El ingenioso hidalgo don Ruben de Tres Cruces

Y tu mujer preguntaba
y Adrián a dónde esta
se lo llevaron los de moralidad
por haber gritado la verdad

(2 Minutos-Tema de Adrián)

Ruben cerró el comercio a tiempo para ver Telenoche 4. Dedicaba sus ratos de ocio, en al menos cuatro ediciones diarias, a ver el informativo gore y matar de esta forma, como los delincuentes presentados por Almendras, dos o más pájaros de un tiro. Como Stalin en el ’45, bajó la cortina de acero, puso el candado y corrió a su casa agitando el llavero al viento, cometa metálica con su cola de Prosegur arrastrándose forzosamente tras ella. A partir de allí comenzaba el territorio de la costumbre: entraba a la casa sin saludar, su esposa conocía el procedimiento tan bien como los policías que ejecutaban aquellas proezas balísticas sobre los blancos (en su mayoría negros) y tal como aquellos, no ofrecía resistencia. Ruben entonces se depositaba en el sillón de cuero marrón ante el cual se erguía colosal el Phillìps JGA HD de 108 pulgadas cuadradas y otras tantas esféricas, con definición de 26000 pixeles que permitía hacer una autopsia en vivo al cadáver del malviviente, según el vendedor. Graciela lo esperaba con el mate preparado, y cuando la masacre se ponía en marcha ella ocupaba su lugar en la escena, haciendo comentarios monosílabos aprobatorios sobre los comentarios indignados de su marido. De tanto en tanto, algún vecino producido bajo la misma patente que Ruben gritaba desaforado a través de la ventana, ofreciendo desinteresadamente su saber en materia de seguridad a quien quisiera oírlo.
A Ruben se le hacía cada vez más difícil dormir y organizar una rutina indexada a las manecillas de canal 4, que hacían girar su vida en torno a las cada vez más numerosas ediciones de los obituarios policiales auspiciados por Oca Card, que le financia las rejas, la escopeta y Bordaberry con amplias facilidades de pago. Teledía por la mañana lo expulsaba de la cama para llevarlo a los asentamientos donde el crimen convive con la piel oscura. Luego un rato al comercio pero no mucho ya que a las trece Telebuendía o como sea que se llame le servía un almuerzo de morcillas en salsa de sangre, cómo no; otra escapada al trabajo pero tampoco tanto porque estaban los flashes que adelantaban la masacre nocturna y con suerte traían algún tiroteo en directo; otra aburrida pausa en el mostrador hasta que sí, cierre y que se haga Telenoche, casi dos horas ininterrumpidas de achuras que ni las mejores parrillas del Mercado del Puerto se pueden jactar de tener, apenas suspendidas por los avisos de todo aquello que hace una vida plena cuando el delito no se interpone a la felicidad. Pero esto no es todo, solo un breve respiro, la suspensión de la realidad a fin de que corra a comprar algo y armarse y seguimos, ya más seguros, con la última entrega, pero qué entrega señores, de noche es cuando el crimen aflora y si ustedes nos dispensan algunas horas más de su medianoche y su sueño les prometemos a cambio la sangre que la tarde egoísta se negó a derramar, aunque Almedras se sentara pacientemente a su lado con la jeringa, esperando la donación. Y un día acaso habrá que dar la metainformación de que Telenoche 4 por fin logró vaciar el banco de sangre y verterlo en esas calles atestadas de pobres con cortes y pasta base, envases de peligro y amenaza a los uruguayos de reja bien en pecho. Pero esto son especulaciones que un televidente no tiene derecho ni tiempo de hacer, hasta que el móvil satelital se las entregue en el domicilio como tantas otras mercancías y accidentes de tránsito que trasiega a diario.
Y un buendía Ruben rumbo al negocio empezó a ver las grietas que se abren en la realidad cuando no es transmitida y dispuesta según el orden que surge del creador, y todo aquello le pareció tan precario, tan frágil que un encapuchado en moto podía arrancarlo con toda facilidad, y estando lejos de su televisor eso resultaba tan próximo, tan tangible, que le parecía imposible dar un paso más arriesgando una fractura de la verdad. Se detuvo. No fue a la tienda ese día ni los días siguientes, ni volvería a pisarla alguna vez, sobre todo porque Almendras informaría esa semana de un asalto con boquete en ese lugar ahora tan lejano. Pero qué importaba si él ya no era el dueño de un negocio ni el patriarca de una familia y acaso ni siquiera era Ruben. Más que nada, él no era Ruben.
