Plug it in, Chet

Me llamo Chet, mejor conocido como Sgt. Chet, y si ud. me conociera con seguridad lo haría de esa manera, aunque pensándolo mejor, si ud. me conociera probablemente no estaría leyendo estas palabras ahora. Porque soy militar; eso que figura delante de mi nombre es mi rango: sargento Chet, sí, a que suena bien ¿verdad? Claro que sí, pero quizá a algunos no les haya sonado tan bien cuando lo escucharon por primera (y última) vez. A ver si nos entendemos: no soy un psicópata (de hecho sólo tengo dos patas) que mata por placer, que tortura sin motivo, que vuela por los aires una aldea porque le agrada el espectáculo de miles de campesinos volando por los aires (hmmm.. rico) mientras sus tierras son arrasadas por el Napalm. Yo no hago eso, o sea, sí, claro que lo disfruto, es mi trabajo, ¿acaso ud. no disfruta cultivando su tierra promiscua, plantando drogas para que mis muchachos se adiccionen a ellas y enriquezcan a un magnate colombiano perverso? Pero lo hago por una mejor razón: para darle la democracia a gentes despreciables como ud., que ni siquiera saben qué hacer con ella cuando la obtienen y me obligan a volver a sus países a restablecerla, en ocasiones una y otra vez y hasta en años consecutivos (y bisiestos, pares, impares, festivos, con un pie en cada siglo, etc.) Ya ve, no soy un demente con una ametralladora y varias (muchas, ¡muchísimas!) granadas M8 sediento de sangre. Sirvo honestamente a mi país, como ud. lo hace con el suyo, supongo. Con la diferencia que el suyo produce drogas y el mío inofensivos autos (carro le llaman en su tierra, creo), Coke Cola y hamburguesas. ¿Acaso cree que me molestaría en ir a su country y volarlo sólo para robar sus recursos? No sea idiota. Ahora mismo, mirando por mi ventana, veo camiones de Coke Cola dirigiéndose a lejanos destinos (por qué no el suyo), cajas de hamburguesas siendo empacadas para que otros las disfruten más allá de las fronteras, el nuevo I-Phone; eso es un milagro, que estos bienes puedan circular tan libremente y que en este momento, mientras yo escribo y ud. me lee, ambos podamos tener una Coke Cola helada al alcance de nuestras manos. Si fuera por ud. tendría un saque de coca al alcance de mi nariz  Por suerte, allí es donde intervengo yo y corrijo sus desviaciones, y si ud. no es criminal no tiene nada que temer, todo lo contrario, tiene todo por ganar. No se asuste, no lo estoy amenazando. ¡Para eso volé su país! ¿Comprende? Lo hice para compartir nuestros privilegios gringos. Ah, soy republicano, sí. Pero donde hay democracy eso es secundario; primero hay libertad, luego hay democracy, luego grandes carros bailarines con chicas ligeras de ropa dentro y luego sí, los republicanos. En cambio en su país hay campesinos, zares de la droga, dictatorship y corruption, no en ese orden. No girl, no car, no democracy, no freedom. Hasta que mis muchachos y yo llegamos y la instalamos: «plug it in, Chet!» dice mi comandante y descendemos en nuestros helicópteros sobre el dictator y los magnates de la droga, desplazándolos por freedom y democracy. Después vienen los carros y las chicas ligeras de ropa. Así funciona el sistema. Hay lugares, oh, esto es muy gracioso, donde aman más la tiranía que los carros con chicas ligeras de ropa. Increíble. A veces mi comandante llama al equipo de radio que llevo adosado a mi espalda todo el tiempo y dice: «plug it in, Chet!» y