Precursores ignorados por la historia

La curiosidad científica, combinada con la más absoluta ignorancia de sus métodos, puede resultar más perjudicial que tratar de domar una moto como si de un pingo se tratase. No siempre la audacia creativa conduce al descubrimiento paradigmático, como descubrió, paradójicamente, nuestro personaje de hoy.

Adrián Longexposure nació, creció, (apenas) se educó y feneció en las proximidades de una humilde vivienda de Margat, Texas. Hijo de un padre adicto… a la divulgación científica, y una madre bruta pero comprensiva hacia las excentricidades de los varones de su casa, Adrián comenzó a adquirir los rudimentos del conocimiento a edad muy temprana. Y allí se detuvo.

Su padre sentía gran aprecio por la hipótesis de Gaia, la idea de una interacción universal que actúa a todos los niveles para mantener la vida en el planeta, con la que entró en contacto a través de una revista norcoreana ingresada, a su vez, de contrabando por un marino procedente de esta próspera y comunista nación.

Adrián adoptó la idea para sí (el comunismo norcoreano, no la hipótesis sobre la Tierra) pero pronto sufrió una decepción cuando el líder supremo de su patria declaró contraria a la ideología oficial toda teoría no emanada de sí mismo. A pesar de ser un gran cerebro límbico en sí mismo, Kim-Song-Sing era excéntrico en extremo a propósito del origen de la vida y del propio universo, temas sobre los que sostenía una opinión ortodoxa en su tierra: ambos habían sido concebidos en Norcorea, mientras que Norcorea debía su existencia a Kim-Song-Sing I.

Pero detengamos estas digresiones. Alentado por su padre, quien para entonces ya no estaba en condiciones de realizar experimentos por sí mismo, Adrián se propuso probar el movimiento, y por consiguiente la vida orgánica, de una piedra. No, no leyó mal: el tipo creía que las piedras se desplazaban por iniciativa propia, pero a distancias imperceptibles para la escala humana, de manera que una observación consecuente demostraría la traslación del sujeto.

El experimento, entonces, consistía en tomar una fotografía de exposición sumamente prolongada, de modo que fuera capaz de registrar el movimiento sugerido por la hipótesis. Longexposure obtuvo una película de baja sensibilidad (1 ISO), un bípode (o trípode de dos patas) una cámara Ni-kon-Ni-sin (norcoreana), ajustó las condiciones de luz ideales, ajustó los parámetros de la cámara y liberó (según su terminología) una piedra delante del instrumento óptico. Luego se sentó junto a la cámara, a fin de controlar el ambiente bajo el que se realizaba el experimento, y no volvió a moverse de allí. Tampoco la piedra.

Los años pasaron y Adrián entró en crisis; aún creía que la idea era correcta, sólo bastaba determinar el tiempo que le llevaba desplazarse al ser de silicio, acerca de lo cual no tenía ningún indicio. El Estado le procuró una pensión para que sostuviera el experimento, pero los sucesivos cambios de gobierno, junto con los vaivenes de las relaciones con Norcorea, hicieron que se le quitara a los 63 años (de estar junto a la cámara, no de vida)

Adrián Longexposure murió a la provecta edad de 107 años, sin haber conseguido su objetivo. Fue enterrado, junto a su cámara, bajo el asiento que había ocupado durante todos esos años. La piedra, tan pronto se vio liberada de la presencia de su acosador, echó a correr con todas sus fuerzas. Se desconoce su paradero.

Laica, gratuita y obligatoria

Lucas es un nene bastante callado, siempre lo ha sido, desde el jardín. Su pelo rubio, sus ojos celestes y sus rasgos atractivos no funcionan como elementos para favorecer la comunicación, algo que intriga a los padres y al propio psicólogo de Lucas. Cursa tercer año de escuela con un grupo que no ha cambiado desde primero, y, sin embargo, continúa tan silencioso como si acabara de incorporarse a la clase. No parece más inclinado a tratar con unos niños que con otros, lo que sugiere que el fenómeno no tiene origen en los individuos concretos que lo rodean. Lucas, sencillamente, no habla.

La maestra, aconsejada por los expertos en pedagogía, no insiste en dirigirle la palabra, esa peligrosa navaja con que podría cortar la participación de Lucas en las actividades regulares. Porque, a pesar de su condición, es un buen estudiante, un muy buen estudiante, que se destaca en las áreas cognitivas que no requieren de trato verbal. Parece disfrutar con las matemáticas y las ciencias empíricas, y parece disgustarse con los ejercicios de idiomas, redacción y cosas por el estilo.

Los otros niños, al principio, le tiraban chumbitos, lo molestaban, lo trataban como a un igual algo apagado e intentaban encenderlo, pero cuando vieron que no sucedía, desistieron y dejaron a Lucas apartado, en su espacio libre de intrusiones verbales. Lucas no sintió la ausencia, así como antes no había sentido la presencia de un entorno construido con enunciados y oraciones.