Dejó la casa poco después. Se llevó solamente el televisor, que por alguna razón no mantenía vínculos con el suministro eléctrico, el operador de cable o cualquier otra señal. El aparato se había convertido en un ser autónomo que recepcionaba un único canal, y éste, a su vez, emitía un único programa las 24 horas. A partir de ese momento trató únicamente con Almendras y Vilar, negándose a escuchar consejos, mucho menos órdenes, de cualquier otra fuente menos fiable, sin importar que esta fuera su familia, la policía (a menos claro que se comunicara a través de sus intermediarios terrenales antes citados) u otro medio de incomunicación. El Foro Batllista le indicó por medio de la pantalla que se armara, que el Gobierno amparaba a la delincuencia vulnerando los derechos humanos de nosotros que-trabajamos-para-los-chorros, confirmando sus opiniones previas y afianzando la convicción recién adquirida. Montado en su televisor, Ruben llegó hasta la armería y, dejando la bestia en la entrada, se dirigió al dependiente en procura de algunas provisiones. Salió de allí con todo lo necesario para enfrentar la ola de inseguridad que algunos llamaban sensación térmica, a menos que Telenoche dijera lo contrario. No pasaría mucho tiempo antes de que tuviera que usarlas. Volvió a montar su Rocinante que irradiaba calamidades a perpetuidad, aunque Ruben ya estaba familiarizado con ellas y no agregaba demasiado a cuanto tenía por cierto.
Estaba escuchando un informe especial acerca del consumo de pasta base cuando un menor pretendió robarle su Rocinante armado con un extraño dispositivo de colores. Prevenido como estaba desde mucho antes sobre esta eventualidad, descargó la flamante pistola 9 mm. en el agresor y lo dejó tendido allí para que las cámaras lo siguieran perforando en otras formas, y que por supuesto él pudiera ser testigo de ello casi en simultáneo. Pero no se había recobrado de este asalto cuando tuvo que enfrentar a otro menor ávido de estupefacientes, al que vio aproximarse en la lejanía con una barreta que podría haber pasado por un bastón de ciego. Él no se engañaba. Almendras y su móvil, alertados de esta dádiva poco común, venían tras sus pasos y esto lo obligaba a actuar con mayor resolución, puesto que estaba respondiendo directamente a su instigador e inspiración, como si el oficial de la Novena tuviera a Lacalle Jr. por testigo cuando tortura al joven que toma vino en caja como si bebiera la sangre de Cristo en tetrabrick, desgraciado. Era como escuchar la aprobación de Dios en el oído en el momento preciso de actuar, qué sensación tan agradable la de desprenderse de la evaluación moral y simplemente ejecutar la acción con el consentimiento que tantos buscan sin éxito. Él tenía línea directa y obraba de acuerdo a los deseos del Supremo, y éste le devolvía agradecido su asentimiento en Alta Definición.
Con esta garantía en las alforjas deambulaba en procura de nuevas tareas, que no eran pocas. Había tanto por hacer y era tan poco el tiempo, aunque ¿qué mártir se había preocupado por esto? ¿Acaso no es siempre insuficiente el tiempo frente a las labores eternas? Nadie verdaderamente grande se cuestiona si sus fuerzas son suficientes para concluir su empeño, sabe que es así o al menos obra como si lo fuera. Y Ruben, o quien anteriormente respondía a ese nombre, era de esa estirpe. Sin embargo, la edición central del noticiero hablaba del cerco que se cerraba sobre el comerciante desequilibrado que huyó de su casa y se entregó al delito. ¿Había oído bien? ¿Delito? ¿Cómo su artífice podía interpretar tan mal su propósito? ¿No era claro que lo impulsaba precisamente el motivo contrario? Rocinante estaba desvariando. Almendras no lo iba a abandonar en este momento; él entendía que la ola de inseguridad se estaba transformando en tifón y nadie podía contenerla, nadie que no tomara la responsabilidad en sus propias manos, y quién mejor que un comerciante expuesto a esta situación como Ruben, pensó.
