Reseña de libros

Nos ha llegado a la redacción, tarde e inseguro como de costumbre, el último volúmen de la trilogía de cuatro libros del autor guatemalteco Yeims Yois, titulado «Gobierno de izquierda, sociedad de derecha».

Recordemos que en las dos anteriores entregas, «La Oclusión de la Razón» y «La Razón de la Oclusión», el polémico escritor, nacido en Managua en 1919 (still alive) conducía a su protagonista, Miguel Guevara, a través de una inteligente intriga para demostrar sus discutibles ideas acerca del nacimiento y consolidación de un régimen autoritario. En la primera de ellas, Guevara y su grupo realizan un pronóstico sobre el desarrollo del capitalismo en su país y proponen una estrategia para combatirlo (que incluye al Papa, una monja y una momia), que acaba en un fracaso estrepitoso.

En la segunda, Guevara cumple una larga condena en una prisión sin baño del país natal del autor, Nicaragua, que por esa razón conoce muy bien, y allí, en la soledad del inmundo calabozo desprovisto de servicio higiénico, reflexiona largamente sobre los errores que precipitaron al movimiento a la derrota. Transcurren veinte años, República Dominicana ya no es la misma que Guevara (alter ego de Yois, según consta en su autobiografía, justamente titulada: «Yo, alter ego de Yois») conoció en su juventud, el régimen ha cedido su lugar a la democracia y ésta a una fantochada que, de todos modos, concede una amnistía a los presos políticos, por lo que Guevara recobra la libertad. Y allí arranca este segundo tomo que hoy comentamos.

Inmediatamente después de recuperada la libertad Guevara corre a un baño público de Ciudad Trujillo, sólo para descubrir que jamás fueron instalados. Las promesas de la recién adquirida democracia, o el simulacro de tal que rige en Puerto Rico, no han sido cumplidas; la cárcel apenas ha sido un interludio en la lucha por la igualdad; todas las ideas de Guevara entran en conflicto, y además se orina en los pantalones al ver a un ex represor retirando un baño químico de la plaza principal de la capital panameña. ¡Ver para creer!

Miguel se oculta en la chabola de su cuate Juan Tegucigalpa, ubicada en las afueras de Puerto Príncipe, donde debe, por segunda vez, replantear sus concepciones y elaborar un nuevo corpus para cambiar la opresiva realidad que descubre. Pero allí, en ese diminuto rancho sin guáter en el que repasa conjeturas y refutaciones previas, llega a una conclusión que, por obvia desde el principio, le resulta intolerable: no es cierto que el pueblo luche por conquistar su libertad contra un gobierno y un sistema que la ahogan permanentemente para conservar los privilegios de unos pocos, sino todo lo contrario: es el pueblo el que, reaccionario, se opone a toda idea de progreso y avance democrático.

Guevara, como el racionalista crítico que es, comprende que todo está perdido, que toda oportunidad de cambio se ha ido, literalmente, por el caño, y hace lo único que las circunstancias permiten a un luchador inacabable como él: convoca una marcha contra la inseguridad en Carrasco, habla de sus experiencias personales, de los errores cometidos y de los cambios sufridos a raíz de ello, y llama a boicotear al Ministro del Interior, quien es incapaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos honestos como él. Además, mientras pronuncia este discurso, descubre el origen del problema: la señora gorda de piel oscura que no es vecina del barrio y va marcando las casas alegremente para que sean robadas por menores adictos al flagelo de LA DROGA, causa profunda y última de todo este inextricable quilombo.

La novela se cierra así, con Miguel Guevara retomando el camino de las armas pero en esto caso para apuntarlas a sus antiguos camaradas, proclamando la ambigüedad del conocimiento, la relatividad de toda verdad, y la necesidad de ser pragmáticos y olvidar las ideologías que tanto mal han hecho a la sociedad costarricense a lo largo de su historia.

Droga legal: otra patada en los huevos del ser nacional

Hay muchas cosas mejores que fumarse un faso, como dijo el compañero Darío Pérez: trabajar por 7000 pesos, estudiar para terminar trabajando por 7000 pesos, comprar un plasma de 7000 pulgadas a crédito (una ganga para tu sueldo: lo vas pagando a peso la pulgada) comerse un bollón de mermelada de brea y otras tantas. Por eso es que básicamente drogarse está mal: porque uno queda incapacitado para desempeñar las tareas normales de cualquier ciudadano honrado.

