Papá Sergei

No era fácil organizar el festejo navideño en aquellas condiciones, a pesar de la liberalización ocurrida en los últimos años, que no había llegado al extremo de permitir la conmemoración de fechas religiosas en ninguna circunstancia. Para mí iba a ser la primera reunión clandestina de 25 de diciembre; Boris, Iván y Andrei ya tenían experiencia, aunque esto no resultara mayor respaldo que mi sigilo y prudencia extremos, sobre todo en la selección de los invitados.
Al lado de nuestro apartamento, ubicado en la avenida Nevski número 14, se encontraba una fábrica de tornos industriales abandonada durante el período de las reformas económicas, que concedió cierta independencia a los administradores y basó el pago de las primas en la productividad en detrimento de los volúmenes físicos; para aquella planta productora de pesadas maquinarias soviéticas, esto supuso la ruina. Sus inmensas instalaciones quedaron así libradas a la voluntad del polvo y la degradación; sin embargo, los magníficos salones, cocina y otras comodidades resultaban perfectos para nuestro propósito de celebrar una Navidad tradicional.
Mis padres, naturalmente, se escandalizaron con la idea, ya que años de privaciones espirituales los habían convertido en una suerte de católicos nominales, cuya integridad religiosa era apenas un vestigio privado, como esos engranajes adicionales que se colocaban a los tornos para agregarles peso y que no cumplían ninguna función. Esos eran otros tiempos, tanto para la teología como para la fabricación de bienes de producción, y mis padres eran resabios de ellos. Pronto los convencí, sin embargo, gracias al empeño que desplegué en la tarea y sobre todo, a la esperanza de una provisión interminable de alcohol.
Iván y Boris consiguieron algunos elementos de decoración, inusualmente pesados, en su empresa; allí aún se practicaba el antiguo método de retribución, de manera que todo se construía de acuerdo al patrón del mayor volumen. No era una perspectiva muy estimulante la idea de cargar un árbol artificial de dos toneladas por una de las avenidas principales de Leningrado, en pleno día (tenían que sacarlo en horas de trabajo puesto que la presencia de guardias nocturnos, ellos mismos con peso adicional, hacía imposible cualquier otra solución) pero de todos modos nos las ingeniamos: Andrei se desempeñaba como mecánico en un astillero y amañó una avería que requería el reemplazo de una hélice, y nuestro árbol funcionaba perfectamente como eje de la misma; de hecho, se suministraba indistintamente como abeto ornamental para occidente o eje para barcos de elevado tonelaje.
Una vez instalado, pintamos y colgamos de sus ramas tuercas, tornillos, chavetas, pistones, etc., materiales que se producían en exceso y cuya ausencia no era advertida por los laxos funcionarios que confeccionaban los inventarios. El alcohol lo obtuvimos de forma legal: no hacía falta más que presentar nuestras tarjetas de racionamiento para conseguir el equivalente a nuestros sueldos en bebidas narcotizantes, si bien el resto del mes deparaba penalidades alimenticias diversas. Siempre podíamos contar con algún turista que cambiaba un trozo de pan y unos gramos de manteca por nuestras abundantes máquinas-herramienta.
De cuánta habilidad y suerte debimos valernos, sólo Dios, origen de ambas, lo sabe, lo cierto es que logramos reunir cuanto necesitábamos para dar la bienvenida tardía al hijo de nuestro benefactor. Los regalos serían para nosotros y la devoción para el supremo; un arreglo conveniente para todas las partes.
Mis amigos tenían una lista bastante estrecha de participantes, que apenas variaba de año en año y se basaba en la confianza, en cambio yo, por ser mi primera vez, tenía dudas tan grandes como los motores de nuestros tractores en este terreno. Como dije antes, solucioné esta delicada cuestión con particular sensatez: únicamente invité a mis padres y a Sergei, mi mejor amigo de la universidad y técnico experto en el desarrollo de engranes cada vez más pesados. Cada uno se encargaría de traer a sus invitados, seleccionando la ruta más conveniente en función de la distancia a la fábrica y los obstáculos oficiales a sortear; a mis padres los hice pasar por el túnel cavado a tales efectos debajo de nuestra pieza, que compartíamos con otros 36 camaradas (debí tapiarlo luego de concluida la operación, para que no se colaran a nuestra fiesta) y más tarde fui por Sergei, que vivía en un koljós en las afueras de la ciudad.
Sergei me esperaba con una enorme caja en sus manos.
– Oh, gracias Sergei, no te hubieras molestado- dije practicando un desinterés que no era real.
– No es para tí, inmundo egoísta, es para todos los muchachos- respondió.
