Schmidt, una historia de deporte

Schmidt se puso la camiseta con una rápida sucesión de movimientos, terminó de atar los cordones de los botines y se calzó, por último, los guantes, antes de disponerse a encabezar a sus compañeros a través del túnel. Dijo unas palabras, como siempre; él era el gran Schmidt y aquella era la final por la que había hecho los mayores esfuerzos en su vida, desde dejar de comer chocolatines de superhéroes a los once años, cuando un entrenador le señaló el futuro problema de sobrepeso, hasta abandonar a su prometida en el altar el día del casamiento, cuando otro entrenador, ya en la era profesional, le indicó la inconveniencia de aquel paso en ese momento de su carrera. Y vaya carrera había tenido Schmidt: debut en primera a los quince años, con actuación sobresaliente; convocatoria a la selección a los diecinueve, con resultados históricos; seguidilla de campeonatos obtenidos con su club y consagración definitiva ante la prensa especializada. Su padre, que jamás se había sentido orgulloso de estos logros, lloró cuando Schmidt le dedicó el premio al portero del año desde el escenario del principal periódico del país. Luego arrojó la estatuilla a la basura y jamás volvió a hablar con su padre. La integridad del ídolo quedó establecida para siempre cuando sus compañeros aceptaron un soborno para perder un partido cuando su equipo ya estaba desahuciado; Schmidt se negó a entrar a la cancha y los denunció públicamente; como resultado de su acción, todo el plantel fue despedido y suspendido del fútbol, y Schmidt recibió como recompensa el dinero del soborno, que donó a una institución dedicada a la promoción del fair play y la nutrición de koalas carentes de eucaliptus en Borneo. El incorruptible Schmidt, el que fue designado luego del incidente para encargarse de las nuevas contrataciones y desestimó los méritos deportivos para exaltar las virtudes morales de sus compañeros, y con ese plantel consiguió un torneo internacional de pelota vasca, pero conservó la dignidad y honradez de su club para futuros proyectos, proyectos que él mismo tuvo el honor de encabezar.
El equipo salió a la cancha bajo una ovación interminable de su parcialidad, la que, de local, anulaba por medios físicos y metafísicos la presencia de la hinchada rival. Toda la cancha estaba cubierta de banderas de un solo color, río intemporal sin desembocaduras, sustancia futbolística pura sin contaminar, marea incontenible de pasión inundando de alegría la piscina verde donde Schmidt nadaba cual tararira en laguna cortada. Schmidt el de la hazaña diez años atrás, cuando atajó quince penales mientras sus compañeros se dedicaban a malograr igual cantidad hasta que un chico discapacitado, en muletas y dejando una hilera de baba desde el perímetro del área hasta el punto penal, anotó desatando la furia de su botín sin miembro vivo que lo sostuviera; Schmidt el de la gran batalla contra el Charles Bronson Clube do Sporte, en la que desplegó mayores destrezas de combate que habilidades propias de su puesto, y logró sacar a sus amigos de una trampa mortal tendida por los torcedores con la complicidad de la policía estadual y la federación mafiosa comandada por un ex futbolista de color, adicto a la publicidad y el dinero mal habido.
La cancha rugía y el árbitro no se atrevía a llevarse el silbato a la boca para liberar las emociones patológicas que embriagaban a la masa anestesiada de balón, pero al fin, tras casi media hora de indecisión, debió hacerlo debido a las amenazas externas y al puño enfurecido del gran capitán, que no lograba someterse a la mediación regulada por el proceso cognitivo e increpaba sin misericordia al indefenso proveedor de justicia. Éste pitó por fin, para dar vía libre a los más inconfesables y temibles sentimientos, esos mismos que había pretendido contener con su inútil acto de insubordinación a las reglas internacionales del balompié asociado, y cuya tenebrosa sombra de poderes ocultos veía ya abalanzarse a sus espaldas en forma de comentaristas indignados y contratistas corrompidos por transacciones millonarias y divisas truculentas con olor a vendetta y narcotráfico.
La partida se mostraba favorable al conjunto local, pero de pronto, tras una extraña situación de empoderamiento por parte del visitante, éstos comenzaron a acosar al gran Schmidt, lo que provocó la ira de los simpatizantes mayoritarios. El portero pedía calma ya que con enorme solvencia diluía los embates y no deseaba arriesgar una sanción extradeportiva, pero los parciales tampoco conseguían dominar sus accesos límbicos y se dejaban arrastrar a la barbarie. La catástrofe se postergó cuando el local abrió el marcador en un confuso episodio de avalancha sobre el arco contrario que derivó en la fractura múltiple del arquero y la contusión definitiva de uno de los defensores, hecho que quedó impune. El técnico realizó dos cambios obligados; sorpresivamente su formación cobró nuevos bríos, y atentó en reiteración real contra la portería de Schmidt, que por fin cedió, y se fueron al descanso igualados.
