Sus mandantes amenazaban con la muerte a los que eran morosos y no fueron pocos los que sufrieron la crueldad de los satélites de Artigas (Vedia (?) citado por Carlos Machado en Historia de los Orientales)
Maté a la maestra y me la comí, lo reconozco señor juez, pero creo que hay atenuantes; me dieron tanta manija que no podía hacer otra cosa. Ella misma me incitó, como espero demostrar al jurado si se me permite explicarme.
Yo era un pibe normal cuando llegué a la escuela (la evaluación psiquiátrica lo confirma): me gustaba jugar al fútbol, a la escondida, andar en bicicleta; me gustaban menos la computadora y jugar a la guerra, como también quedó probado en la pericia citada. O sea, no manifestaba comportamientos violentos diferentes a los de cualquier botija de mi edad; peleaba lo estrictamente necesario para defender lo mío si se presentaba la ocasión, pero no era en absoluto aficionado a la riña porque sí, quizá producto de mi debilidad física y moral o vaya a saber uno por qué. Eso también quedó establecido.
En mi casa no experimenté maltratos de ninguna clase, ni mi padre alentó conductas agresivas; de hecho, insistieron desde edad temprana en que resolviera los conflictos por medio de la palabra y la razón, y así lo hice hasta el momento que me condujo ante ustedes. Tampoco escuchaba música extrema, a menos que pueda considerarse como tal a Barney y las pelotudeces (perdón) del negro Rada (es probable que este personaje aparezca nuevamente a lo largo del relato) que mis padres me llevaban religiosamente a ver en las vacaciones. De Cacho ni hablemos.
Todo esto, por supuesto, ocurrió antes de que empezara la escuela. Como dije y creo haber demostrado, yo era un chiquilín común y corriente hasta entonces, sin inclinaciones patológicas que no estén presentes en cualquier otro niño.
Eso cambió cuando entré a ese cuartel siniestro que ustedes llaman «centro educativo». «Centro educativo» las pelotas; centro formador de psicópatas te lo llevo, pero lo de «educativo» podés guardártelo. No nos tomen el pelo. Dejando de lado la disciplina militar, la rutina que arrasó con mi imaginación y la competencia grotesca estimulada por las maestras, lo que comúnmente se llama «proceso de socialización», del que nadie suele escapar y que se acepta como inevitable a esa edad, razón por la cual no se lo asocia, equivocadamente a mi juicio, a los trastornos adultos, incluso sin mencionar estas características más evidentes, como decía, todo lo demás estaba dispuesto para obtener el resultado que ustedes conocen.
Empecemos por el principio: las canciones. Nos enseñaban canciones que exaltan la muerte (palabra con la que, dicho sea de paso, no estaba familiarizado hasta entonces; según mi padre, Boby, mi perro, se había ido al cielo): «…es su sombra la que buscan los valientes al morir»; «orientales la patria o la tumba» (otra palabra que desconocía); «libertad o con gloria morir»; «morir por mi bandera» y un largo, larguísimo etcétera. Como es obvio, esto despertó mi curiosidad: ¿qué era la Muerte, así con mayúscula, eso que parecía más importante que ninguna otra cosa en la vida de acuerdo a las cancioncitas? ¿Por qué repetían tanto esa idea? Debía estar buenísimo si un niño de seis años tiene que aclamarla de esa forma. Comencé a investigar: ¡era atroz! O sea, no más juegos, no más amigos, no más mamá y papá, no más mascota: la muerte (fue así como me enteré también que el Boby no estaba en el cielo, precisamente). ¡Y encima culpan a las bandas de death metal! Al lado de esto, Necropedophile es Pajarito Amarillo.
Yo pensé que iba a aprender matemática, biología, literatura, esas cosas, pero no, tenía que aprender sobre LA MUERTE y adorarla sobre todas las cosas. Un día llegué a casa y le dije a mamá: «Mamá: poneme la canción de LA MUERTE». Se desmayó. No era para menos, después me di cuenta. Pero bueno, le dije que me gustaba esa que cantábamos en la escuela, no la de Barney que resulta que es medio pajera porque no habla de cosas importantes como las fieras batallas y la tumba, y entonces entendió que quería escuchar el himno. Porque también estaba LA PATRIA, a la que sólo se salva con LA MUERTE, y bue’, qué se le va a hacer, así es la vida. Igual creo que se quedó medio inquieta la vieja.