Pensé dejarlo en su helado koljós para que apreciara nuestra amabilidad desmedida, el riesgo que corría al invitarlo, pero aún conservaba la ilusión de alzarme con una parte del obsequio, y me resigné solamente a echarle en cara su descortesía hacia el anfitrión. Tuvimos una pelea muy dura, pero al fin el espíritu navideño hizo carne en nosotros y entramos en razones: los demás también llevarían regalos, no podíamos quedarnos en una mezquina disputa que nos privaba de goces mayores, y partimos.
Todo fue alegría desde el momento que traspasamos la puerta lateral semioculta. El baile ya había empezado, las muchachas lucían espléndidas (también los muchachos, a juicio de Sergei) el colorido era fantástico, el alcohol de primera, los camaradas todos unos malditos fiesteros que daban rienda suelta a sentimientos que permanecían burocratizados, compartimentados, clasificados y archivados el resto del año; una auténtica noche de paz (excepto por el incidente del regalo, ya olvidado) y amor en las desoladas tierras del materialismo dialéctico.
Sergei se convirtió en el centro de la velada, atrayendo a la concurrencia con su humor de muzik, sus maneras de bedniak y sus bromas acerca de la Duma semiliberal de 1917.
Por fin, el reloj dio las 12 y llegó la hora de abrir los regalos. Todos dejamos de bailar de inmediato; la atención se centró en la base del árbol. Encendimos las luces; uno a uno fuimos abriendo los paquetes que contenían válvulas monstruosas, bancadas inverosímiles, bombas de gas oil desmesuradas. Para el final, en un rincón de la pieza, quedaba la caja de Sergei. Mi amigo se excusó y se retiró al aseo. Boris rompió con urgencia demoníaca la caja, que prometía un presente distinto del desfile homogéneo de hierro y acero.
El aparato, repleto de luces, desprendió una antena que trepó hasta casi tocar el techo; luego empezó a emitir una serie de sonidos enigmáticos; poco después, los agentes de la KGB irrumpieron derribando las puertas de la decrépita fábrica.

No huele a espíritu adolescente

Nota: La historia que voy a referir a continuación me fue transmitida por mi buen amigo H.D., cuya honestidad y criterio me eximen de presentar otros testimonios, en especial porque H.D. es un falopero demente completamente inmaduro y alcohólico. Si, como asegura el dicho, cada una de estas virtudes por separado es condición suficiente de veracidad, su afortunada reunión sólo puede producir el máximo de franqueza.
Debo agregar, además, que el relato me fue narrado en circunstancias más que favorables, encontrándose mi estimado H.D. bajo los efectos de todos estos estímulos al mismo tiempo, amén de una tormenta de los mil demonios y una casa desvencijada propensa a la actividad paranormal, por lo que las dudas que puedan suscitarse en el lector son sólo producto de un escepticismo enfermo o de una abstinencia igual de ridícula de las sustancias mencionadas. Gracias.

***

El conde B. nos invitó a una cena en su castillo de R., para la que se procuró especialmente la asistencia de su enemigo local, el marqués de P. Los asuntos que los distanciaban eran de sobra conocidos por todos los lugareños, y quienes estuvimos presentes aquella noche suponíamos que el conde pretendía dar fin a esta situación ofreciendo su hospitalidad al marqués. Este solo gesto era suficiente para saldar la disputa, creíamos nosotros, ya que la marquesa hacía tiempo que también había mancillado el honor de P.
Si en su momento esto no condujo a dirimir las diferencias como caballeros, ya no parecía haber motivo para sostener una inquina superada por los hechos, y los dos hombres eran tenidos por personas razonables capaces de comprender este nuevo escenario.
Quizá para sorpresa del conde, el marqués de P. aceptó la invitación sin poner reparos, enviando con el mensajero una cordial respuesta a la misiva de B. Tras esta noble confirmación, los demás hicimos lo propio dichosos de participar de tan alta gala.
La noche de la velada llegué junto al Doctor S. a la hora convenida, y para nuestro regocijo el marqués se nos había adelantado en varios minutos. Se encontraba sentado frente a la chimenea compartiendo una copa con el anfitrión, y los recién llegados nos apresuramos a servirnos un licor para poder sumarnos rápidamente a tan agradable acontecimiento. Su conversación era animada, de modo que el doctor y yo apenas participamos de la alegre charla, optando por ingerir cuanta bebida estuviera a nuestro alcance mientras nos fuera posible hacerlo. Quien toma ventaja se reserva al menos un deleite, y, si todo transcurre según lo previsto, habrá ganado doblemente, decía mi sabio padre.