El arquero dijo unas palabras evocadoras, apelando al esfuerzo colectivo y la tradición invencible de que habían hecho gala hasta la final, y luego de orinar furiosamente fuera del inodoro, regresó junto con sus compañeros al field. Corrieron los minutos más que los protagonistas pero el marcador permaneció inmóvil, tan inmóvil como el niño, mascota del equipo rival, víctima de una brutal e injustificada agresión que lo hizo desaparecer en medio de una tribuna que lo recibió como el mar embravecido al marino con chancletas de goma. El árbitro no daba crédito a sus ojos al presenciar el violento rapto, y los gestos de los energúmenos que la consumaran lo obligaron a restringirse a su humilde aunque peligrosa tarea de administrar buen juicio en medio de la irracionalidad extrema.
Faltaban pocos minutos cuando el infortunio se deslizó bajo los inexpugnables guantes del gigantesco Schmidt, que respondió con una pobrísima defensa a un vergonzoso disparo de 35 mts., que ni siquiera tuvo el decoro de levantar las redes. El ejecutor, más sorprendido que nadie, descubrió íntimamente al instante la naturaleza de su terrible error, y suplicó patéticamente al árbitro que anulara la conquista, que estaba viciada de nulidad y, a pesar de que el de negro tendía a estar de acuerdo, sabía que semejante infracción desataría una masacre, por lo que, en contra de sus más profundas convicciones, convalidó el totalmente legítimo tanto.
La tribuna comenzó a entonar antiguos cánticos de muerte y venganza, pero poco a poco su ánimo cambió y los insultos se dirigieron al intachable Schmidt. «Puto», «Chupapija», «Hijo de una horda vikinga de putas» y toda una amplia escala de palabras jamás oídas entre aquellas paredes fueron descendiendo desde las gradas hasta alcanzar al patriarca, que no obstante su conocida y probada entereza, sintió un doloroso calambre en su interior, que no procedía, como puede suponerse, de un intestino desbordado sino de un frágil corazón incapaz de admitir un fracaso que el mundo no consideraba posible. «¡Cagón!», «¡Pedazo de un sobapene!», «¡Grandísimo hijo de la reputísima concha de tu recontra puta hermana!», «¡Brisco de mierda!»; cada palabra socavaba un poco más el vínculo indestructible establecido entre el ídolo y su cohorte, y algo se rompía dentro del frágil portero cuyas manos supieran atenazar la esperanza de las multitudes bestiales y que ahora las había dejado escapar con la misma torpeza que ese escurridizo balón que sollozaba sin comprender en las mallas adormecidas.
Quedaban unos minutos, todos pedían al cielo que se produjera el empate, árbitro y autoridades principalmente, todos excepto el abatido Schmidt, que ya no tenía asiento en el futuro, que habitaba la tumba desde el minuto de la desdicha; pensó fingir una lesión y pedir el cambio, pero entendió de inmediato que ya había salido de la cancha más importante, la del respeto y la devoción de sus fanáticos, que ahora lo denigraban hasta desnudarlo bajo los tres palos, convirtiéndolo en una atorranta que baila abrazada a un caño por una mísera moneda del antiguo caudal de admiración, y Schmidt se tiró al piso llorando mientras las injurias lo alcanzaban como proyectiles dirigidos a su sensibilidad, pero también había proyectiles materiales que lo herían con severidad en el cuerpo y destrozaban esos mismos miembros que habían conjurado infinidad de momentos críticos pero que ya no ofrecían ninguna resistencia a las hostilidades de la muchedumbre.
El árbitro sonó su silbato por última vez y huyó veloz hacia un vestuario que jamás alcanzaría; los jugadores rivales dejaron la copa y buscaron refugio tras unos escudos policiales incapaces de resistir; los compañeros de Schmidt se arrojaron a los fosos que rodeaban la cancha, pero el arquero, cuya sexualidad estaba en cuestión una vez más («¡Puto, puto, puto, puto!», coreaba el tumulto, incansable) agachó sumisamente la cabeza y dejó el estadio por la puerta principal.
En el auto lo esperaban su esposa y sus hijos, ella en el asiento del acompañante, los niños atrás, en silencio. Schmidt entró sin decir una palabra, intentando contener las lágrimas, confuso y aturdido por los gritos que aún llegaban a sus oídos o que se habían alojado en ellos, y se desplomó sobre el volante aferrándose a él con sus manos aún enfundadas en los guantes. Entre gemidos apenas contenidos oyó cómo su hijo mayor, codeando a su hermano, abría el maletín negro depositado en el asiento posterior.

