No me Juda

Cada año, cuando se aproxima la Navidad, es tiempo de comenzar la colecta de fondos por medio de un pordiosero inanimado, a quien luego se sacrifica en una ceremonia de pirotecnia y dolor por la que se lo libera de su infortunado destino, o algo así. Quienes llevan a cabo esta tarea son niños, niños que aprenden de manera lúdica la brutal ética que luego aplicarán en las relaciones con sus pares.

Pues bien, en el barrio Maracanazo un cacique local, Alberto, tuvo la, en principio, encomiable idea de infundir a los purretes una moral colectiva más ajustada a la vida en común que el individualismo predatorio de la tradición cristiana. Para ello, reunió a los botijas que acostumbraban vestir al desgraciado y les propuso fundar una cooperativa, cuyos frutos se invertirían en una quema solidaria de los hombres de estopa. Luisito, Andrés, «El Rata» y Marcos aceptaron, sin embargo, Julián, alentado por su padre el dueño de un próspero negocio cárnico, optó por la búsqueda personal del tesoro. Alberto intentó revertir la decisión pero sólo consiguió unos cachetazos del empresario y la burla del vástago; la colectivización, de todas formas, avanzó con el resto de los conversos.

El organizador dividió la zona en cuatro sectores, asignó un niño a cada una de ellas con su respectivo muñeco y los envió, tras bendecirlos en conjunto, a recaudar la moneda. El más simpático, Marcos, rubio medio reo pero entrador, obtuvo la acera próxima al comercio del traidor, que por supuesto se instaló a pocos metros de allí. «El Rata» fue al bajo, allá cerca del boliche donde su padre se mamaba en reiteración real de acuerdo con el código de faltas por el que se lo juzgaba con la misma frecuencia. Luisito, cual inútil aristócrata a quien se quiere mantener alejado de los centros de poder, fue enviado a un sitio cómodo y poco transitado, a salvo de maleantes y de la tentación de un ingreso copioso. Por último, Andrés, otrora gran burgués de las festividades, ahora devenido en un agitador de la propiedad común, tuvo que contentarse con la puerta de la iglesia, el puesto menos redituable de los disponibles.

Comenzó la campaña y pronto se vio que era un éxito, una Teletón sin el fraude, un McDía Feliz sin la publicidad gratuita, una campaña de solidaridad sin que el dinero fluya en una dirección y los beneficiarios en la otra, en fin, la acumulación socialista primitiva perfecta. El mezquino, por su parte, en la fétida soledad de la codicia y el egoísmo del cálculo racional, que irónicamente no resultó tal en esta ocasión, apenas contó con el apoyo de su opulento padre. Y no le importó que fuera así.

Los Judas tenían personalidades desarrolladas; estaba el rapero, que apelaba a la generosidad de los jóvenes con onda; estaba el serio, que pretendía atraer a los clientes de extracción social media y media-alta; estaba el desarrapado inadaptado que se dirigía al usuario promedio del barrio, y así con el resto. Sin embargo, a fin de mantener la justicia, los Judas rotaban entre los niños cada mañana, produciendo el interesante experimento del cambio de duplas con la consiguiente distribución de los ingresos. Así se vio que, por ejemplo, el «Rata» adosado al inadaptado no lograban ningún éxito pero, cuando se lo unía al cadáver formal, éste volvía repleto de rupias. Andrés el religiómano, por otra parte, no funcionaba bien acompañado del «MC Ragged Clothes», demostrando la enorme complejidad de los caracteres dispares puestos lado a lado.

Después de cada jornada, los mendigos asociados se reunían con su mentor para compartir las ganancias, proyectar la próxima actividad y planear las compras que harían con el producido, todas ellas en extremo inflamables. El líder del proyecto era el responsable del acopio del material, en los fondos del centro de operaciones. A todo esto, el burgués, indiferente a todo este esquema de defraudación fiscal e ilícito promovido por la competencia, seguía un rumbo propio no menos afortunado. Al cabo de dos semanas poseía un arsenal equivalente al de Corea del Norte e incluso se sintió, por un instante, el joven heredero del a su vez joven delfín de la popular república asiática. La analogía se puede extender a la carrera armamentista que sostenía con sus adversarios pero no pasa de allí, ya que en este caso quienes proclamaban el comunismo eran estos últimos.

Así llegaron al 24 de diciembre. Fiesta, miradas desconfiadas, ensalada ruso-ucraniana, sonrisas hipócritas, saludos a distancia, preparativos de toda índole, movimientos sospechosos en los fondos, fósforos desafiantes levantados con imprudencia en lugares inapropiados, gestos de improbable valentía, familiares ignorantes de la disputa que traían regalos inadecuados, celebración del dolor, alegría convertida en venganza y odio, desprecio por el diferente, aprecio por el igual, mentira deglutida como turrón blando y verdad hecha humo y chispas dispersas en el aire y la noche hasta volverse irreconocible en la resaca de la mañana, mañana imposible esta noche final, noche de paz, noche de war, ¿amor?, amor a la muerte, a la no vida, a la calamidad, al grado cero de la creación, a la barbarie, vicio, vergüenza, sacrificio, botellas descorchadas y vueltas a encorchar (luego del agregado de una poderosa droga instigadora de la confusión mental y el rencor, el incordio), antorchas arrojadas al mantel de la familia, pánico en los niños, miedo en los abuelos, desazón en la vereda y brutalidad escalando las ramas del arbolito para consagrarlo con un puntero de caos y desenfreno.

Dieron las doce. Mirando de soslayo al retador y asesorados por su mentor, los niños comenzaron a preparar la pira. Dispusieron la pirotecnia, siempre atendiendo a los movimientos del otro niño, esperando que tomara la iniciativa para avasallarlo con el volumen y poder de su cohetería. Acercó un fósforo a la mecha y el grupo, tenso, hizo lo propio; en la vereda de enfrente los estallidos incineraron por completo el cadáver harapiento de la víctima y continuaron sonando con fuerza indisputada. Cuando el responsable del frenesí volteó sorprendido por la inactividad de la otra trinchera, sus ojos recibieron la ofrenda de un espectáculo truculento, bestial, inesperado: los Judas habían revertido la situación y se aprestaban a dar a sus captores el trato que ellos pretendían darles un momento antes.

La noche, amén del pequeño incidente, acabó con la euforia debida, entre alcoholes y risas, fraternidad recobrada y buenos deseos para todos.