Se tocaron temas tan diversos como la filosofía, las bellas letras, las artes y la política, evitando únicamente mencionar las pasadas discrepancias, que no parecían siquiera haber concurrido esa noche. Nuestra impresión inicial acerca del tacto de estos dos hombres generosos quedaba así confirmada, y el doctor y yo dejamos que nuestro parloteo, liberado por el buen cuidado de los elixires previos, se desplegara por la sala con atrevimiento, como una criatura sin educación.
La noche avanzó sin contratiempos sobre los carriles de esta cordialidad, al punto que todos estábamos un poco ebrios antes de servirse la comida , debo confesarlo, lo que nos predispuso de la mejor manera para disfrutar de los exquisitos platos que se habían preparado. El conde sirvió un cognac fabuloso que alimentó nuestros espíritus antes de que nuestros estómagos recibieran el mismo tratamiento, pero por desgracia no me sentó del todo bien. De pronto comencé a sufrir una suerte de alucinaciones violentas, acompañadas de imágenes atroces de hechos ruines del pasado; me disculpé y me dirigí raudo al aseo, donde me desgracié sin pudor alguno. Repuesto, regresé a la mesa como si nada hubiera sucedido.
No podía privarme de los manjares que se hallaban frente a mí, tal como lo hacían los demás comensales, y debí hacerlo con mayor resolución puesto que ellos se habían agendado algunas de las mejores piezas. Esto me indispuso casi tanto como el malestar intestinal del que fuera presa minutos antes, pero luché con éxito y conseguí dominarme. Por el momento. Uno de los platos consistía en pato salvaje salvajemente regado de espinillar ANCAP; mi voluntad se quebró al probarlo, delicia del demonio, tentación de Satán, flor del mal; flor de eructo solté, para asombro de mis camaradas. No fue lo único ni acaso lo más grosero que saldría de mi boca: de inmediato, como surgido de este pozo etílico que era mi gañote, o más bien como arrancado por ese orfebre supremo que es el alcohol, comencé a recordarles al conde y al marqués las ofensas que se habían infligido y la cobardía que mostraron al no resolverlas como corresponde. Su gallardía les permitió atribuir este lamentable incidente al consumo inmoderado de bebidas y otras cosas, pero por desgracia no impidió que fuera socavada por las palabras que continuaban emanando de mi séptico hueco facial.
Pero la calamidad, desgraciadamente, no terminó allí. El marqués, que también sufría las consecuencias de un apetito inmoderado, se dobló sobre la mesa sujetando su estómago, al tiempo que despedía gases feroces por todos los orificios de su cuerpo. El conde reía eufórico ante el espectáculo que ofrecía su detractor, humillado e indefenso, consumido por su desmesura. Este, incapaz de cualquier reacción física, maldijo al conde y lo conde(nó) a padecer sus flatulencias hasta el día de su muerte, con las siguientes palabras: «Así como el Diablo llega precedido por el olor a azufre, yo voy a regresar para atormentarte con mis pedos hasta el último de tus días, miserable. Ojalá en el infierno tengan desodorante de ambiente.»

Acongojados, todos nos retiramos tras el incidente escatológico, con el marqués recordándole a su oponente la promesa sellada con metano.
Nos supimos de nuestro amigo durante mucho tiempo; aquella noche malograda dejó su marca en todos nosotros. Ni siquiera la afinidad que me unía al doctor obró para reparar los estragos de tan sombría jornada; no volvimos a encontrarnos hasta el funeral del conde B. Para entonces yo ya no recordaba el episodio que lo arrojó a la desventura.
El sacerdote hizo una breve reseña de su tragedia, de la adversidad en que vivió sus últimos días, víctima de una calamidad insólita. Por fin, el ataúd descendió lentamente hacia la última morada, donde fue depositado en el lecho de tierra. Me estaba alejando cuando me apresó un poderoso olor, tan penetrante que no pude avanzar un paso más; pedos que danzaban alegres sobre el féretro, que descendían junto a él para descansar eternamente a su lado.

Bibliofagia

Los exámenes estaban cerca. Lorenzo no había estudiado en todo el año, ocupado como estaba siempre con el skate y las chiquilinas del barrio. La madre no se cansaba de decirle que agarrara los libros, que los libros no muerden, que no podía perder un año por vago, que todos los amigos iban a pasar de clase y él iba a ser el único repetidor. Qué vergüenza.
Lorenzo fue quedándose solo a medida que se acercaba la fecha; los demás estaban estudiando y no querían salir a la esquina. Las tardes se le hacían muy largas ahora que las chicas no andaban en la calle y los amigos no querían tomar vino hasta que salvaran los exámenes. Pero, con ellos o solo, no estaba dispuesto a tocar un libro por ninguna razón.
