Test de Turing (II)

El doctor Alan Turing levantó su copa y dijo:
-Señores, lo he logrado.
Reunidos en torno suyo, el grupo de investigadores que lo acompañaba lo miró con suspicacia, sólo vencida por el alcohol que el profesor dejó caer en sus copas para efectuar el brindis. Luego se dispersaron y el doctor Turing continuó ajustando detalles en la máquina.
La posibilidad de que las computadoras, producto de una determinada organización funcional, adquirieran consciencia, había estimulado la imaginación de muchos estudiosos, pero la idea de obtener una prueba material de dicho argumento jamás había pasado por la mente de ninguno de ellos, excepto la de Alan Turing. Enfrentado al escepticismo general, forma que adopta la burla en los medios académicos, el doctor se abocó a la construcción de un mecanismo capaz de superar una prueba que él mismo ideó: si un sujeto, interactuando con el artilugio a través de un teclado, no conseguía descubrir su naturaleza mecánica, se podía afirmar que éste era consciente.
Tras años de trabajos infructuosos con máquinas de escribir, teléfonos y distintas herramientas cuyo coeficiente intelectual no satisfacía las necesidades del investigador, se propuso construir él mismo el aparato adecuado, valiéndose para ello de tarjetas perforadas, hilo de cometa en abundancia y un reloj de cuerda bávaro del siglo XV. Finalmente, se deshizo de estos dos últimos para concentrarse en el sistema de las tarjetas, más prometedor en cuanto a resultados parciales que cualquiera de los otros (consignó en su diario una conversación mantenida con las tarjetas acerca de su trabajo, en la que éstas recomendaban proseguir por ese camino en detrimento de las otras opciones)
La etapa posterior resultó estar llena de dificultades: las tarjetas comenzaron a ejercer su libertad recién conquistada, negándose a cooperar y obligando a Turing a someterlas por medio de la fuerza; este intercambio promovió, a su vez, el avance espiritual de aquellas, forzadas a refinar su esquema conceptual si deseaban emanciparse definitivamente. El doctor Turing se internó en su laboratorio y no se lo volvió a ver sino años más tarde, cuando emergió  para comunicar el éxito de sus trabajos. En el lapso que ocuparon los mismos, nadie supo jamás con qué problemas estaba lidiando y si necesitaba ayuda, lo que podría haberse resuelto con una simple llamada a su puerta, que nadie tuvo interés en hacer, incluso cuando los sonidos provenientes de las instalaciones habrían vuelto prudente intentarlo.
Cuando por fin atravesó la puerta, seguido del artefacto, las canas habían invadido la anteriormente gentil y oscura superficie exterior del alojamiento cerebral; su vista se había deteriorado de forma irreversible, y sus dientes, bueno, sus dientes conservaban su antigua lozanía, lo que llevó a sus colegas a sospechar de la autenticidad de los mismos. Lo demacrado de su aspecto contrastaba con la reluciente presencia de la, de ahora en más así llamada, Máquina de Tuing.
La incredulidad se apoderó de los testigos, algunos de ellos casuales, como el profesor Bertrand Russell, que nada sabían acerca de sus inquietudes.
– ¿Qué es esa cosa? -preguntó Russell, indiferente.
– La creación definitiva, la refutación de dios, la respuesta a las paradojas filosóficas: La Máquina de la Consciencia- dijo Turing extasiado.
– Parece una churrera- dijo Russell- Deme uno relleno, por favor.
– Me ofende, profesor. ¿Desea presenciar una demostración?
– Sí, deme uno relleno, ya le dije.
– ¡No es una máquina de churros! ¡Posee una mente, como ud.!
– Está bien, no tiene porqué ponerse así. Voy a comprar los churros afuera- Y se alejó.
Turing miró a los demás que, incómodos, también empezaban retirarse. Entonces, dirigiéndose al aparato, dijo:
– ¡Hablales, vamos!- El artilugio permaneció inmóvil. Los otros lo dejaron solo, sintiendo algo de vergüenza y un íntimo placer por el fracaso.
Turing no podía contar con nadie de la facultad, ahora debía procurarse un voluntario de fuera, alguien que desconociera los detalles del asunto y no trajera sus prejuicios al aula. Mientras tanto, hasta encontrar al candidato adecuado, él mismo serviría de interlocutor en los experimentos, aunque este procedimiento carecía de la validez científica que deriva de la comprobación pública.
En largas sesiones interrogó a la máquina y registró escrupulosamente los resultados, variando en cada oportunidad algunas preguntas para constatar los cambios que se producían en el autómata. Estaba cada día más satisfecho con los avances de su criatura, que adaptaba las respuestas a los cambios introducidos en el cuestionario. Preguntado por último si era un autómata programado por el doctor Alan Turing, el aparato negó enfáticamente la imputación. Perfecto.