Drogarse es una bosta y la vida ofrece muchas alternativas para no hacerlo: casarse, formar una familia, tomar una cantidad de alcohol desmedida para soportarla, conseguirse una amante, huir con ella, pagar el 87% de sus ingresos líquidos a la familia abandonada, comprar Eukanuba para el perro y votar al FA. Ver un espectáculo de clown transexuales tailandeses auspiciado por la Intendencia con «La Consagración de la primavera» como música de fondo, ir a cagarse a trompadas y cuetazos al estadio el fin de semana (salvo que haya plebiscito el domingo para bajar la edad de imputabilidad o derogar la ley que regulariza el consumo de alguna droga -alguna fiesta cívica, digamos-), llamar al 911 porque alguien sospechoso merodea tu residencia en Carrasco o directamente pegarle un tiro en defensa propia. Pero para usar un arma y defender la propiedad se necesitan reflejos despiertos, estar alerta, justamente lo que la marihuana impide; su casa es saqueada y quemada luego de que se llevan el plasma de 7000 pulgadas. No es negocio.

Quien ama a su patria no consume drogas, eso lo hacen los perdedores. No se puede defender la libertad, las papeleras, la soja de Monsanto con los sentidos alterados por el efecto narcótico del cigarro siniestro. No se puede sostener el proyecto progresista de tasas altas de interés para los bonos en pesos y atraso cambiario para pagar la deuda externa con la capacidad cognitiva comprometida. No se puede argumentar a favor del ingreso al ALCA en esas condiciones, mucho menos entrar al ALCA como un país que no respeta ni comparte la política consensuada de combate a las drogas. No al narcotráfico sino a LA DROGA en sí misma y a sus agentes, esos vagos faloperos en los que ud. aspira convertirse. Sí, no se haga el bobo, si no la había probado hasta el momento fue solamente porque temía las consecuencias legales que se derivan de la acción, no porque no lo deseara. Y si LA DROGA (qué drama, qué flagelo, qué sufrimiento mayúsculo, como esas letras, para la familia) es de libre acceso, como la mermelada de brea, ud. no lo dudaría, bajaría las defensas morales, olvidaría todo deber patriótico y civil y se entregaría a ella cual prostituta al cliente adinerado. Y no es una analogía gratuita (¡como LA MARIHUANA desde hoy!): la sustancia, que no en vano estaba prohibida, lo convierte en su esclavo, subvierte sus valores y lo somete a una explotación despiadada de la que ni su sexualidad está a salvo.

La bosta es droga, la droga es bosta, la droga es bosta, la bosta es bosta… repítalo hasta que se convierta en una consigna automática, que no le permita ceder su libertad a los mercaderes de la degradación psycho activa. Qué tema la libertad, ya que tú esgrimes tu derecho a drogarte como un derecho individual más, a la par de toda la normativa constitucional vigente. Seguro, Hegel, Kant, Montesquieu estaban pensando en darse la papa, ¿no? El sujeto de la Ilustración es el sujeto autoconsciente que regula su vida de acuerdo a los principios eternos de la razón, no un drogón fumeta que entrega su cuerpo y su hombría a cambio de unas pitadas de quién sabe qué planta homosexualista y comunista. Libertad no es desear un tarro de brea y creerse en el derecho de obtenerlo y comérselo todo con tostadas y café con leche; libertad es ser capaz de juzgar las conductas propias y sus desviaciones con el mejor conocimiento disponible y obrar en consecuencia. Libertad es ser consciente de los intereses del individuo y de la sociedad y hacer cuanto sea necesario para llevarlos a cabo por las vías más apropiadas, no tomar atajos a cambio de ventajas egoístas que lesionan la cohesión del todo. La sociedad es una torta de coco y el falopero es el agente que cree que puede convertirla en un pastel de caca sin que se note la diferencia. Mentira: la caca y el coco, a pesar de lo que tú, drogo agente inmaduro crees, son muy distintos.

Libre no es quien dice «yo tengo derecho…» sino quien asume, tras una reflexión no mediada por cosas humeantes perturbadoras del juicio, «yo puedo hacerlo, quiero hacerlo, mataría al mismísimo Ghandi (y a Gandini) por hacerlo, pero no lo hago, no porque no sea mi derecho, sino porque decido libremente no hacerlo». Es más que probable que Artigas quisiera echarse abajo de una palmera con dos negras/os al lado todo el día y echarse a su vez unos buenos canutos, pero si hubiera tomado ese rumbo, si hubiera decidido relegar los altos sentimientos que lo inspiraban a  cambio de la satisfacción de un capricho efímero, hoy no tendríamos patria, ni plasmas de 7000 pulgadas ni soja transgénica creciendo lozana en los campos de la nación.

Y vos, gil, tendrías que ir a pedirle que te habilite la falopa a Pedro II, Fernando VII o, con mucha suerte, a la Junta de Mayo.