Se sentía cansado. Ya no tenía hogar; no tenía más que a su Rocinante, el arsenal y el ideal que lo movía. Quiso instalarse en una plaza para dormir un poco, pero los indigentes, sombras indefinidas portadoras de navajas, se abalanzaron sobre él y fue necesario un nuevo baño de sangre, que podía ver en la pantalla que lo acompañaba en perfecta sincronía. Había alcanzado el estado superior de la transubstanciación y esto lo proveyó de un halo de infalibilidad inigualable. Pero Dios le lanzó una advertencia que no podía ignorar: era acechado no sólo por la ruina y la descomposición social fomentadas por la marginalidad, sino también por aquellos a quienes estaba defendiendo. Comprendía que todo precursor, como tal, se halla al margen de su tiempo y obedece a razones ajenas a las de quienes lo juzgan, y no podía ser de otra forma, sólo pedía una prórroga para terminar la tarea y luego comparecer ante aquellos que eran incapaces de discernirla. Aún le quedaba la comunión con Dios y ese era el elemento central; mientras mantuviera ese refugio estaría a salvo de los bárbaros, pero Dios a veces calla y nadie conoce sus motivos.
La Providencia emitiría el próximo mensaje a las 24. Esperó atento la manifestación, quizás fuera la definitiva, quizás el plazo concedido venciera en ese instante, y debía saberlo. Cuando Almendras se materializó Ruben estaba en posición de comulgar, casi en éxtasis, de rodillas frente a la pantalla, todo receptor. Las noticias lo arrojaron a un vacío que ya preveía pero no podía aceptar. Estaban tras sus pasos, Jean Georges incluido. Había orden de disparar a matar, en un operativo que involucraba a todas las dependencias del Ministerio del Interior, las mismas que tanto regocijo le habían proporcionado en sus épocas de espectador.  Se trataba de un enfermo psiquiátrico que disparaba contra niños indefensos, incluso un discapacitado, dijeron.
Montó a Rocinante y se puso en marcha. Podía escuchar las sirenas que se aproximaban como animales feroces, gritando su ira de sonidos ululantes, abrazados a las luces multicolores que demandaban el cese de toda faena de menor jerarquía, entrando en las casas a su paso como ráfagas ondeantes que no reconocían otra autoridad fuera de sí mismas. Dirigidas contra él que tantas veces las había hospedado en su living, dejándolas jugar entre él y su esposa como niños cromáticos en posesión de una verdad intransferible, una verdad que ahora caía en su territorio aplastando a los inocentes sin discriminación. Tenía sintonizado un Telenoche 4 desfigurado, en el que él era el perseguido y Almendras el perseguidor, una tragedia tan absurda que no cabía en su imaginación. Ya estaban sobre él, a una distancia en que podían alcanzarlo los disparos de las armas y las cámaras (qué diferencia había entre ellas, no lo sabía) escuchó la voz del comisario dando el alto, Ruben (él no era Ruben, había dejado de serlo hacía mucho tiempo) deténgase por favor, piense en su esposa, entréguese, no sea bobo, no nos obligue a tirar, no vale la pena, Ruben. Rocinante parecía paralizado por la voz de su amo; Almendras también le pedía que se entregara, Ruben, no vale la pena, piense en su esposa, en el comercio, usted es un hombre decente, es uno de los nuestros, no cometa una estupidez, Ruben, por favor escuche al comisario que no quiere lastimarlo.
Ruben entró en su casa en el momento que Telenoche transmitía en vivo la muerte, lamentable, del delincuente que ignoró el consejo de la policía y Almendras de entregarse.

Impactante revelación: todos los agentinos son uruguayos.

Así es. En momentos en que el Gobierno y el diario La República se aprestaban a celebrar el Bicentario, estalló la bomba. Según las investigaciones más recientes del Departamento para el Estudio de la Pureza Racial Oriental, no sólo Gardel, Le Pera, Maradona (nacido en el 40 semanas) Tita Merello y Jorge Luis Borges nacieron en suelo oriental y macho, sino todos los argentinos excepto Menem y los pobres de las villas. El Director de Cultura (aria) de la Intendencia, Mauricio Rosencof, comentó a La República que, si bien hasta el momento se sospechaba que detrás de todo gran argentino había un uruguayo, ahora se han obtenido los documentos que prueban esta verdad de sentido común. «Hasta ese paladín de la prensa libre (libre de sindicatos) que es Federico Fasano es uruguayo y no argentino», dijo el funcionario.