A mediados de julio, en clase de historia, llega el momento de tratar la baja Edad Media, los siglos oscuros. Nadie presta atención a la maestra mientras expone las ideas tempranas del paganismo, hasta que, sorpresivamente, Lucas se para de su asiento y suelta un discurso inesperado sobre las raíces arias, la pureza racial y el pangermanismo prontos a realizarse sobre las tierras infieles. Luquitas es un criptonazi.

El escándalo se desata en la escuela; Lucas es expulsado hasta que se presenten sus padres, quienes con seguridad tendrán mucho que decir sobre el episodio nacionalsocialista de su hijo; convocan al psicólogo que lo atiende habitualmente para que explique qué síntomas había dado el niño antes del día fatal, y alguien llama al consejo de educación primaria, que envía un especialista en conflictos raciales para observar lo que ocurre. La maestra es separada del cargo e investigada por presunta instigación al odio, pero no se prueba ninguna vinculación y la vieja, tan desconcertada como los demás, vuelve a enseñar el paganismo primitivo.

Lucas, por lo visto, ha forjado sus ideas supremacistas durante todo ese tiempo de enigmático silencio, y no debe nada a nadie en cuanto a sus preocupaciones por la infiltración comunista y el avance del sionismo, destructores de los valores occidentales. Entonces lo llama el director de la ANEP, interesado por el caso del «niño nazi espontáneo de Montevideo», como se conoce la historia de Lucas en la prensa internacional.

El director empieza a interrogarlo calmado, con el tono profesional de quien digiere situaciones de ese tipo con el café con leche y los bizcochos de todos los días:

– Lucas, a ver, ¿vos creés de verdad que hay una conspiración judeo-comunista para dominar el mundo?- El niño asiente con la cabeza.

– ¿Estás convencido de que las finanzas están controladas por judíos que corrompen las creencias tradicionales en el trabajo y la familia de nuestros pueblos?- Lucas vuelve a asentir en silencio.

– ¿Y creés también que si el espíritu blanco no se levanta para enfrentar esta amenaza bolche-afro-judía, todos las conquistas de la Europa blanca están en riesgo de desaparecer?- El niño aprueba con el mismo gesto de siempre.

– Bien, entonces -dice el director- llevate estos folletos y libros, leelos tranquilo y vení la semana que viene, que tenemos mucho que conversar. No le digas a nadie que tuvimos esta charla, que quede entre nosotros, Luquitas, amigo. Y si alguien te encuentra los libritos, le decís que te los dio un hombre raro en la calle, ¿de acuerdo?- Lucas vuelve a responder con la cabeza y se retira con la mochila llena de material didáctico.

Pasa una semana exacta antes de que el consejero vuelva a ver a Lucas y su cabeza rapada, una semana en la que el alumno destacado lee con gran interés un montón de páginas maravillosas sobre las que está listo para responder minuciosamente si es consultado.

– Luquitas, qué alegría volver a verte. Qué orgullo para nuestra raza que, en estos tiempos de relatividad y mentira, un párvulo, una criatura inocente, sea capaz de captar el significado de esas grandes tradiciones que son la familia, la patria, la sangre, qué carajo… – pero, cuando el consejero se dispone a revolear el poncho herrerista que disemina los altos valores del cristianismo telúrico al viento, el niño extrae de su mochila un fusil AK-47 y, sin articular ningún sonido, descarga toda la munición que aloja y vuelve a sentarse en silencio, como todos aquellos años.

Noche de paz, noche de revolución

-… y este cable de acá no sé de qué es.

– Ese cable era de un timbre que estaba en la portera, colocado en la época en que los tupamaros tomaban las radios. Es más, recuerdo una historia que lo involucra…

***

El timbre de los tupas no había había sonado ni una vez desde que se instaló. Los gurises del barrio no se atrevían a tocar el timbre de los tupas, ya que, aunque no comprendían su significado, sabían que se trataba de algo serio. Ningún adulto, en ninguna circunstancia, habría tocado el timbre de los tupas, por supuesto. Los tupas no parecían muy inclinados a tocar un timbre destinado a anunciar su presencia, de modo que, aunque hubieran estado relevando la zona para una operación en algún momento, habían evitado presionar el botón. Por todo eso, los días en la casa trascurrían sin sobresaltos, y ya nadie en la familia prestaba atención a la campana ubicada al costado de la puerta.

Esa noche el viejo estaba tomando un plato de sopa desprendido del puchero del mediodía; el televisor obturaba imágenes de los asaltos cometidos, precisamente, por los tupas; los más chicos, yo entre ellos, ya se habían acostado, y los demás se preparaban para hacer lo mismo, cuando la campana comenzó a sacudirse con fuerza, reclamando atención como un bebé hambriento en la madrugada. Los tupas habían llegado.

El viejo se mantuvo calmado, pero caminó hacia el teléfono pensando en llamar a la policía, quien a su vez daría cuenta a las fuerzas armadas (como si ellos no lo estuvieran) y estos procederían a emboscar a los tupas en la calle sin salida. Los abatirían sin hacer preguntas ni tomar rehenes, puesto que se trataba de un grupo marginal, a juzgar por la torpeza con que procedían. Pero el viejo no hizo nada de esto; la curiosidad pudo más y salió a abrirles la portera.