Seguí buscando más canciones sobre La Muerte y así llegué a conocer Cannibal Corpse, Misfits, etc., que si bien no eran tan explícitas como las de la escuela, me iban ilustrando sobre lo que la maestra me inculcaba. Una vez le pregunté qué era la libertad, ya que en la banderita blanca, azul y roja, aparecía como una opción junto a La Muerte: Libertad o Muerte, aunque en lógica formal no es una disyunción excluyente, de modo que bien podía ser Libertad, o Muerte, o ambas. Así que quería saber si podía tener las dos; y sí, de hecho, resultó que La Muerte es la madre de La Libertad, de manera que no sólo son compatibles como reza la banderita, sino que van juntas como mi mamá y yo al cementerio, donde se encuentra La Tumba, alojamiento de la Muerte. Mamá me llevaba a visitarla, sí, a pedido mío, porque para avanzar en clase tenía que aprender mucho sobre el tema. La maestra me enseñó que cuando alguien amenaza a La Libertad, como los tupas, viene su mamá, La Muerte, y se los lleva a todos con ella, como haría mi mamá si Paulo quisiera llenarme la cara de dedos.
¿Me siguen hasta acá, señores del jurado? Bien, gracias.
Más tarde, cuando estaba por tercero y ya sabía mucho sobre La Tumba, La Muerte, y todo eso, nos mandaron como deber escribir una redacción sobre un héroe nacional. La maestra nos sugirió algunos: Rivera, Artigas, los de los Andes… ahí me detuve. ¿Los Andes? ¿De qué habla? Fui a la biblioteca a buscar información. Para qué. Rivera homenajeó a La Muerte con lealtad indudable, como Artigas, pero estos se fueron a la mismísima mierda: unos nenes bien que van a jugar al rugby (atención: no al fóbal, ni a la guerra, ¡al rugby!) y terminan comiéndose los unos a los otros. ¿El Fantasma de la Libertad de Buñuel? Pensé que era joda, que me había puesto una trampa; ¿héroes, dijo? ¿Orgullo nacional? Se fueron al carajo, pero ta’, miré la película, leí el libro y escribí la bendita redacción, con la que me saqué un Sote. Describí con lujo de detalles, basándome en la película, la necrofagia y ¡zas! ¡Un sote! ¿Entiende, señoría? ¿Entienden, señores del jurado? Espero que ustedes sí, porque lo que es yo, a esa altura ya no entendía nada; me podía matar sin culpa por la bandera, matar indios o tupas a discreción por la libertad y comerme al prójimo para convertirme en héroe; ciertamente, esto no era He-Man.
Es probable que ahí me haya empezado a patinar la correa, puesto que, por otra parte, me decían que estaba mal matar y darle ostias a la gente. ¿Cómo? La canción no dice eso, querida, ¿se acuerda de la canción que me enseñó? Y ahora se queja porque vengo vestido de negro y estoy más pálido que Julio Ríos durante las restricciones de consumo de electricidad. No me joda.
Y entonces fue cuando a la maestra se le quemó el fusible y a mí me saltó la térmica. Otro deber; yo ya me conducía con comodidad entre La Muerte, La Necrofagia (también era algo serio, por lo visto) y La Tumba, pero si la señorita subía un poco más el listón, no sabía si podría soportarlo. Bueno, con el diario del lunes, como ahora, sabemos que no pude soportarlo. Pero en el momento no lo sabía y, como verán, no fue mi culpa.
¿Qué se le pudo haber ocurrido? Sí, que hiciéramos una composición mirando el informativo. ¿Qué informativo puso el nene? Acertaron: Telenoche. Ahí tienen el resultado. Buenas tardes.