La revelación ocurrió del modo más impensado, cuando varios pasantes sin sueldo de la repartición buscaban un documento que probara la nacionalidad uruguaya de todos los argentinos destacados de los últimos 200 años. Así fue como dieron con un papel maloliente, lleno de hongos (se estima que no los fumaron, aunque nadie se atreve a afirmarlo) y humedad, del tiempo de la colonia, escrito por un corregidor con sylvapen rosado, donde consta que en realidad las Provincias Orientales lo eran respecto de la Cordillera de los Andes, no del Río Uruguay.
«El alcance de este hallazgo es inimaginable», señaló Rosencof, «no solamente porque, como resultado de esto, somos nosotros los que tenemos 38 millones de habitantes (excepto Menem y los pobres de las villas) sino además el patrimonio indiscutido del dulce de leche, la birome, el colectivo, el peronismo, el antiperonismo y Tinelli. Y el gran doctor Fasano Martens, por supuesto», destacó. «Además, resulta que hicimos la Revolución de Mayo y ya no tenemos que cargar con la vergüenza de Artigas manteniéndose leal a la corona española, es fabuloso. Tampoco tenemos que inventar más fechas raras para conmemorar la independencia que no encontrábamos por ningún lado y casi nos obliga a erigir a Lord Ponsomby en caudillo. Se acabó: nosotros liberamos América, ‘bo».
Consultado sobre si Uruguay pensaba litigar basado en estos datos, respondió: «No, jabón. Mañana mismo salgo con el papelito para allá. Ya van a ver estos argentin… uruguayos agrandados, perdón. Vamos a ver quién la tiene más grande… la patria, claro. Agradezco a Fasano Martens la oportunidad de decir esto que los medios de derecha como El País callan. Y a López Mena por permitirme viajar. Cuando se regularice el asunto, le vamos a dar el puerto de Buenos Aires a Buquebús en concesión eterna, en agradecimiento por su compromiso con la causa nacional». Seguidamente, habló de las papeleras. «Parece que nos autocortamos el puente», dijo con una sonrisa. Pero en un tono más serio, aseguró que «ahora el río es nuestro y Entre Ríos también, así que vamos a instalar otra planta del lado argentin… uruguayo, perdón. Esto es un quilombo».
Como primera medida, Rosencof viajó a Buenos Aires para plantar nuestra bandera en la Casa Rosada, futura casa celeste si todo sale de acuerdo a lo esperado. A la salida, un habitante de la villa se le acercó con el documento en la mano. «¿Me da una moneda? Mire, soy uruguayo, tengo la cédula». Rosencof respondió «¿uruguayo vos con esa cara? No papá, volvete a Bolivia, negro cabeza», exaltando los valores republicanos nacionales.

Test de Turing

My leaves have drifted from me. All. But one clings still. (James Joyce, Finnegans Wake)

Aquella planta llegó a casa por casualidad. No me gustaba particularmente cuando la traje, pero tampoco me gustaba la cara de mi esposa y tenía que soportarla cada día de cualquier manera, de modo que acepté el regalo de cumpleaños de J. a pesar de todo. La traje conmigo en el ómnibus sin darle mayor importancia, y cuando la dejé sobre la mesa mi mujer hizo un comentario sobre lo desagradable del vegetal. Yo hice un comentario sobre lo desagradable de mi mujer y me fui al cuarto con la maceta.
Por algún tiempo no noté su presencia. Iba al trabajo, volvía, miraba Telenoche, miraba a mi esposa (en mi defensa sólo puedo aducir que me resultaban igual de detestables) y me retiraba a descansar, con ella a cierta distancia, custodiando mi sueño. Empecé a tener frecuentes sueños con la planta, pero al despertar no me fijaba en ella (lo mismo hacía con el otro ser que habitaba la casa) y seguía con la rutina. En el trabajo, por supuesto, no la mencionaba más que cuando J. preguntaba por ella, pero en esos casos simplemente ofrecía alguna información trivial que de todos modos era la única que conocía. «Está bien, sigue creciendo». «Uy, tuvo un invierno bravo, pero está mejor» o «¿No podemos hablar de otra cosa?» eran las respuestas más habituales a sus dudas. A veces J. se enojaba por mi indiferencia y debía explicarle que no era una aversión especial la que sentía, que vivir con la cotorruda de mi mujer simplemente me había extirpado todo entusiasmo por la vida. J., no obstante su simulada comprensión, resentía el trato que daba a la cosa. A la planta, no a mi esposa.