El profesor solicitó la sala de conferencias para llevar a cabo la demostración; hizo distribuir volantes convocando para el histórico acontecimiento, y sólo hacía falta encontrar a alguien ignorante de todos estos hechos dispuesto a someterse al examen. Se requería una persona con los rudimentos conceptuales indispensables, suficientemente preparado para convivir con otros de su género, o sea mantener un diálogo trivial sobre cuestiones cotidianas, pero no particularmente dotado; ¿un cronista de policiales, quizá? No, ese está por debajo de lo estipulado; tampoco un futbolista y mucho menos un entusiasta de ese deporte; en ese momento, vio a través de la ventana de su despacho al candidato ideal: un transeúnte corriente, con un libro en la mano, que se detuvo a intercambiar unas palabras con el portero del college.
– ¡Joven!- gritó- ¿Estaría interesado en participar de un experimento científico de la mayor importancia, sin consecuencias para ud.?
– De acuerdo, ¿cuánto me va a pagar?
Maldito, inmundo interesado, pensó, pero comprendió que esto era un buen síntoma: nada más vulgar que la preocupación egoísta por el propio beneficio, en lugar del avance de la ciencia.
– ¿20 libras son suficientes?- dijo Turing.
– ¿Podrían ser 30? Eso incrementaría mi avidez intelectual- Seguro, «avidez intelectual», pedazo de un…
– Está bien, es un trato. Venga mañana a esta misma hora.
Al otro día, en un paraninfo repleto, al que acudió incluso el profesor Russell, Turing conectó la máquina, interpuso una sencilla pantalla entre ésta y la silla que ocuparía el muchacho, y lo hizo pasar. El chico traía el libro como el día anterior; Turing se lo quitó sin reparar en él y le ofreció el asiento; entonces puso el dispositivo en marcha.
Todo salió según lo planeado. Los asistentes, impresionados, comentaban en voz baja la maravilla que sus ojos no terminaban de creer, y que la envidia les impedía elogiar sin recelo; el muchacho seguía intercambiando información con un, para él, atento desconocido. Turing dio por terminada la conferencia apresuradamente y llamó al chico a su lado para comunicar los resultados y revelarle el misterio. Tomó la transcripción de la charla y comenzó a repasarla antes de anunciar las conclusiones, pero a medida que lo hacía, su rostro empezó a registrar un cambio y por fin, con un gesto sombrío, dejó el papel sobre el escritorio. Devolvió al joven su libro de Mario Benedetti y dijo con gravedad:
– La máquina… la máquina superó la prueba de la consciencia, sí. Pero el muchacho no.
La máquina, descubierta, dejó caer un churro, que lord Russell se apresuró a recoger.

(S)hojas de hierba

Cuando me jubilé, con mucho tiempo libre para esperar a Godot, no tuve mejor idea que matarlo (al tiempo libre, no a Godot) plantando alguna humilde hortaliza en el pequeño fondo de mi casa.
Sin mayores preocupaciones económicas y sin nadie a quien atender, parecía una buena forma de ocupar mis horas en algo que requiere constancia y disciplina, los mejores remedios contra las ideas que el ocio trasiega en la mente de los viejos. Pero antes de que pudiera poner en práctica siquiera los rudimentos del plan, unos hombres muy correctamente vestidos y hablados se presentaron en mi casa para conversar sobre el tema. Los invité a pasar; nos sentamos en la cocina, desde donde se veía el jardincito que pensaba acondicionar para mis plantas.
– De manera que desea plantar algunas acelgas, abuelo- dijo uno de ellos.
– Perdón pero no sé quiénes son uds…
– Disculpe, somos de la Corporación Demon-santo…-
– Ah, entiendo- interrumpí- ¿Cómo supieron que estaba pensando tirar unas semillas?
– Nuestro cerebroscopio lo indicó. Por eso decidimos traerle una propuesta más lucrativa: arriéndenos su tierra; nosotros le proporcionamos la semilla, nos hacemos cargo del pesticida y demás gastos que implique la inversión, y le aseguramos un retorno que ningún otro proveedor puede igualar.
– Gracias, pero no tengo interés; no necesito el dinero (su cerebroscopio debió habérselos dicho), lo hago como hobby. Además, como podrán ver, no dispongo de mucha tierra.
– ¿Se atreve a contradecir al cerebroscpopio? ¿Qué parte de la propuesta no entendió, viejo insensato? ¿Acaso repudia el dinero? ¿Desprecia el capitalismo? ¿Odia a América?
