí hacia un lugar tranquilo donde pudiera examinarlo. Lo extraje; su brillo perfecto reflejaba los rayos de sol que se colaban curiosos para admirarlo, y yo se los escamoteaba ya que era mío, sólo mío, siempre mío de aquí en más. Posé mi vista en los caracteres que se dibujaban sobre aquella superficie, olas en el océano azul profundo en que se agitaban: Cuentos Completos, Francisco Espínola, editorial Arca, eran sus señas particulares.
Deseé sumergirme en sus aguas allí mismo y dejarme arrastrar hacia la Atlántida telúrica que contenía, náufrago de páginas arcanas navegando a la deriva por las narraciones recónditas apenas sugeridas. Pero no era el lugar adecuado, y apenas si di una mirada al índice para saborear el manjar antes de probarlo.
Ya en casa, a salvo de depredadores y otras amenazas, me dispuse a leer sin aceptar interrupciones. Atravesé el corto prólogo, más bien innecesario, como un escalón ideado por dios para dar acceso al paraíso evitando el salto brusco en él. Me pareció prudente repasar el índice antes de entregarme a la lectura desbocada, puesto que así reconocería el territorio en que estaba adentrándome y podría guiarme en él armado con este mapa. Página 19, El Hombre Pálido, era la primera instrucción que ofrecía. Regresé por las páginas como si corriera sobre ellas, desplazándome raudo como yogui inexperto sobre las brasas, hasta detenerme en la página 19. Estaba en blanco. «Seguro empieza en la siguiente, es un error, sólo eso», pensé, aunque algo me decía que eso no era cierto. La intuición se confirmó: el cuento estaba mutilado en el comienzo, como si Jason te atacara antes de llegar al lago Cristal, una aberración.
Volví a la feria pero el puesto ya no estaba. Pregunté entonces a los otros comerciantes, pero todos respondieron lo mismo: que nunca había estado allí. «¿Y ese espacio entre aquellos dos puestos?», dije, «recuerdo claramente que estaba ahí». «No, te equivocás; eso es lo que llamamos buffer en la jerga de la venta callejera y siempre existió en el mismo lugar. Es un área…», pero yo ya no lo oía, habiendo comprendido que estos truhanes se protegen los unos a los otros.
Empecé a recorrer las librerías próximas pidiendo un ejemplar de los Cuentos Completos de Paco Espínola para cotejarlo con el mío, pero en todas ellas me dieron excusas e incluso negaron conocer dicha edición. Sospeché que había descubierto algo importante, aunque me resultaba difícil saber de qué se trataba; una conjura de algún tipo, una conspiración que por accidente yo había develado, algo que aún no alcanzaba a explicar. Viendo que sería imposible extraer algún dato a esos rufianes, dirigí la búsqueda en otra dirección.
La mañana siguiente llamé a la editorial Arca en procura de información; una secretaria me derivó a otra oficina, donde me derivaron al departamento de asuntos complejos (ciertamente este lo era) y en este una voz ronca y amenazante me cortó después de advertirme que no insistiera con aquello. Antes de que pudiera decir «Paco» me hallaba nuevamente en el punto cero la investigación.
Llevé el libro a distintas bibliotecas donde esperaba dar con otro ejemplar o incluso edición, a fin de asegurarme que no era el propio Espínola quien había urdido el descabellado plan. En ninguna de ellas había uno disponible, sólo los pretextos abundaban en los templos del saber, hasta que por último decidí recurrir a la Biblioteca Nacional. Esta está obligada a alojar una copia de cada libro jamás publicado por civilización alguna, de modo que no podían evitar que indagara en el suyo, a menos claro que optaran por ratificar la conjetura del complot. Previendo dificultades, me salteé a la chica del mostrador y fui en busca de la oficina del director, a donde llegué, extrañamente, sin tener que sortear ningún escollo.
– Sabe lo que quiero y sabe que sé lo que oculta, por lo que le recomiendo que no juegue a las evasivas conmigo- dije.