Creció con fortaleza. Era un ejemplar muy saludable (la planta, no la conchuda de mi mujer) espléndida en su desarrollo, con soberbios brotes que se extendían delicados desde un tallo perfectamente formado y vigoroso. Comencé a prestar más atención a su despliegue, al que cada día dedicaba un momento antes de salir de casa. También le procuraba alimentos seleccionados que embellecían su ya de por sí hermosa figura. Ojalá pudiera hacer lo mismo con la otra, pensaba, pero aquella era un caso perdido, en cambio el arbusto se encontraba en su plenitud y nada podía opacarlo. Desde un punto donde concentraba su belleza sin par nacían frondosas las hojas más verdes que el mundo haya visto. Su lozanía me revitalizó; la presencia esmeralda en la lúgubre alcoba matrimonial infundió en mi ánimo nuevas perspectivas, y el contraste con el otro objeto realzó el valor de la hortaliza.
Cierto día noté dos manchas incipientes en el corazón del tallo, allí de donde surgían esas hojas gloriosas. La llevé al veterinario de inmediato. Éste me derivó a un botánico tras explicarme la diferencia entre los reinos animal, vegetal y mineral. No necesitaba una clase, arrogante profesorucho, sólo necesitaba auxilio para mi mascota. El profesional correspondiente la examinó con detenimiento y pronunció su veredicto: ni idea de qué le sucedía. Pregunté si estaba apestada como mi mujer, pero dijo que no. También negó que se tratara de una enfermedad. Se inclinaba más bien por la opinión del Dr. MacCumbhail, quien sugería que estábamos frente a un crecimiento endógeno. No entendí. Me explicó que, al parecer, aquello formaba parte de la planta, nacía de ella. Curioso. Le comenté que a mi mujer le habían salido sendos apéndices en la frente desde que yo salía con J. Todos reímos, excepto la planta, que permaneció inmóvil. «¿No la habrá meado el gato?» inquirí. «No, ya le expliqué que viene de ella. Es más, parece una boca. No le de más vueltas».
Volví abatido a casa. Se me ocurrió que quizás mi esposa, celosa, le había hecho mal de ojo. Sí, era eso, ¿no es cierto? «Puede ser», dijo la voz. ¿Quién habló? «Yo, acá», respondió la planta. «¿Vos hablás?» dije. «Hablás vos, que sos terrible golpeado», respondió. Ahora tenía dos problemas, tres incluyendo a la bruja, cuatro si sumamos a mi amante. Me desconté dos cuotas: con la planta parlante era suficiente. No podía dejarla en el lugar de siempre arriesgando que mi mujer descubriera el secreto, de manera que armé un escándalo rociando perfume de J. en mi camisa y dejando mensajes de texto comprometedores en el celular. Funcionó: me mandó a dormir al sofá. «¿No vas a hacer nada con eso?», dijo La Planta (L.P. a partir de aquí) «¿Qué querés que haga?» «No te hagas el boludo, dale.» «En serio, no sé, ¿qué hago?» «Arrimale.» «¡No! ¿’Tas loca?» «Vas a seguir siendo el mismo gil de siempre, ‘ta bien. Hacé lo que quieras, pero yo con vos no me quedo, vejiga.» «¿En esta casa nadie me respeta y encima te tengo que aguantar a vos? ¿Por qué no te vas un poquito a la mierda?» «¿Por qué no le decís lo mismo a la conchuda de tu mujer, la puta que te parió?» Y se fue. Salí tras ella sin pensarlo, tenía que evitar que, bueno, hablara con alguien de lo que había ocurrido, sí. Logré calmarla y volvimos a casa, a dormir. Al día siguiente tuvimos una nueva discusión y me intimó a que dejara a mi esposa. Como ésta ya se había ido con la lámpara (parlante también) la decisión no fue difícil, sin mencionar que estaba realmente enamorado de L.P. Con J. las cosas no fueron tan fáciles; al principio no quiso asumir la situación, luego me pidió que fuésemos los tres a un consejero matrimonial, y por último se fue con éste.