allá vamos mis muchachos y yo, pero resulta que el dictator y los zares de la droga se resisten y su pueblo ignorante los respalda. Es que no conocen la libertad, yo los comprendo, por eso voy allí a dárselas. La libertad. Entonces ellos esconden la tiranía en sus chabolas para protegerla de la democracia, es lamentable pero no tienen human rights, usan a los pobres como escudo y luego culpan a mis chicos por sus crímenes. «¿Es la democracia un crimen?», pregunto a mis muchachos y me aseguro de que respondan unánimes por la negativa antes de conectar la democracia en el paraíso tropical con dictatorship de turno. No recuerdo que ningún grupo se opusiera jamás. ¿Por qué lo harían? Sin embargo, estoy seguro de que si en lugar de preguntar a mis muchachos preguntara al primer paisano que encontrara en la calle, él diría, en su idioma, «¡gringos de mierda!», «¡asesinos!», «¡fascistas!». Si yo dijera luego: «¿pero qué pasa brother, tu no quieres carro y chicas ligeras de ropa?» él diría «chupala, gringo», como dijo aquel jugador de soccer drogadicto (droga = no freedom = dictatorship = poverty / democracy = freedom = car = chicha con poca ropa, ¿comprende?) ¿Que chupe qué? ¿Mi Coke Cola? ¿Mi democracy? Lo hago todo el tiempo, soccer player drogón, you communist devil. «Débil» llaman ellos en su idioma a alguien que no apoya su dictatorship, o sea, al revés que nosotros, que llamamos devil a quien no tolera la libertad y democracy. Pero yo no quería exponer mis principios por simple capricho o vocación pedagógica, solamente lo hice para poder contarles una historia con happy ending y que pudieran comprender cómo se llega a eso. Resulta que un día estaba tendido en mi cama mirando un partido de football (el de verdad, el gringo, no el de los drogones que dicen: «chupala, gringo») y echándome unas cervezas cuando recibí una llamada en el equipo de radio. Era el comandante: «Plug it in, Chet!», dijo. «¿Dónde es ahora?», pregunté. «Nicaragua», dijo él. «¿No la habíamos conectado allí hace poco?», respondí. «Sí, pero se han alzado otra vez contra la libertad y los carros, Chet. Ve allí y conéctala de nuevo, por favor», y cortó. Allá salimos con mis muchachos; no recordábamos muy bien Nicaragua, a decir verdad, ya que todas esas tiranías son básicamente la misma: una selva donde plantar la droga, muchos campesinos con grandes sombreros, como nuestros carros, el dictator con su barba humeante detrás de un enorme cigarro y el zar de la droga sentado a su lado con otro caño (en muchos casos son la misma persona) Entramos en Managua, donde de inmediato vimos que se había producido una desconexión clásica, situación en que los rebeldes no reconocen la democracia y prescinden de ella alegremente sin fijarse en los intereses afectados. «¡Volvieron los gringos!», gritaban furiosos mientras nos disparaban con armas que nosotros ya considerábamos obsoletas en los tiempos del abuelo Chet. Descargué algunas M8 sobre ellos, para aplacarlos, pero sus convicciones comunistas estaban tan arraigadas que ni siquiera la caída de la piel producto del fuego logró arrancárselas, y continuaron disparando. Los chicos se dispersaron en un barrio de chabolas y fueron conectándola a su paso como si restablecieran la energía tras el paso de un huracán. Por mi parte, llevaba un dispositivo experimental que iba a ser probado por primera vez en esta operación. El Ronald/Mc