Encontró distracciones nuevas, como pasar muchas horas con los amigos de su hermano, mayores, que habían dejado atrás la etapa del vino cortado y las boludeces de niños disfrazados de adulto que son los adolescentes. Ellos salían de noche, hablaban de otra forma, iban a  lugares que él no sospechaba que existían hasta hacía poco y volvían de madrugada con los ojos rojos y casi cerrados, oliendo a algo dulzón que los hacía reír mucho aunque no hubiera motivo.
Estos muchachos eran muy distintos de sus compañeros, cuya transgresión más arriesgada era un cigarro suelto comprado en el kiosco de Felipe y fumado entre todos, más por ritual que por placer. Dejó de verlos y no le importó demasiado; allá ellos si querían pasarse el verano encerrados mientras sucedían tantas cosas interesantes fuera de los libros y los salones aburridos de siempre.
El hermano tampoco estaba de acuerdo con estas salidas; él mismo se había apartado un poco de sus amigos cuando empezó a trabajar y, a pesar de que seguían viéndose los fines de semana, cada vez tenían menos en común. Ahora, cuando él iba dejando ese ambiente, resultaba que Lorenzo, que ni siquiera los conocía, se pasaba las noches con ellos. Le prometió a la madre que iba a hablar con él para que se pusiera a estudiar, y sobre todo con los otros, que no podían ser tan irresponsables de llevarlo a esos lugares sabiendo cómo eran las cosas en su casa.
Un día, antes de irse a trabajar, agarró a Lorenzo en su cuarto y le pidió que se sentara un momento con él en la cama.
– ¿Qué pasa, flaco? ¿No ves el disgusto que le estás dando a la vieja? Dejate de joder, ¿a vos te parece que está bueno pasarte la noche por ahí, con tipos grandes que te miran como un nabo por querer parecerte a ellos? ¿Te parece que sos vivo por eso?
– Son tus amigos…
– Yo soy mayor, pero además, ya ves que casi ni ando con ellos. Dale, ponete media pila y salvá los exámenes; la vieja se va a poner contenta y te va a dejar hacer lo que quieras en vez de ladrarte, ¿si? Aparte, los libros no muerden- dijo con una sonrisa.
– Está bien, tenés razón.
El hermano le aseguró a la madre que esta vez sí era en serio, que no había de qué preocuparse, y le dio un abrazo para tranquilizarla, que ella agradeció sin decir una palabra.
Al otro día, Lorenzo llamó a algunos amigos para comunicarles que iba a preparar los exámenes. La noticia los sorprendió y, después de felicitarlo por la decisión, Cono y Andrés se ofrecieron a ayudarlo y convinieron en encontrarse en la biblioteca para retirar la bibliografía de las distintas materias. Acordaron acompañarlo por las dudas, bromearon, ya que los libros no muerden, pero a vos no te conocen.
Después del almuerzo, Lorenzo estaba jugando en la computadora cuando golpearon la puerta; los pibes lo esperaban, así que agarró la mochila, guardó un buzo en ella, luego manoteó el mp3 de la mesa pero se arrepintió de llevarlo, ese no era el Lorenzo serio que tenía que salir de la casa, y se despidió de la madre con un beso. La mujer apreció el gesto inusual y no pudo dejar de advertir el intruso sobre la mesa:
– ¡Te olvidaste del mp3!
– No, dejalo ahí, no lo preciso- Y se fue.
La madre se sintió orgullosa de él por primera vez en mucho tiempo.
Caminaron hasta la biblioteca, hacía calor y la tarde se prestaba para tomar algo fresco, pero nadie lo sugirió. Siempre era Lorenzo el que proponía un atajo a las horas de estudio, pero en este caso, para asombro de sus compañeros, no lo hizo. Cono y Andrés se quedaron en la puerta mientras Lorenzo recogía los libros; de regreso a la casa comprarían bizcochos y Coca Cola para pasar el resto de la noche en lo suyo.
Pasaron cuarenta y cinco minutos, la biblioteca cerraba a las cinco y no faltaba mucho para esa hora. Los chicos estaban aburridos, gruesos arroyos de transpiración se dibujaban en sus caras debido al calor y querían irse de allí cuanto antes.
– ¿Por qué no vas a buscarlo? Este pajero se debe haber perdido ahí adentro. O está durmiendo- dijo Andrés.
– ¿Por que no vas vos? Al final de cuentas, fue idea tuya ayudarlo- respondió el otro.
– Está bien, voy yo. Ya vengo.
Andrés entró a la biblioteca rumiando una puteada; sólo a él se le ocurría ayudar a Lorenzo a estudiar, Cono tenía razón. Preguntó en el mostrador y se dirigió hacia donde le indicaron, deslizándose como una culebra entre los estantes. Al pie de uno de ellos vio a su amigo agonizando, desangrándose por las heridas producidas por cientos de mordidas de los libros que lo rodeaban.