Por fin era feliz y no me asombré para nada cuando me empezaron a crecer hojas. Era natural que si L.P. hablaba yo adquiriera algunas características suyas; es lo que sucede en toda relación y en la película Mimic. Cuando se completó el proceso, nos instalamos en el jardín rodeados de vegetales. El idilio con L.P, ahora que estábamos solos, se convirtió en una desgracia al poco tiempo. La planta ciertamente hablaba, y ese elemento que la asemejaba tanto a cualquier mujer debió servir de advertencia, pero no lo hizo, o no quise oírlo, o sus reproches histéricos me impidieron escucharlo. Y sucedió lo de siempre, el tercero, en este caso una planta de cannabis que se hallaba junto a mi L.P. Resignado, sólo atiné a preguntarle al raíz de bolsa si él también hablaba. Su respuesta no pudo ser más devastadora: «Hablás vos, que sos terrible golpeado».

Izquierda y derecha

El guante de la mano derecha no sirve para la izquierda, por muy idénticas que se supongan ambas manos (I. Kant, Estética Trascendental)

Nos sentamos en la mesa de un bar a pesar de nuestras diferencias. De inmediato el mozo nos invitó a ocupar las sillas y desocupar la mesa, lugar inconveniente para sentarse de acuerdo al profesional del mobiliario gastronómico. Pedimos dos copas de grappa. El interpelado nos dijo que tenía sólo de vidrio y nos ofreció llenarlas de grappa si gustábamos. Aprobamos la oportuna sugerencia y nos dispusimos a dirimir el asunto que nos ocupaba, cual masa laboral en conflicto.
-Escuchame: la derecha es la que históricamente ha creado las cosas importantes y duraderas. Esto nadie lo puede negar…
-Discrepo. La izquierda, siendo minoritaria, protagonizó algunos de los mayores avances de la humanidad y eso todos lo reconocen.
Así abrimos la discusión. La grappa se posó sobre la mesa separando los bandos como dos pequeños oasis que dividen sendos califatos desérticos.
-La derecha abre puertas. Señala caminos. Indica destinos. La izquierda desvía, confunde, entrevera, deshace lo que la derecha con tanto esfuerzo construye.
-No estoy de acuerdo, y me atrevería a decir que ocurre todo lo contrario, pero en aras de alcanzar un entendimiento, diría que se complementan y se necesitan mutuamente.
-Si una de ellas tiene el poder, y es la derecha como yo sostengo, la otra o es accesoria o es directamente un obstáculo. No admito otra postura.
-Deberíamos verlo más bien de este modo: aunque en determinado momento una de ellas tenga el poder, para tirar del carro y moverlo necesita de la otra, no puede hacerlo sin ella.
-O sea que aceptás que una domina y la otra se somete…
-…pero se complementan.
Nos dimos una tregua para apurar esas grappas que pondrían en marcha otros mecanismos quizás menos sutiles de argumentación. Quizá incluso ni siquiera de argumentación. El mozo escuchaba atento la charla. No la nuestra sino la de nuestros vecinos, infinitamente más interesante que la nuestra.
-La derecha… ¿cómo decirlo? Agarra y sostiene la estructura, la afirma. La izquierda la desestabiliza. No hay colaboración posible cuando el antagonismo es irreconciliable.
-Si eso es cierto, la derecha demostró su incapacidad para conseguir esa estabilidad de la que hablás, porque no podés negar que la derecha ha dejado caer las cosas en tantas oportunidades como las aguantó. Y más de una vez lo hizo gracias a la colaboración de la izquierda.
El mozo se inclinaba sobre una y otra mesa alternativamente, con el movimiento de vaivén de un árbol azotado por la tormenta, en este caso un árbol provisto de surtidor para abastecer las copas ante la menor pérdida de caudal. Pensé pedirle su opinión; el tema lo tocaba también, a su manera, pero tenía pocas hileras levantadas como para agregar un ladrillo tan frágil. Mejor que hiciera girar esa bandeja, cual negro rapper en un sótano de Brooklyn.