estaba diseñado para afectar la lealtad de la población civil y socavar su respaldo a los insurrectos a través del deterioro estomacal. Recuerden que en Vietnam envenenamos el suministro de agua. Pues bien, repartí unos cuantos Ronald/Mc entre los niños, que recibieron con una amplia sonrisa el obsequio del tío Chet. «Esto es brillante», pensé para mí al ver cómo los niños compartían sus Ronald/Mc con sus padres, que también comenzaban a perder su fe en el comunismo camboyano que practicaba su dictator. Por desgracia el dispositivo adolecía de un error de diseño: era demasiado brillante, convirtiendo al Tío Chet en un blanco perfecto para los insurgentes. Me dieron en la pierna con algún tipo de munición primitiva, anterior seguramente al M315, y fui capturado. Alcancé a gritar a los muchachos que siguieran conectándola mientras yo me entrevistaba con el presidente, que no tardaría demasiado; no quise preocuparlos, aunque sabía que podía enfrentar la tortura. Me condujeron al palacio de las drogas; las palmeras que lo rodeaban la tenían, el pequeño lago privado del dictator la tenía hasta el tope, los sirvientes sólo servían estupefacientes fabricados en el país. Me llevaron ante él; no difería en nada de cuantos había visto en aquella región: barba frondosa, uniforme militar, gorra militar, modales toscos. – Otra vez por acá, gringos imperialistas- dijo- Así que ud. es el famoso Sargento Chet, del que tanto he oído hablar. ¿Quiere un trago? – Si estoy otra vez aquí es porque ud. la desconectó. Yo solamente hago mi trabajo. La democracy tiene una llave que nosotros poseemos, puesto que la inventanos; es como un relé, cuando ud. la desconecta, vengo yo y la repongo.  Sírvame ese trago- (Con seguridad tenía drogas, pero yo ya las tengo incorporadas como buen marine que soy; somos como esos dispensadores de agua a los se sólo se cambia el depósito cada tanto) – Hablemos claro, gringo. ¿Qué quiere? ¿Dinero? ¿Drogas? ¿Tierras? ¿Mujeres? Soy un hombre generoso con mis amigos. Dígame su precio. – Mi precio es el estándar en estos casos: la libertad de su gente, la democracy. Ud. es muy generoso con sus amigos, pero su pueblo muere de hambre en este mismo momento. Nosotros extendemos esa generosidad a todos los habitantes; eso se llama democracy. Luego les damos las herramientas para ejercerla; eso se llama freedom. Después nuestras empresas traen trabajo a su gente; eso se llama free trade. Más tarde les damos un carro y chicas ligeras de ropa; eso se llama acceso a los bienes. No puede comprarme; compre a su pueblo dándoles lo que nosotros les traemos y quizá no regresemos. Ya es demasiado tarde para ud.- dije – ¿De qué pueblo me habla, gringo hijo de la chingada? Mire por la ventana, mire lo que han hecho sus asesinos, no queda nada de la ciudad y de mi gente, lo arrasaron todo. Miré; el presidente tenía razón: los muchachos habían hecho un gran trabajo y estaban terminando de conectarla. Sonreí. Ya no tuve tiempo de contestar su pregunta; los chicos estaban tomando el Palacio. Nos largamos de allí enseguida. Ya fuera, llamé al Comandante para informarle que la misión había sido un éxito; estaba reconectada y funcionando a plena capacidad. Justamente ayer vi una foto de Managua; donde antes se levantaba el Palacio de la opresión hoy se alza una flamante planta de Coke Cola que da empleo, freedom y democracy a miles de nicaragüenses.