– Yo ser encargado de este lugar, tú… tupa. No poder traspasar esta puerta- dijo el viejo.

– Primero, hable bien; segundo, no somos tupas, somos chinos. Pensamos que este timbre era para alertar de la presencia de tupas, justamente.

– Ud. no parece chino, tiene rasgos occidentales, le diré. Debe ser un tupa encubierto.

– No sea bruto, hombre: somos chinos, maoístas, guerrilleros campesino-proletarios que nos oponemos a la concepción foquista tupamara pero mantenemos la organización partidista leninista.

– Ah, mirá… ¿quieren pasar?

– Como querer… pero nos siguen unos tupas, por eso tocamos el timbre. ¿Llamó a los milicos?

– No, no. ¿Uds. quieren usar el teléfono? Vengan, pasen.

– De acuerdo.

El líder de los chinos era un tipo de aspecto muy burgués para ser integrante de una facción subversiva, y eso inspiró confianza al viejo. No tenía barba, no usaba boina, no hablaba de liberación nacional a menos que se le preguntara al respecto y, por lo demás, resultaba de lo más educado. Hasta podía entregarles el control de la radio si se lo pedían. Los invitó con un plato de sopa, que aceptaron, mientras discutían con el viejo sobre la revolución china, el presidente Mao, la Larga Marcha, el Kuomintang, el conflicto sino-soviético y tantas otras cosas. Después de cenar sirvieron el café, pero cuando estaban por sentarse de nuevo, sonó el timbre de la portera. Los chinos agarraron con rapidez sus fusiles y adoptaron posición de combate, pero el viejo los tranquilizó; ya había salido una vez a dialogar con ellos, haría lo mismo con los tupas y los disuadiría de tomar la radio. Caminó los cien metros hasta la entrada y se encontró con un muchacho joven, este sí barbado (y bárbaro) que no le dio oportunidad de explicarle la situación; lo empujó con su arma y detrás de él pasaron unos ocho o diez tupas más. El viejo entró primero en la casa, por lo que los chinos pensaron que todo estaba en orden, y cuando ingresaron el resto de los terroristas, los orientales ya habían bajado sus armas.

Sin embargo, los tupas se revelaron en realidad como bolches, bolches que agitaban su propaganda en los lugares de trabajo y no se proponían tomar la radio o instar a la sublevación armada. Vieron el café sobre la mesa y pidieron permiso para tomar una taza (había varias servidas para los chinos, que no habían tenido tiempo de beberlas) desplazando al grupo anterior de su lugar. Pronto estuvieron todos discutiendo las condiciones de la liberación y los méritos y errores de las distintas estrategias; las armas quedaron a un lado, descuidadas. El discurso de un bolche sobre la necesidad de priorizar la consciencia del proletariado urbano fue interrumpido por el timbre, más activo esta noche que en toda su vida al servicio de la patria.

– Vamos, son los tupas- dijo un chino.

– No, uds. quédense quietos, hay que aplicar una táctica de masas, compañeros- dijo el bolche que no había terminado su exposición.

Pero el viejo los puso a todos en su lugar invocando su condición de anfitrión, que le valió la designación, previa asamblea popular (1), de mediador con los tupas. Una vez más, salió a atender el timbre.

– Somos tupas, parece que pusieron un timbre para nosotros- dijo su cheguevárico representante.

– Así es, pero, por desgracia, ese instrumento ha sido objeto de abuso por parte de maoístas y bolches; lamentablemente, ya no puedo ocuparme de uds.

– Ud. no comprende lo delicado de su situación, compañero. Venimos a liberar la radio, no lo vamos a lastimar, ud. y su familia pueden irse.

– ¿Y qué va a pasar con mis amigos, los chinos y los bolches? Al diablo mi familia- respondió el viejo.

– Ambos practican el centralismo burocrático, no confíe en ellos. Tarde o temprano van a recibir órdenes de liquidar al otro grupo, a ud., y tomar la radio, y no van a poder rechazarlas. Ud. es boleta, hágame caso.

– Está bien, pero primero venga conmigo y tómese un café con nosotros, que estamos pasando muy bien.

Allá arrancaron, y, como quien no quiere la cosa, los tupas entablaron relación con los chinos y los bolches, y la reunión se extendió hasta la madrugada en un clima de camaradería revolucionaria ejemplar. Mas esta imprevista tregua en la lucha no duró demasiado, dado que los milicos, advertidos por algún vecino indiscreto y sin siquiera tocar timbre como los demás, cayeron para liberar a mi familia, pero descubrieron una conspiración subversiva de dimensiones inimaginables: ¡todas las facciones colaboraban!

Esa noche, cuando se lo llevaron, fue la última vez que vi a mi viejo, aquel que tanto me había enseñado sobre la libertad y la necesidad de defenderla del ataque rojo.

(1) Primera aparición, espontánea, en la historia nacional, de este colectivo ultraizquierdista.