– Joven, no sé cómo llegó hasta aquí, pero si fuera tan amable, la agradecería me indique qué se le ofrece- respondió.
Muy bien, ese era su juego, mostrarse solícito e ignorar mis palabras. Lo seguí.
– Deme los Cuentos Completos de Paco Espínola, por favor.
– Por supuesto. Por aquí, acompáñeme- dijo él.
Me estaba llevando a su terreno en lugar de justificarse como los demás. Era una estrategia para la que no estaba preparado, de manera que lo seguí tal como dijo. Insólitamente, me entregó el ejemplar sin poner reparos, y se retiró. El libro tenía todas las páginas en blanco. Volví a su despacho.
– Está en blanco- lo increpé.
– A veces ocurre. Le pido disculpas. ¿Puedo ayudarlo de alguna otra forma?
Mi mente se despachó con una maniobra inesperada hasta para mí.
– Sí, deme cualquier antología o colección en que figure El Hombre Pálido de Espínola- dije.
Nuevamente se mostró complaciente. Trajo un volumen de Banda Oriental con los cuentos más telúricos de la literatura nacional y me lo dio. Lo abrí en la página que correspondía al cuento de Espínola, que había sido arrancada así como el resto del relato. Era inútil que persistiera, no obtendría nada allí, pero la enajenación que experimentaba hizo que empezara a tomar libros al azar e intentara hacer calzar alguna primera página en mi rompecabezas como si fuera el zapato de Cenicienta. Probé con Los Muertos de Joyce, El Escarabajo de Oro de Poe, Deutsches Requiem de Borges, El Acomodador de Felisberto, Deshoras de Cortázar (este casi anda, pero no)…
Abandoné aquella pista, que se había convertido en callejón sin salida. Hablando de eso, al salir de la biblioteca un hombre vestido completamente de negro, con gafas del mismo color, me arrinconó en la escalera principal, junto a la estatua de Cervantes. No había nadie cerca; era de noche, hacía frío y la biblioteca es de por sí un lugar solitario. El extraño me llevó contra don Miguel y dijo:
– Sé lo que está haciendo. Esta es nuestra última advertencia; la próxima vez puede salir lastimado. Déjese de joder.
– ¿De qué habla?- contesté sorprendido.
– ¿Ud. no anda tras los vínculos del Foro Batllista con la Secta Moon y el Opus Dei?- preguntó.
– No, yo ando con lo de Paco Espínola. Nada que ver.
– Perdón. Igual cuídese del cuetazo con eso- dijo el hombre pálido.
«Hombre Pálido», pensé. «Tiene sentido. Lo voy a seguir. Nah, dejá quieto, no me voy a hacer pegar un cuetazo. Ni que fuera Gabito», reflexioné.
Era tarde y la niebla se estaba apoderando de Montevideo, abrazándola como si quisiera custodiar sus secretos. De pronto algo me iluminó: no, no fue una idea espontánea, era un 137 Paso de la Arena que venía al palo, con el conductor escuchando Sheena is a Punk Rocker de los Ramones como en Pet Cemetery. Como no me atropelló, lo tomé, ya que parecía querer llevarme de todas maneras. Y pronto sabría por qué.
Me bajé ya de madrugada en el barrio del Oeste y caminé varios minutos sin rumbo hasta toparme con el edificio amarillo descolorido con grandes letras verdes en su frente: «Biblioteca Comunitaria Francisco Espínola», se leía en la penumbra. Entré sin saber qué me esperaba. Al fondo, sentado en una silla tan decrépita como él, un viejo se mecía sosteniendo algo que yo no lograba distinguir. Me acerqué y vi que se trataba de un papel, una hoja suelta.
– ¿Es eso…?- comenzaba a decir cuando el viejo me interrumpió.
– En efecto- dijo él.
Tomé el papel como Indiana Jones al santo Grial, proyectando un escape con derrumbe de columnas y pesados estantes llenos de libros a mis espaldas, con el desconocido siendo enterrado bajo los mismos para terminar en un incendio que borraría los vestigios de mi aventura. Nada de eso sucedió.
Volví a casa con el papel apretado en mi mano, sin siquiera haberlo inspeccionado, y me dejé caer, agotado, frente al escritorio donde reposaba el libro lisiado. Los coloqué uno junto al otro y procedí a contrastarlos:

«Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.»

Allí estaba, ante mis ojos, la primera página de El Hombre Pálido. La inserté en el libro y continué leyendo, a pesar del cansancio, desde el espacio faltante. Así pasé una a una las páginas, devorando el cuento, hasta la penúltima, la número 23. La di vuelta para enfrentarme al final del cuento y del enigma, del suyo y del mío, del que nos había traído hasta aquí. Estaba en blanco.

Reflexiones sobre la publicidad estatal, la inseguridad y los medios de comunicación

Siendo esta una preocupación legítima del presidente, a la que me adhiero como abrojo a la lana, me permito discrepar en todo lo demás con el abuelo pitufo que dirige esta Pitufolandia creada por Gran Bretaña. O sea, en mi opinión, le volvió a errar al bizcochazo.
El anciano razonó de la siguiente manera: la publicidad de las empresas públicas se dirige a los medios de mayor audiencia; los medios de mayor audiencia promueven la teletubización del público a través de una presentación sesgada de la información policial, volviéndolos votantes de Pedro; la publicidad estatal tiene el paradójico resultado de atentar contra el Gobierno. Es un razonamiento lineal, cuya consecuencia sería el recorte de la publicidad estatal en esos medios. Muy simple.
Pero los medios de comunicación de mayor audiencia también venden celulares gracias a la teletubización del público, un resultado muy deseable ya que la empresa telefónica pública compite con los operadores privados en esa área. ¿Entonces? Si cedemos el espacio a los operadores privados, piratas transnacionales, sus celulares terminarán por desplazar a los nuestros, patrióticos y orientales instrumentos de comunicación y liberación nacional. El chancho o los 5 riales. ¿»Riales» dijo? ¡Allí está la solución!
El problema radica en que la publicidad oficial no sigue la ley fundamental del marketing: orientarse hacia sus potenciales consumidores. Un celular de Ancel junto al rapiñero del Abitab suena tan mal como un ringtone de Napalm Death, de modo que el cliente potencial es indiferente al mensaje. Mi propuesta es tan simple como la del abuelo pitufo, pero apuntada, cual escopeta de caño recortado de un menor fugado del INAU, al lugar adecuado: la seguridad.
La idea es diametralmente opuesta a la del presidente: en lugar de retirar la publicidad oficial, dirigirla en el sentido de la corriente; en lugar de promocionar el telefonito, la pavadita, vender servicios necrológicos, con los que el Estado ya cuenta: lugares privilegiados en cementerios municipales para víctimas de la inseguridad, coches fúnebres especiales (¿por qué no una carroza fúnebre azul y blanca con sirena, para reclamar justicia junto con la procesión?), etc. (descarto la venta del gas militar que revive a los muertos en Return of the living dead, ya que incluso si el ejército dispusiera de él, no creo prudente su uso por razones de holocausto zombie, entre otras)
Pero alguno objetará: «sí, eso está muy bien, el Estado tiene servicios de seguridad que vender, pero ¿y los celulares? ¿Quedan a cargo de los piratas transnacionales?» No, en absoluto; por ejemplo, podría privilegiarse a sus usuarios ofreciendo un número especial para emergencias: a diferencia del poco práctico 999 («London is burning, dial 999!» cantaban proféticamente los Clash… nada, una digresión) los clientes de Ancel podrían acceder a la cana con sólo discar el 9. ¿Quién se opondría? Al pirata transnacional lo asaltarían ferozmente mientras disca todos esos números, sin embargo, ud., cliente preferencial, con sólo digitar un número, tendría al Ministro Bonomi, una cámara de Telenoche, dos helicópteros y un pterodáctilo (o peterodáctilo) policiales, además de 27 efectivos del grupo GEO al instante.
¿Y los canales privados, por fin? ¿Recuerda cuando hablé de Rial más arriba? Bien, los informativos terminarían el proceso que ya han comenzado, fusionándose con los programas de chimentos; en este nuevo formato, las estrellas de la inseguridad serían las figuras mediáticas.
Telenoche, siempre pionero en estos temas, ya ha aplicado con éxito la nueva modalidad en sus últimas ediciones, donde se pudo ver a Cris Namús, la senadora Alonso y García Pintos (este en realidad agredió a un menor, a la inversa de los otros; no sé si cuenta o más bien se trata de un caso de «hombre muerde perro») exhibiendo los resultados de la política tupamara de amparo al pichaje.
Un juego en el que todos ganan.
Los interesados, contactar con el Departamento de Relaciones Públicas del Pozo Escéptico, sito en Pasaje 22 metros 15 centímetros, barrio Forty weeks, de 2 a 5 A.M.