Mamita querida

…y es como yo te digo Marta, los chiquilines de ahora no tienen valores; graciasadios lo que es el mío, vos sabés bien, no salió como el amigo ese que tiene, el de los padres separados; el tipo un vago, flor de borracho, y ella, diosmeperdone, una negra sucia que cobra la signación por los once hijos y vive de eso nada más. Y de los machos que tiene, y si tendrá que aparece todos los días con uno nuevo. El chiquilín no tiene la culpa, yo no soy chusma pero una ve las cosas, ahora es un chorrito pero va a terminar como el padre, nidiospermita. Servime otro whisky que te sigo contando, Marta. El mío tendrá sus cosas, como todos, alguna vez robó alguna cosa chica, no te voy a negar, pero no se endroga con pasta base como ese, y además fue banderado todos los años, desde el jardín hasta ahora; uno por suerte le ha podido dar una educación y no es por sacarme cartel pero le pagamos desde los dos meses el Clara Jackson para que no vaya a un liceo de pichis, donde hasta lo pueden violar; no es que una discrimine, Marta, pero no es lo mismo, las juntas, ¿viste? El padre y yo en eso somos estrictos, hay que dar el ejemplo Marta, porque lo que aprenden en la casa es lo que después hacen por ahí, y nosotros, no es que uno se crea más que nadie, pero adelante de él Carlos y yo nunca un sí ni un no, porque la familia es la base de todo y si no terminan haciendo lo que ellos quieren, lo mismo que esos gurises sin padre ni madre. Carlos, si fuera por él, siempre me lo dice, hace rato que se hubiera ido con la atorranta esa con la que anda; no es que a mí me importe, además, Marta, ¿te imaginás al gil este al lado de esa pendeja con veinte años menos que él? Ja,ja.. ¡sí, te hablo a vos, inútil, impotente, no te hagas el sordo! Siempre de zorro, escuchando atrás de la puerta. No se le para ni con el semáforo en rojo, viejo ridículo. Eso sí, cuando estamos los tres somos una familia y eso es lo importante, Marta, que no se pierda el respeto, porque cuando los padres no se respetan ¿qué van a respetar los hijos? ¿No es cierto? Pero Carlitos tiene el ejemplo del padre y la madre que están juntos después de tantos años y de que el inservible este haya tenido quién sabe cuántos hijos por ahí; ahora sólo le queda esta que le saca la plata que no se gasta en whisky el desgraciado… hablando de eso, Marta, haceme el favor. Ahi va; yo nunca tomo, ¿viste? a veces uno chiquito, pero una cuando se desahoga, perdoname, Marta… ¡No te soporto más, hijo de puta, por tu culpa tengo que tomar quince pastillas por día, para dormir, para levantarme, para llevar a Carlitos al colegio; una pastilla para cada cosa que hago! ¡Me arruinaste la vida cuando me embarazaste, infeliz! ¿Qué te estaba contando, Marta? Ah, sí, a Carlitos lo llevamos a la psicóloga desde los nueve años porque era muy callado, no sabíamos qué le pasaba, si en casa, como te digo, seremos lo que seremos, pero a él nunca le dejamos faltar nada, de malos padres es de lo único que no nos pueden acusar, y la mujer le preguntó si en casa pasaban «cosas raras», así le dijo, si escuchaba gritos o si no nos hablábamos o si el padre lo tocaba, o los curas del Clara Jackson. ¿Te imaginás? Uno les da todo y encima te salen con eso los psicólogos, es de no creer. Igual no me puedo quejar, me salió un chiquilín buenísimo, así gastamos también, te diré, y los remedios no sabés lo que cuestan, pero por lo menos no me salió como el hijo de la negra rea esa.

Gauchokiller

Eustaquio no sólo era un gaucho de los tantos que poblaban la zona de Tatú Retobao, era el resumen de lo que un gaucho de facón y bombacha debe ser: flaco, largo, seco como chirca, barba descuidada y pelos apenas domados por el sombrero viejo, las botas que encerraban como macetas las piernas finas, se lo conocía mejor, incluso en pagos lejanos, por su sobrenombre de Poncho Villa, ya que aún se recordaba su guapeza al frente de un levantamiento que desgraciadamente se estrelló tan pronto como alzó vuelo. Pero Eustaquio siempre estaba dispuesto a encabezar cualquier movimiento criollo en contra del gobierno central, y eso testimoniaba más en favor de su leyenda que las repetidas derrotas a que eran sometidos.
Hacía tiempo, sin embargo, que los gauchos no propiciaban ningún motín, y fue en ese momento cuando aquellos parajes se vieron asolados por el arribo del Gaucho Killer. Nadie conocía su identidad o procedencia, sólo las consecuencias de sus incursiones nocturnas en las que, cual comadreja en gallinero, dejaba el tendal de hombres por donde pasaba. Lo que comenzó como ataques aislados contra individuos solitarios se fue transformando en verdaderas masacres nocturnas que se cobraron la vida de varios compañeros de Eustaquio.