Bibliofilia

El Quique estaba jugando con su arma descargada, haciendo malabares ante la mirada indiferente del Bocha, quien, recostando la espalda contra la pared, sostenía las piernas extendidas para apoyarlas en el marco de la ventana. Yo me mantenía a cierta distancia, callado, preocupado sin saber exactamente por qué, viendo cómo mis compañeros desplegaban sus rutinas con una seguridad inútil.
No recuerdo el momento en que decidimos hacerlo, sí que pareció una idea anónima que hubiera surgido de los tres al mismo tiempo, y nadie presentó objeciones cuando la discutimos. Fue como si hubiéramos estado de acuerdo previamente, en secreto, y la enunciación trajera consigo la unanimidad inmediata. Sé que fue Quique el que demostró más interés en los detalles; quizá en su intimidad ya tuviera elaborado el plan que comenzó a contarnos, asignándonos las tareas que él tenía definidas desde siempre; él se reservó la obtención de las armas, los equipos de comunicación y el vehículo; el Bocha los disfraces y las capuchas; yo, por último, debía estudiar el recorrido del camión, marcar los puntos donde se detenía y señalar el lugar más adecuado para llevar a cabo el atraco.
Nos reuníamos en el sótano de un edificio abandonado, a fin de no dejar rastros sobre nuestros movimientos en los lugares habituales; nuestras familias sólo conocerían el hecho una vez consumado, con éxito, ya que, de este modo, evitaríamos implicarlos en caso de que fracasáramos. Nadie podría vincular a alguien más con nuestras actividades, todo tendría lugar en la más estricta reserva; eso también fue parte del consenso que asumimos desde el primer momento.
Quique tenía algún contacto marginal con el mundo del delito, según creo. No puedo afirmarlo con certeza, pero la rapidez con que se hizo con las tres pistolas (a mí me correspondió una Luger) me inclina a esa conclusión. Además, en todo momento mostraba una serenidad imposible en un novato, como el Bocha y yo nos encargamos de demostrar.
Yo tuve algunas dificultades para realizar mi cometido; al inicio me costó identificar el camión, que no portaba marcas de ningún tipo; luego me resultó difícil seguirlo sin que mi presencia fuera advertida, pero al cabo de algunos días logré la práctica suficiente, y por fin conseguí trazar su ruta con toda precisión. Marqué en el mapa los lugares más importantes del itinerario, indicando con claridad dónde debíamos interceptarlo para lograr nuestro propósito. Quique me felicitó por este resultado; a pesar de que me lo había ocultado, era una de sus mayores inquietudes.
El Bocha hizo su trabajo con igual destreza, procurando que los disfraces no fueran particularmente singulares; en esto reveló un tacto y un conocimiento perfectos, cuya ausencia ha precipitado en la decepción a los proyectos mejor concebidos. Con la suma de todos los elementos, el nuestro era ciertamente uno de ellos.
La noche anterior al asalto nos encontramos en el sótano, donde permaneceríamos hasta ejecutar la acción; el auto quedó estacionado a algunas cuadras, de forma que no levantara sospechas. No encendimos luces, ni hablamos, para no ser localizados; unos colchones distribuidos en el piso hicieron las veces de camas improvisadas, que quemaríamos antes de la operación. Yo no pude conciliar el sueño; las imágenes se agolpaban en mi mente, tumultuosas, desordenadas, perturbadores; creí ver al Bocha paseándose nervioso por la estancia, o lo imaginé, quién sabe. Sólo Quique descansaba sin sobresaltos, protegido por su firmeza implacable, quizá contemplando con calma la exuberancia del botín prometido.
Me desperté con el reflejo de la luz que penetraba por los párpados alertas; era la pistola de Quique, sentado en su rincón, iluminado por un rayo de sol cómplice que le confería un aspecto severo, casi inhumano. El Bocha intentaba imitarlo, sin éxito; en él, aquella actitud determinada parecía ajena y se disolvía en un gesto apático, de resignada obediencia. Ignoro cuál era mi temperamento a sus ojos, aunque estoy convencido de que no era resuelto; no importó decidirlo ya que había llegado la hora. Encendimos las escasas evidencias y nos pusimos en marcha.