Tune 4 for zombies

Soy un zombie nena, un zombie por vos/ Soy un zombie pero voy a hablar con George Romero (The Supersónicos)

«¡Por fin dan algo bueno en los canales abiertos!», pensé mientras veía la promoción de Day of the Dead en canal 4. Martes, después de Telenoche; tenía que acordarme para no dejarlo pasar, tal la magnitud que asigné al acontecimiento, quizás exagerando un poco la pobre opinión que la sucursal berreta de Crónica me merece.

Tomé el recaudo de pegar una nota en la puerta de la heladera, pero no conforme con esto, pedí a mi buen amigo F., gran erudito en cine zombie, un afiche de la película para poner en lugar de la nota. «Martes a las 21», escribí sobre el mismo, resaltando la leyenda con marcador amarillo para mejorar su visualización.

Quienes pasaron por casa esa semana no dejaron de preguntar por el desmesurado recordatorio; alguno gritó y se desmayó al encontrarse con los zombies cuando iba a buscar la Coca Cola a la heladera, pero para mí cualquier medida que me permitiera tener presente el hecho tenía sentido, y al que no le gustara que se fuera a su tumba y resucitara después del martes a las 21, qué mierda.

Llegué al viernes como zombie, con la idea fija de la película en mi mente, de modo que decicí quedarme en casa todo el fin de semana para evitar accidentes; sería una tregedia perderme una película que ya había visto un par de veces en cable, una ironía, un absurdo, algo que no podía suceder. Iba y venía de la heladera a cada instante, sólo para estar seguro de que la información era correcta, que no la daban ni sábado ni domingo ni lunes.

Mi amiga C. cayó el sábado con unas cervezas y quiso quedarse a comer unas pizzas; de ninguna manera, no la recibí; en la heladera, que visitaba a cada rato como dije, había cerveza y pizza congelada, buena excusa para ir un par de veces más hasta allí. No tenía con qué coger, es cierto, pero tampoco cogía mucho cuando no había cine de zombies, y no pensaba arruinar mi concentración con una histérica que con seguridad iba a querer quedarse después del sexo. Mejor aguantarse hasta después del martes, si dios y C. quieren (no es que pensara garcharme a dios, malditos insensatos)

El lunes no fui a trabajar; había resignado demasiadas cosas para llegar hasta ahí como para arriesgar una recaída, o que me pidieran hacer horas extras el martes, o que me suspendieran por andar haciéndome el zombie; no, eso ni pensarlo. Tampoco fui el martes, desde luego. Me quedé en casa calentito (calentito porque hacía días que no cogía, según recordé) yendo a la heladera cada vez con más frecuencia, pero ¡me había desabastecido! ¡Faltando tan pocas horas para la emisión! ¡Qué imprudencia! No podía salir pero tampoco permanecer casi un día sin comer. Ni coger. Llamé al super del chino y pedí algunas cosas; por las dudas, como al pasar, pregunté si no tenían una china para mandarme, pero al rato, cuando golpearon la puerta, descubrí decepcionado que sólo venían un oriental enorme y algunas bolsas con víveres. Nada más. No lo inivité a pasar; pasé un billete por debajo de la puerta y él pasó las cosas de la misma forma, valiéndose de algún tipo de técnica oriental desconocida para mí, y se fue.