-Derecha e izquierda, contrarios dialécticos, alimentándose una a la otra como el ave al pichón…
-… que cuando crece se come a su progenitor.
-No se come al progenitor, ignorante. Y no lo hace porque no puede vivir sin él, aunque no sea por motivos altruistas.
-Pero entonces una lleva una vida de parásito. Es lo que dije antes.
-No es un parásito puesto que es igual de necesario para el otro.
-O será que le hace creer eso…
A medida que consumíamos los vasos con cada vez más apremio y menos sensatez, el mozo se transformaba en un helicóptero cuyas aspas alojaban depósitos de alcohol que descargaba puntualmente en el objetivo. Como todo buen recipiente, entregaba tanto como mantenía. Y el mozo empezaba a girar con independencia del entorno.
-Las grandes obras de arte han sido escritas por la derecha, además.
-Porque es mayoría, nada más. Pura cuestión de número.
-Si la mayoría logra eso, hay que celebrar. ¿Qué queda para la izquierda?
-Más escaso, más valioso.
El mozo asintió mientras daba un trago a un licor que tenía encanutado, correlato de la afirmación anterior. El alcohol estaba tan instalado en nosotros como Windows en la computadora personal, dejando poco margen al diálogo fundamentado.
-La derecha…-comenzó la frase mi interlocutor, pero una izquierda perfecta al mentón estableció cuál es la mano más eficaz de las dos, mientras el mozo desparramaba la bandeja por el piso.

Felisberto, ese hijo de Proust

Hoy estoy en una cárcel que no puedo identificar, pero permítanme, ya que no sé si saldré de aquí alguna vez, referirles las circunstancias que me trajeron a ella; quizá así sirva a alguien que se encuentre en situación análoga y mi posteridad cobre de esa manera alguna importancia para esa persona.
Todo empezó la última vez que pasé por la localidad de Mansavillagra en tren, viniendo del exótico pueblo de Nico Pérez, o Batlle y Ordóñez, o como sea que se llame. Llegando a Mansavillagra, la mitad del convoy aproximadamente decidió no seguir, acostándose como un animal cansado sobre su abdomen, o sea que descarrilamos. Yo quedé a cargo de la locomotora mientras el personal iba a verificar los daños, pero me aburrí, agarré una yarará, amarré un extremo a un tala cercano y el otro a la malla de enganche, y me senté a leer debajo de un árbol. De él se descolgó el profesor Francisco «Paquete» Espínola, bajando con una crucera como liana, y sin siquiera presentarese, dijo:
-Me gusta cómo ató a su potro, m’hijo.
-No es potro, es un tren- respondí.
-Con razón relinchaba tan fuerte. ¿Qué está leyendo?
-A Felisberto
-Perfecto. El próximo 29 de febrero a las 3 a.m. celebramos el congreso anual de literatura y misa gaucha en nuestra Universidad; este año está dedicado a Felisberto. Nos honraría contar con su presencia. Hasta el momento está confirmada la asistencia del doctor Armando Las Heras, más la mía, por su puesto. Yo dirijo el departamento de lenguas eslavas y literatura centroeuropea, pero voy a leer una monografía sobre nuestro autor. El doctor Las Heras, por su parte, prepara una sorpresa íntimamente ligada a la obra de Hernández, aunque no dio más detalles. ¿Qué le parece?
Curiosamente no evaluó mi competencia o estudios, simplemente me invitó a participar a partir de un muy superficial contacto establecido gracias a dos ofidios locales. Después de consultarlo acerca de las comodidades, paga y publicaciones que surgirían del simposio, acepté. Antes de que se retirara, pregunté si era necesario que asistiera también a la misa gaucha. Dijo que no, pero que no respondía por las consecuencias que pudiera traerme, y de inmediato trepó por su culebra y se perdió en el monte criollo. Gracias a los buenos oficios (que no ofidios) de mis anfitriones, el inconveniente quedó subsanado y seguimos viaje, previa liberación de la yarará que había cumplido su función de forma admirable. Fue así como tuve tiempo de ponerme a trabajar de inmediato en lo que sería mi ponencia.