Detuvimos el auto en la esquina anterior al punto establecido en el mapa. Apagamos el motor; Quique miró su reloj, dijo que aún era temprano y salió a fumar un cigarrillo. Yo tenía la mano temblorosa todo el tiempo sobre el arma, reconociéndola una y otra vez, infinitamente. El Bocha estaba callado, con los brazos cruzados, inmóvil. De pronto vimos pasar el camión a toda velocidad; Quique tiró el pucho y subió al auto insultando, arrojando el reloj al piso antes de empezar la persecución. De todas formas, nuestro vehículo era más veloz y rápidamente le dimos alcance; yo saqué mi pistola y vi cómo el Bocha hacía lo mismo mientras se colocaba la capucha con la otra mano. Quique hizo una serie de maniobras y logró colocarnos delante del camión, luego frenó atravesando el auto frente al mismo. Bajamos apuntando a los ocupantes; teníamos exactamente cinco minutos antes de que la policía llegara al lugar.
Todo salió a la perfección. Huimos por las calles laterales y nos dirigimos a un baldío en la periferia de la ciudad, donde habíamos dispuesto unos baúles para alojar lo robado. Mientras revisábamos el contenido del bibliomóvil, no pudimos contener la euforia: todo estaba allí, todo lo que siempre habíamos deseado tener: Kafka, Beckett, Joyce, Dostoievski, T.S. Eliot…

Bibliomanía

Pinté la biblioteca nueva, ahora sólo tengo que ordenar los libros en ella. Ordenar, ordenar… sí, podría aprovechar y ordenarlos de una buena vez, de acuerdo a un sistema científico de clasificación que me permita encontrarlos sin dificultad. No es nada difícil; mal que bien, todo el mundo conoce el principio decimal de Dewey aunque ignore su origen, ése es fácil de aplicar. Los de marxismo en primer lugar, después los de filosofía… ¿pero los de filosofía marxista dónde van? ¿El Capital es ciencia económica o filosofía, o ambas? No estoy seguro, lo dejo para después. Mejor empezar por lo más simple para ir ganando confianza; a ver, los de Trotsky son muchísimos, si consigo clasificarlos habré dado un paso importante. ¿La Historia de la Revolución Rusa va con los de historia o con los de marxismo ortodoxo o con los de bolchevismo o con los de trotskismo? El trotskismo todavía no era una corriente diferenciada, así que no. Mejor en historia. Pero historia marxista, porque de lo contrario me va a quedar junto a Historia de los Orientales, los de Hobsbawm y La Historia y sus mitos, nada que ver. No, mejor lo pongo en historiografía marxista, al lado de Estudios sobre el desarrollo del Capitalismo de Maurice Dobb. Pero Dobb era revisionista, y ricardiano. Así no. Veamos… la Historia… va con los escritos sobre la revolución de Octubre, como El triunfo del bolchevismo, que, por cierto, si lo dispongo de esta manera, queda cerca de Lenin. Pero entonces, ¿pongo a Lenin dentro de la revolución permanente, lo que estrictamente sería justo, o lo separo del trotskismo, como pretendía el DIAMAT? No sé, es un tema escabroso, porque de ese modo lo vinculo con la IV Internacional y parece que Mandel es un continuador legítimo de Lenin. Y yo no soy quién para afirmarlo; no, decididamente hay algo sofístico en eso. Los escritos de la IV Internacional sí van en el mismo estante. ¿Y éste? ¿España: la última advertencia? La IV no se había fundado aún, pero ya Trotsky había revisado su concepción de la Comintern. Como los trabajos sobre Francia y Alemania, están en un lugar indeterminado de la producción de Bronstein. Podrían ir en orden cronológico: desde la expulsión del partido en 1928 en adelante. Ahi va. Literatura y Revolución no va en 1923, va en estética marxista. Me desvirtúa el orden cronológico; no, así está mal. A Trotsky lo dejo para más tarde; es más sencillo acomodar los de literatura primero, que van por autor y no exigen complicadas elucubraciones exegéticas. De nuevo: los de Felisberto son muchos, arranquemos por él. Feilsberto Hernández, su vida y su obra, de José Pedro Díaz: ¿biografía o teoría literaria? ¿Va con las biografías de Joyce, Onetti y Wittgenstein o con Las Poéticas de Joyce de Eco y De Baudelaire al Surrealismo de Marcel Raymond? ¿Y si pongo Literatura y Revolución acá qué pasa? ¿Y la estética marxista? ¿Una introducción a la teoría literaria de Terry Eagleton cabe acá? ¿No me había planteado este mismo problema hace un rato? Se lo regalo a Cecilia y listo; quedo bien y no me lo pide más prestado. ¿Pero qué hago con las biografías? Me olvidé que también están El Profeta Armado, El Profeta Desarmado y El Profeta Desterrado de Isaac Deutscher, la biografía de Trotsky. Eso tendría que ir con Trotsky, sin embargo, no es ni teoría ni obra del autor, y además me