Me preparé un almuerzo liviano con algunas de esas cosas repugnantes traídas por el chino desde su país de origen, seguramente bajo dudosas condiciones de preservación; la cadena de frío no se había mantenido, a juzgar por la semivida que presentaban mis calamares en salsa de soja. Podía llamar al chino para reclamarle, pero eso con seguridad alteraría las disposiciones de cara a la película y mis relaciones con la comunidad asiática, por lo que desistí. Sentado frente al refrigerador, comí algunas galletas de salvado con humedad y hongos, con la mirada fija en el afiche; producto de los hongos (o la falta de sexo) caí en un estado catatónico que me privó por largo rato de la motricidad en todos los miembros, hasta minutos antes del comienzo del film.

Conseguí recuperarme justo a tiempo para llegar, arrastrándome con dificultad, al sillón del living (dead) ubicado frente al televisor. Lo encendí y una ola de sangre me arrebató de mi estado anterior; la cinta ya estaba en marcha. ¡Qué felicidad! El esfuerzo de los días pasados sin duda había valido la pena. Los zombies, en harapos, tomaban a los incautos a su paso y los vejaban de formas inconcebibles; los humanos, impotentes, disparaban contra ellos pero no lograban hacerles daño. ¡Era la gloria! No me arrepentí de renunciar a todo (al sexo, más que nada) a cambio de esa maravilla sangrienta que ahora ocupaba la pantalla.

Así, pasé horas estupefacto, inmóvil en el asiento; no sé cuántas, a decir verdad, ya que estaba fascinado por las brutales imágenes del holocausto caníbal. De pronto, apareció Georges A. Lmendras para sacarme del embeleso en que me encontraba, y sufrí un colapso cognitivo tratando de explicarme lo inconcebible: ¿Almendras en Day of the Dead? ¿No era George A. Romero? No: todavía no había terminado Telenoche.

El Pozo Escéptico investiga

De acuerdo a lo informado por la prensa en la jornada de ayer, el liceo número 62 de Colón se encuentra de paro a raíz de los reiterados hechos de inseguridad registrados en el centro educativo. Un cronista de El Pozo Escéptico se acercó hasta el lugar y, luego de sustraer un microscopio del descuidado laboratorio, arrebató a los profesores los siguientes testimonios:

Adriana T., docente de historia: «Lo que pasa en este liceo no es nuevo: me recuerda a los hugonotes perseguidos por Luis XIV tras la revocación del Edicto de Nantes. Nosotros seríamos los hugonotes, no Luis XIV, que era como un plancha de la monarquía, y así le fue. Creo que podemos derrotarlos.»

Sandino N., docente de filosofía: «Lo que sucede en el liceo 62 es apenas un síntoma del desplazamiento del sujeto moderno kantiano en dirección del posmodernismo territorial, donde las identidades fundadas en los valores ilustrados, en la norma universalizadora que emana de la Razón, son sustituidas por el vínculo etnográfico primordial del capitalismo tardío: la tribu.» (Fuera de micrófonos, señaló que piensa que hay matarlos a todos)

Richard T.T., docente de química: «Esto no es nada raro en el estudio de fenómenos complejos: ojo, no estoy sugiriendo que la analogía química sea válida en sociología, pero si nos fijamos en el comportamiento del átomo aislado cuando realiza el enlace para formar una molécula, vemos cómo emergen propiedades que no están presentes en el átomo individual. De manera que un plancha te roba los championes, muchos planchas vandalizan el liceo. Hay que fisionar al plancha, pues».

María Pía (pero no grazna), docente de literatura: «Me da miedo ese chorro, buen recuerdo, señor fuerte, implacable cruel dulzor. Me da miedo. (César Vallejo)»

Mario B., docente de dibujo: «Pintó robar.»

Graciela R., docente de matemáticas: «Hagamos una estadística elemental: en el liceo hay 1800 alumnos, distribuidos en tres turnos; de ellos, el 40% son planchas. El 41% de los estudiantes son chorros. Según el teorema de Bayes, hay una altísima probabilidad de que ud. me haya robado el microscopio.»

Pedro B: «Son una manga de pichis. Hay que matarlos a todos.» Era el portero.