Elegí como tema las novelas cortas, o cuentos largos, de la etapa intermedia de Felisberto: Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido y Tierras de la memoria (como los estudiosos suelen agrupar estas tres obras en un mismo conjunto, no comprendo cómo a nadie se le ocurrió llamarlas «Por los tiempos del caballo perdido de Clemente Colling en las tierras de la memoria», cerrando así la pretendida unidad de las mismas; disculpen la digresión)

Avancé lentamente al principio, pero pronto encontré las claves de mi búsqueda e hice importantes progresos, que se tradujeron en dos párrafos y unas trescientas palabras; suficiente como comienzo, a mi juicio. Para el 28 de febrero a las 2 a.m. tenía los mismos dos párrafos y me faltaba lo más importante, el título. El título del ensayo y el título habilitante que me permitiera ofrecer una conferencia apoyándome en los conocimientos necesarios. Cuando salí de Nico Pérez en un salvador 632 a las 22 horas, sólo había agregado el título del estudio: Felisberto, ese hijo de Proust.
La única comodidad que puedo reconocer al tren, en esa zona, sobre una larga marcha como la de Mao, es la de la escalera mecánica: te transporta a paso de hombre pero sin mover las piernas. Llegué sobre la hora de comienzo, siendo yo el primer orador, además. Entré corriendo con la hoja arrugada en la mano, sin reparar en la asistencia, la sala o los demás disertantes. El paraninfo estaba a oscuras. Grité desde el atrio para verificar si los demás estaban en sus lugares, y al recibir como respuesta una especie de gruñido telúrico primordial, di comienzo a la lectura de mi tesis. Era sumamente breve, por lo cual duró lo que la vida de un picado por una yarará. Se encendió una luz tenue, y recordé paradójicamente el cuento Nadie encendía las lámparas. Hice mención de esta coincidencia pero nadie rió. Frente a mí vi recortarse la figura de «Paquete» Espínola en la oscuridad, terminando apresuradamente su trabajo cual torpe estudiante de secundaria retrasado por la adicción a los juegos de video. A su lado se hallaba el doctor Armando Las Heras, armando, pleonasmo material, un cuete sin prestarme la menor atención. Sólo procedió a desplazar el gerundio a otro verbo, dado que ahora lo estaba fumando. Sin embargo, debo destacar que un treinta por ciento de la concurrencia recibió mi lectura con gran entusiasmo, aplaudiendo con arrebato a su término. Puesto que éramos tres los presentes, queda claro que el que aplaudió fui yo, claro. Seguidamente, el profesor Espínola, tras una introducción en moldavo antiguo que habría dejado al conde Drácula como estaqueado, pronunció su triste e incoherente conferencia, terminada apenas unos minutos antes. Nadie aplaudió, nadie encendió las lámparas; yo tosí y miré hacia el vasto cielo de la campaña que se abría iluminado por las estrellas como los ojos del acomodador. El Dr. Las Heras no estaba. La misa gaucha se preparaba afuera, aunque las ideas de fuera y dentro resultaban bastante peregrinas en aquella totalidad indistinta que comunicaba un lugar con otro sin límites distinguibles. Yo tenía que partir antes de que los gauchos veneraran, como lo había acordado; las tradiciones criollas me causan profunda aversión. Más aún, pensé que me iban a ofrecer en sacrificio a Horacio Guraní, hacer morcilla con mi sangre y cocinarlas junto a los huevos de toro en la parrilla. Se me ocurrió que los toros no ponen huevos y eso me tranquilizó por un instante. Pero también tenía que cobrar, y esta es una deidad que yo no postergo bajo ninguna circunstancia, por infortunada que sea. Eran las 3:15; a las 3:20 tenía un 634 que, de perderlo, me dejaría varado en aquellas tierras baldías por siempre (los gauchos planeaban volar las vías tras su paso, de modo que pudieran establecer una sociedad primitiva entregada al culto paisano sin intromisiones externas; yo conocí estos planes al llegar, lo que me impidió adoptar una postura menos obediente a tiempo)
Pero antes de que todas estas intrigas accidentales se aclararan, se aclaró la estratagema felisbertiana del Dr. Las Heras; tan transparente resultó ser que su nombre, para un experto, habría sido indicio suficiente para conocer sus intenciones desde el principio. Junto al espía de la KGB entraron los agentes de la policía política rusa; Felisberto era un auténtico hijo de Proust y esto fue lo último que entendí con claridad antes de ser conducido a la prisión donde hoy escribo estas palabras.