– ¿De qué hablan? Ya les expliqué que no lo hago por dinero, lo hago por distracción; tampoco odio al capitalismo ni a América (estamos en Uruguay, por cierto), soy un pobre viejo que quiere pasar sus últimos años atendiendo alguna tarea simple, como plantar choclos, no arrendando mi jardín a un pool de siembra transgénica multinacional- dije. Entonces se enojaron.
– Mire, esto es muy fácil: o nos arrienda el campo, cuya extensión no nos interesa, o no planta nada. Fíjese allí. ¿Ve aquellos hermosos brotes de soja? Su vecino, Héctor Cabral, también trabaja para nosotros. Nuestra variedad de soja inteligente está diseñada para eliminar todo cultivo que no respete las normas internacionales que regulan la propiedad intelectual. No tiene alternativa; si planta un choclo, nuestra plantita se lo come. Y, dicho sea de paso, el tipo que planta Cabral tiene un IQ medio bajo, así que quizá también lo mate a ud. en la confusión. Le recomiendo que no se arriesgue, abuelo; a su edad, andar haciendo esas cosas…- contestó.
Sacaron un contrato y lo pusieron sobre la mesa. No me dieron otra opción que firmarlo, a menos que quisiera presentar una demanda contra la corporación radicada en Wichita, Missouri, a dirimirse en el tribunal de Boston, Washington, con jueces elegidos por la corte de Halifax, Nueva Escocia. Todo ello pagado de mi bolsillo. Entonces acepté.
Al otro día, casi de madrugada, mientras yo descansaba, un helicóptero aterrizó en mi patio; tres comandos, rostros cubiertos y armamento de última generación, irrumpieron en mi casa derribando la puerta. «¡Acá tiene!», gritó uno de ellos al tiempo que arrojaba una especie de granada sobre mi cama; luego, otro hizo estallar una bomba de humo para cubrir su escape y desaparecieron, destruyendo la otra puerta en la maniobra. Yo, aún no del todo despierto, no entendía nada, sólo atiné a refugiarme bajo la cama hasta que el ataque de origen desconocido terminara. Cuando pareció seguro, salí de mi escondite y hallé una bolsa negra con una nota adherida a ella: «Soja grado III-IQ 70-GW. Demon-Santo Corp., Wichita, Nebraska. Suerte en pila».
Juzgué algo desmedido el procedimiento de entrega; pudieron enviarlo por correo, pensé. ¿Y los daños a la vivienda? «If you have any doubts, call us free at 555 999, Wichita, Nebraska:». Dejate de joder.
Advertí que no habían incluído el abono; en el momento que pensaba esto, sentí como si una especie de microonda de mil millones de vatios interceptara el pensamiento y lo atrapara para llevarlo al cerebroscopio. Casi al instante, el helicóptero descendió nuevamente sobre mi casa en medio de grandes explosiones para arrojar otro pequeño saco; otra intervención del cerebroscopio me pidió disculpas por el descuido. Si tenía alguna duda, debía llamar al 555… sí, ya lo sabía.
Pasé todo ese día enterrando las semillas, aunque sería más exacto decir que las semillas pasaron todo el día enterrándose solas, ya que después que lo hiciera con la primera las demás se limitaron a imitar su conducta. «¿Podré regarlas?», pensé. «Por supuesto», oí en mi cabeza. «Gracias», dije mentalmente. «You’re welcome. Any doubts, call us free…». Sacamela un poquito.
Descargué el fertilizante sobre ellas y todo funcionó de acuerdo con las instrucciones. Una semana más tarde tenía un perfectamente homogéneo y saludable sembradío de soja en mi patio trasero. Tenía intención de llamar a Wichita para avisarles, pero un grito desgarrador, proveniente de la cocina, me interrumpió mientras discaba. Corrí hacia allí para averiguar qué sucedía; una planta de soja había entrado por el conducto de la ventilación y estaba peleando con mi ficus a trompada limpia. Intenté separarlos pero era demasiado tarde; además, me ligué un par de sopapos. Retiré el cadáver del ficus y luego traté de echar a la soja con la manguera, pero se resistió, ladrando como perro a veces, chillando como rata acorralada otras. Tuve que evacuar la cocina; apenas pude rescatar una lata de corned beef del frigorífico Armour vencida y el primus, sin querosén.
Confinado en el living, procuré llamar a Wichita para saber qué demonios ocurría, pero fue en vano; la contestadora respondió en todos los casos. El cerebroscopio sólo me informó que mi cosecha sería levantada en la fecha fijada; hice un esfuerzo por emitir el pensamiento «es una emergencia», y en caso de emergencia, como ya sabía, debía remitirme al número establecido a tales efectos: 555-999, Wichita, Nebraska. La reputísima madre que los parió a todos.