Rituales

Sentado en medio de la ronda de hombres rudos, de rostros curtidos dibujados por el paso de los años, el niño mira inquieto a unos ojos que no le devuelven la mirada, perdidos dentro de sus propias divagaciones, indiferentes al ritual que cumplen sin necesidad de reparar en los procedimientos, para ellos redundantes. En cambio, el niño sigue con detenimiento cada acción, entre el asombro y el miedo, también cuando llega el turno de su padre, sobre todo cuando llega el turno de su padre, que lo trajo aquí esta noche para que se «haga hombre». No está seguro de querer serlo, no si implica la brutalidad y la inmundicia que sospecha en los espasmos de los rostros contraídos, en el sudor que recorre las arrugas como ríos anegados, en la suciedad de la bajeza compartida, en la sórdida comunidad de la que está obligado a participar. En su cabeza se agolpan las preguntas sin respuesta: ¿Qué clase de padre impone una conducta tan irracional? ¿Acaso no merece una explicación, al menos? ¿Está su madre de acuerdo? ¿Y a partir de ahora deberá repetir lo que haga esta noche para mantener su condición de hombre? Los otros hombres han de saberlo, ya que todos lo hacen con la naturalidad aprendida que procuran transmitirle. No sabe cómo cuestionar la decisión ajena, puesto que todos han pasado por este momento antes de confluir allí esta noche; se siente abrumado por la carga, incapaz de enfrentar la estatura gigantesca que alcanza la unanimidad que lo rodea. Es un ambiente que no admite miedos, la seguridad hecha carne, el cese de la palabra y el comienzo del acto; es una verdad inexpresada en su contacto primitivo con lo esencial, y entonces sus temores parecen provenir desde fuera, de otra parte, y por esa razón pertenecen a ese lugar. Pero ¿cómo evitar que el calor lo ciegue, que la humedad que presiente en el aire le corte la respiración? ¿Cómo conservar la calma que sus pares demandan, cuando no logra disipar la bruma que su mente proyecta sobre el hecho que está por suceder? ¿Puede, sin negarse a sí mismo, comportarse del mismo modo que los hombres cuya vida ha transcurrido realizando esta tarea para la que él es inocente? Trata de bajar la mirada como el resto, no sentir el peso de sus exigencias, retener los pensamientos antes de que se transformen en agitación visible, pero apenas lo consigue, nuevas inquietudes se abren paso hacia sus miembros y debe reemprender la batalla para contenerlas. No está seguro de su éxito, sólo puede contar con la apatía de los otros para que no adviertan su turbación. Sin embargo, también puede imaginarse, y esto le resulta más probable, que todos saben lo que siente en este instante, por lo que nada de lo que haga es capaz de ocultar sus sentimientos más íntimos. Puede sonar a paradoja, pero está convencido de que esos sentimientos más íntimos son propiedad común esta noche; todos los conocen, todos los comparten aunque no recuerden cómo se siente la primera vez, una marca demasiado lejana en el camino de su experiencia. La ronda avanza y hay pequeños gestos conciliadores a los que se aferra como salvadores, los atrae hacia sí, juega con ellos para sentirse cómplice y luego los deja ir para concentrarse en sus penas. Porque ya es una pena lo que tiene en su pecho en lugar del corazón, que palpita a un ritmo diferente, que bombea dolores a todo el cuerpo, dándole órdenes confusas que lo paralizan como a un soldado enviado a una misión suicida. Y vuelve a meditar sobre las sensaciones que se aproximan, sigilosas, inexorables, cromáticas. Cromáticas, sí, y también sonoras, y táctiles, calientes; un conjunto cerrado que no admite análisis, que disputan con su existencia el sitio del recelo. A su lado, su padre se recuesta satisfecho y él comprende que llegó su turno; es hora de cancelar las prevenciones y obrar con decisión. Entonces uno de los hombres vuelca su cuerpo sobre ella y, vaciando la caldera, entrega al niño su primer y más amargo mate.