olvidé del Stalin de Trotsky. Este tipo escribía filosofía, biografía, historia y economía todo en el mismo tratado; el problema es suyo, no mío. Pero si vienen los compañeros a casa y ven a Trotsky pegado a Joyce y Ludwig van a poner el grito en el cielo, no lo puedo hacer. Ahora pensando en otra cosa: ¿Terry Eagleton no es católico? ¿Los católicos van en un estante particular, con una cruz o algo así? Pedro Abelardo, Guillermo de Ockham… sí, todo muy lindo, pero yo no distingo las diferentes confesiones, con eso va a haber pedo. Los católicos van en filosofía y chau… al lado de Putnam y Rorty, ¿verdad? ¡Insensato! Eso está mal. Por otra parte, están los libros raros: ¿en qué estaría pensando cuando compré los Ensayos de Montaigne? Aparte ensayo, lo que se dice ensayo, no es. O sea, no tiene objeto, son más bien divagaciones, no se puede colocar junto a los Ensayos sobre el neocapitalismo, por ejemplo. Entraría más bien en la categoría de inclasificables, como los de Trotsky, sí, que al menos tienen la virtud de tratar de temas que domino y puedo estimar y asignarles un sitio con alguna base. Creo. El marxismo es muy diverso, se sabe, y eso es un problema administrativo en este caso. Burocrático, por qué no. Y hablando de eso, está El Poder y el Dinero, donde Mandel explica el ascenso y caída de la burocracia valiéndose se las categorías desarrolladas por Trotsky, quién si no. En La Revolución Traicionada, sí. Ése es el original; el de Mandel lo mando a los de tapas feas. Ah, porque tengo que crear una jerarquía de tapas también: las lindas, como las de la editorial Era, y las feas, como las de Siglo XXI. ¡Qué espanto la tapa de La teoría económica del período de transición de Bujarin! Bujarin, qué gran tipo. Y tengo algunos libros suyos, claro; deberían estar juntos. O no, porque la economía del período de transición es todo un tema: tengo mucho sobre eso también; Preobrazhensky, Mandel de nuevo, aquel otro, ¿cómo se llama? El alemán ese. ‘Ta, la cosa es que esa polémica es todo un tema, pero me agrupa a gente de tendencias tan opuestas como Eagleton con Lukacs, o sea que no funciona. Y me quedé pensando en Wimpi, por ejemplo, que no sé qué tiene que ver con Hegel o con Popper, ni estos entre sí. Por ahi tiene algo del humor de Marx y entra por ese lado, algo forzado. Debería, además, dejar un lugar para mis libros, o al menos uno de ellos, ese inédito que revisa, sintetiza y supera a Wimpi, ya que no a Hegel. Ese es un libro teórico, no en su contenido sino en su existencia, ya que aún no se ha materializado. Materializar, materialismo, dialéctica; todo eso debería ser la base del sistema, puesto que la mayoría de los volúmenes trata de estas cuestiones, excepto los de Wimpi. Y los robados. Libros robados: otra cuestión sensible. ¿Es eso lo que los individualiza, el hecho de haber sido sustraídos, o esa es una condición accesoria? Robados, lo que se dice robados, son pocos, y los que pertenecen a dicho grupo en general son exiliados de la biblioteca municipal, donde nadie los apreciaba, de modo que podrían situarse en un conjunto más amplio de marginales, entre los que se contarían, además, libros de mi hermano, de alguna ex, rescatados de diversos lugares, heredados aunque no fueran sometidos al proceso crítico de aprehensión, una suerte de colados en la fiesta que gozan de derechos que no les corresponden con propiedad, quizá ni siquiera leídos, filler, llenadores de espacio, aquellos que no fueron comprados, elegidos, seleccionados por el mecanismo mercantil del intercambio monetario. Filler se llama un tema de Minor Threat, lo que me obliga, aunque no sea pertinente, a pensar en la situación de los discos; ¿qué hacer con ellos? Porque en la biblioteca entran. Nah, dejate de joder, si no me pongo de acuerdo sobre si Faulkner va con Rulfo, menos voy a poder decidir si Swingin’ Utters va con Stiff Little Fingers o Bad Religion; son californianos pero suenan a punk77. ¿Y Bad Religion iría con o contra Pedro Abelardo? ¿Abelardo con Abelardo Castillo, quizá? Yo qué sé. Y hay otro tipo de libros: los que no entiendo; ¿cómo es posible que tenga uno que se llama El teorema de Gödel de Ernest Nagel y J. Newman? ¿En qué momento, en qué circunstancias, decidí que ese era un libro que necesitaba tener? Estaba bueno igual, según recuerdo. ¿Se entiende el contratiempo? No es que no comprenda el método decimal de Dewey, sino que no logro establecer la correspondencia de las variables. Opa, ¿qué es esto? El idioma analítico de John Wilkins: «… En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas». ¡Eso sí es un sistema científico que puedo utilizar!