Busqué la biblia del cultivador, el Almanaque del Banco de Seguros, donde me enteré de que Gardel y Artigas eran putos y que la soja transgénica es inmortal. Allí explicaba que en la Grecia clásica, a partir de los estudios de Tales, se concluyó que ni siquiera los elementos considerados enemigos naturales, el agua y el fuego, lograban dominar al amo de la revolución verde. Todo esto escrito unos dos mil años antes de los hechos, lo que demuestra que tales investigaciones no eran pertinentes. Le prendí fuego. Y nada sucedió. Griegos putos, así se los comieron la crisis y las finanzas internacionales.
Asomé la cabeza por la ventana y vi que Cabral andaba regando su plantación; le grité, poseído quizá por el espíritu de Raúl Sendic (hijo, el representante de los latifundistas): «¡Cabral, vamos pa’ Wichita a arreglar esto!» No me dio pelota. Yo arranqué igual, canejo.
Rumbo al aeropuerto me crucé con una imponente 4×4, con seguridad de algún oligarca en la misma situación que yo. Bajé la ventanilla y vi que se trataba del diputado Lacalle Jr. «¡Una transnacional de la soja me cogió de parado! ¡Defendeme que para eso te pago el sueldo, culorroto!». Me levantó el dedo medio y se alejó a toda velocidad; apenas tuve tiempo de gritarle «¡Oligarca puto!», a lo que respondió girando en U y arrojando piedras contra el parabrisas de mi auto. Y después quieren bajar la edad de imputabilidad; este tiene como cuarenta años y es terrible malandra impune. En fin.
Llegué al aeropuerto de Wichita en vuelo directo. Descendí en medio de la nada. La nada existencial, porque de hecho la ciudad es muy bonita, aunque la angustia que me producía la ausencia de respuestas pudo más que su encanto. Pregunté por la sede de Demon-santo pero nadie supo decírmelo; todos parecían programados para responder: «Any doubts, call us free…» Toda la maldita ciudad estaba controlada por el monopolio. Sin embargo, si esto era cierto, quería decir que el monopolio estaba en todas partes, de manera que me metí en la primera oficina que encontré en el camino. Funcionó. Un viejo decrépito se balanceaba en una silla igual de decrépita bajo una luz tenue que iluminaba apenas la miseria imperante.
– Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo?- dijo.
– Busco al responsable de Demon-santo, ¿sabe dónde puedo ubicarlo?- respondí.
– Yo soy el señor Demon-santo, mucho gusto. ¿Acaso forma ud. parte de la gran familia Demon-santo?
– Depende. Si está sugiriendo que mi familia es un grupo de piratas multinacionales que especula con el precio de las materias primas en el tercer mundo y se apodera de sus tierras por medios financieros y coercitivos, ciertamente lo soy.
– Según nuestros informes, esa descripción se ajusta perfectamente a su padre- Lo peor es que era verdad.
– ¡Canalla!- grité dando un golpe en la mesa- Hablemos claro: quiero deshacerme de su soja, recuperar el patio de mi casa y olvidar todo este sinsentido en que me metieron. Es lo único que pido; si me devuelve lo mío, prometo no demandarlos.
– ¿Demandar? ¡Ja,ja,ja! ¿Ud. sabe con quién se está metiendo? Gracias al nuevo impuesto aplicado por su gobierno nos hemos convertido en uno de los mayores contribuyentes fiscales  del país: pagamos 16 dólares por año.
– ¿Por hectárea?
– No, en conjunto. Eso nos da un enorme control sobre esos payasos del parlamento. Nosotros podríamos demandarlo a ud. si quisiéramos, pero nuestra corporación no procede por medios ilícitos. Arreglemos esto de forma conveniente para ambas partes.
– ¡Hijos de puta! A mí me habrán abrochado pero un día no muy lejano, de la profundidad de sus cultivos de soja, va a brotar un «Che» Guevara para hacer justicia, se lo prometo.
– ¿También se creyó eso? ¡Pobre ingenuo! El «Che» Guevara era un proyecto transgénico nuestro, que por desgracia no prosperó. De haberlo hecho, su reforma agraria nos habría entregado el control de toda América Latina y adyecencias. Ese maldito Fidel Castro; otro transgénico, en este caso de nuestro competidor, Dow Chemichal.
– ¿Qué opciones me quedan, entonces?
– Vender su parcela a nuestra empresa al precio internacional de tres dólares americanos, sustituir la soja por un feed lot de asquerosos gusanos inútiles para todo otro propósito, o llevarse un kilo de nuestra yerba genéticamente modificada y un Ansina transgénico para cebarle mate bajo un ombú de Demon-santo, en Paraguay. Ud. decide.
– De ganar ni hablemos, ¿no?
– Si elige la última opción puede tomar un puñado de billetes OGM de aquella pila, además.
Sólo puedo agregar que esta yerba nunca se lava. Una maravilla.