Música de cañerías

Un hombre que se desempañaba como operador en canal 4 en el turno de la madrugada fue detenido luego de que, presuntamente bajo los efectos de estupefacientes, conectara su mp4 a la computadora desde la que trabajaba, sustituyendo la música soporífera por un feroz punk rock inglés de principios de los ’80.

El acusado, fan de GBH, declaró ante el juez que «tenía los huevos llenos con Arjona, Alejandro Sanz, Marc Anthony et al«. Se asumió como culpable y se mostró completamente arrepentido: «Por un momento, me creí Dios. Fue un error», dijo.

La dirección del canal emitió un comunicado en el que expresa su pesar a todos los afectados, indicando que se aumentarán los controles para que hechos tan lamentables no vuelvan a ocurrir. Canal 4 se responsabiliza por la conducta del empleado desleal, y asegura que se tomarán medidas de seguridad que impidan la conexión de aparatos de uso doméstico en los equipos de la emisora, además de realizar exámenes de alcoholemia, drogas y otras pichicatas a todos los funcionarios.

La doctora María de los Ángeles Beltrán Scheck, soltera, de 46 años y presuntamente virgen, luego de aclarar que hay que matarlos a todos, cuenta que: «Esa noche había tenido una cita (nota del juez: no es cierto) Me acosté cerca de las 2 a.m. Estaba reflexionando sobre mis cuatro décadas con Arjona de fondo; en canal 5 estaba el doctor Gustavo Vaneskahian entrevistando a Gustavo Penadés por enésima vez en lo que va del año. En el 10 repetían un programa de extracción del mal con acento brasileño, y en el 12 estaba el Telechato. En fin, dejé el 4 para conciliar el sueño, luego de tomarme 50 mg. de Clonazepam, 150 de Diazepam, 500 de Alprazolam y un huevo crudo diluido en jugo de limón con azúcar. De repente, cuando ya estaba casi dormida, escucho, y logro entender ya que poseo el El Cambridge ICFE del Anglo entre otros certificados, unos gritos infernales bramando sobre bebés de ciudad atacados por ratas. Me descompensé; apenas tuve tiempo de llamar a Blue Cross para que me asistiera».

Por su parte, Marcelo Perdomo, de profesión taxista, dijo: «Me encontraba en la cocina, alrededor de las 2 a.m. del domingo. No podía dormir porque mi mujer se había ido de casa con mis hijos, gritándome ‘¡cornudo, hijo de puta, no me vas a ver nunca más!’ y otras cosas por el estilo. Yo estaba tomando whisky, ahogando las penas en alcohol como quien dice, y escuchando a Arjona con el revólver al lado, pensando qué hacer, cuando siento un ruido de la gran puta. Tiré un par de cuetazos por las dudas y enseguida me di cuenta que era el televisor. Me vinieron ganas de irme de putas y drogarme, no sé por qué».

La doctora María de los Ángeles Beltrán Scheck presentó una demanda por «desequilibrio cognitivo» y «socavamiento de paradigma». En tanto, Marcelo Perdomo no inició acciones legales, al tiempo que el representante de Ricardo Arjona recurrió a la justicia por considerar que se había afectado su derecho a ser difundido constantemente en el horario referido.

El canal, por su parte, se comprometió a resarcir a los damnificados utilizando la música del cantautor guatemalteco como cortina de Telenoche y de todos los procedimientos policiales que involucren acción sin límite y persecuciones electrizantes.