La larga marcha

Despierto de repente y no sé dónde estoy ni quiénes son los que me rodean. Estoy acostado, las voces producen sonidos incomprensibles, la luz tenue desciende sobre mí como un sol individual que consuela a un amigo desesperado, el aire inmóvil la ayuda a depositarse con cautela a mi lado. Alguien dice que no me preocupe, que voy a estar bien, que ya pasó todo. Reconozco a parientes y amigos y empiezo a sospechar que sufrí algún tipo de accidente y me encuentro en el hospital. Quisiera decirles que no, que no voy a estar bien, que los veo como a través de un vidrio, me siento aislado en este lecho, lejano, ajeno a ellos. Sus voces me llegan desde alguna otra parte; están allí, a mi alrededor, pero la distancia parece construida de tiempo y esa proximidad es aparente, a pesar de que ellos no lo advierten. Insisten en que todo va a salir bien, aunque mamá llora y las lágrimas golpean con la constancia de un reloj sobre mi cuerpo; solo veo cómo rebotan,  no las siento deslizarse sobre mí. Mi padre la abraza y dice que ya pasó, que no llore más, y yo quisiera preguntarle qué es lo que ya pasó, puesto que yo sigo aquí dentro, alejado de sus palabras y llantos, separado por la capa invisible que me cubre y nadie retira para poder comunicarnos. Ellos siguen allí, consolándome, consolándose, recibiendo a otras personas, dando explicaciones que yo no alcanzo, que se escurren igual que esas sombras que son ellos allá atrás, en ese terreno que no me pertenece aunque lo reconozco y al que quiero regresar. ¡Mi hermano! Él no se va a quedar allí afuera con los demás, sin hablarme, en esa otra habitación que está dentro de esta y cuyas paredes intangibles nadie intenta atravesar. Pero mi hermano también se integra a esa ausencia como algo natural, y yo siento que algo se desvanece persistentemente a mi alrededor, desde donde ellos aseguran que las lágrimas no solucionan nada y que yo estoy bien, pero ¿por qué son ellos quienes están tristes y yo no siento nada? Para mí sólo son figuras que se desplazan en una pantalla, hablando, gimiendo, moviéndose en su tierra con una seguridad que yo no encuentro, y quiero gritarles que hagan algo, que no me dejen así, que todo es tan frágil en este lado si pudieran verlo, que acá no duele ni hace frío ni hay lágrimas, pero tampoco hay nada más y tengo miedo. ¿Tengo miedo? No, eso no es cierto, sólo respondo a sus ceremonias, parece que ellos tuvieran miedo y supongo que en mi lado del espejo debe reflejarse de esa manera. «Hay que ser fuertes, hay que tener esperanza», dice alguien, y yo quisiera decirle que eso no es necesario, que no sirve de nada. Ya se van a dar cuenta. Los fuertes, los que se abrigan con la esperanza, son exactamente iguales vistos desde acá, y hasta me atrevería a decir que son tan transparentes que su cobardía y debilidad resaltan más que en el resto, por contraste. Si pudiera hacérselos saber quizá dejarían de comportarse de esa forma y se preocuparían, o dejarían de preocuparse, por mí, tan ocupados están en sus pequeños rituales insignificantes tratando de sacudirse y esconder el temor que se les escapa como me les escapé yo para traerlos acá. Y ahora entiendo algo: es posible que no consiga decirles estas cosas desde esta liquidez pasajera en la que me encuentro, pero de alguna manera estar allí, al otro lado de ella, podría dejarlos participar de esto que soy yo en este estado que los aleja y los pone a resguardo de lo que no quieren ser. No quiero ser. Van pulsando las teclas de acuerdo a un orden conocido, pobrecito, ay m’ijo, una lágrima, un abrazo, un beso en la frente, una mano posada como al descuido que para mí son lo mismo, porque no llegan hasta donde yo estoy. No les importa, se lo guardan para sí, lo reparten entre los presentes como un recuerdo de este momento, ¿y qué queda para mí? Pensé que yo era el protagonista.
¿Ese señor que viene allí es el médico? ¡Por fin alguien se ocupa de mí! Acerca su mano desestimando al resto, incorporándose a mi espacio, traspasando la cortina que nos distancia y establece una estructura distinta a la que me vincula con los otros. Se aferra a algo que me circunda, algo de allí afuera; mis familiares lloran con más fuerza que antes y los consuelos cobran volumen a su lado, mientras la mano empieza a bajar la tapa de madera y la oscuridad me cubre lentamente, por última vez.