La alarma cundió en el pueblo; no había boliche, estancia o rancho donde no se hablara del desconocido y sus muertes. Paisanos simples, sin otra formación que la ofrecida por la doma, el arreo y la lucha sin sentido, especulaban sobre los móviles del traicionero asesino, tratando de descifrar los motivos que lo habían traído, como junco en arroyo crecido, a esa región. Mas el gaucho sólo puede explicar la complejidad psicológica que desconoce como el científico que atribuye la combustión al flogisto, de modo que el asunto quedó más o menos en las sombras, allá bajo un solitario ombú perdido.
Siendo el gaucho ejemplar, Eustaquio no podía dejar de ser considerado una víctima privilegiada, y, de haber estado a su alcance el reconocimiento de patrones de conducta, habrían podido ver que los crímenes efectivamente conducían en esa dirección. Después de algunas muertes azarosas el círculo había empezado a cerrarse en torno suyo, como el lazo alrededor del cuello del novillo en la yerra (nadie quería pensar en el toro cuyos huevos van a ser mutilados) y no faltaron las voces que aconsejaban que abandonara el pueblo. «No hay Gauchokiller que me achuche, canejo», se limitó a responder el aludido, que mantuvo las costumbres de siempre como si eso no fuera cosa suya.
Las víctimas, hasta el momento, no habían sido emboscadas en el monte ni en campo abierto, sino que habían sido atacadas en su propia casa mientras dormían. Aunque no era fácil admitir el miedo, no pocos pusieron dispositivos para alertar de la presencia de extraños en las inmediaciones, como la piola con cencerro y el porongo con luminación, que poco si algún resultado dieron. Otros, como repartiendo la cuota de susto que les tocaba, se reunían hasta tarde alargando la rueda de mate, en la que se confundían la cena y el desayuno, como tratando de atajar la noche para que no cayera tan pronto. Cuando por fin la oscuridad, cansada, insistía en recostarse sobre el caserío, irrumpiendo por todos los huecos que dejaban descuidados, alimentaban el fogón como sustituto doméstico de la luz protectora del sol, dejándolo encendido a modo de llamador para cuando aquel se despertara y viniera a abrigarlos nuevamente.
La tapera de Eustaquio no tenía piolas ni porongos que le avisaran de la llegada de un intruso; las sombras la recorrían tranquilamente como cabezudos recortándose contra las estrellas, sin que nadie las molestara en su paseo. Ahí no había luz artificial que prolongara la tarde; cuando ésta se retiraba el dueño de casa no pretendía retenerla, dejando que se marchara a la hora de siempre como un empleado que ha cumplido su tarea. Entonces Eustaquio se metía en el catre y no daba señales de vida hasta la madrugada siguiente, si bien algunos de sus compadres no volvían a darlas nunca desde que el Gauchokiller peinaba su llanura.
Para él, sin embargo, aquello era como el cuento del chupacabras, en el que desde luego no creía, habiendo visto en la batalla atrocidades tales que harían de este un cordero amariconado frente al jabalí salvaje que los devora como galleta al agua. De hecho, esos gauchos maulas, que se parecían bien poco a los que en otros tiempos lo habían seguido a la guerra, le empezaban a caer más pesados que recado de cuero mojado, sobre todo ese Chico Pereira. Pedazo de un maricón. Capaz el Gachokiller ese hasta le estaba haciendo un bien a la campaña, pensó. Por algo no se allega a mi rancho; sabe con quién se mete, sabe que en cueva de mulita también puede hacer nido la crucera. Tenía que llevar una tropa y dejó de pensar en aquellas cosas; si el Gauchokiller quería entrar en tratos con él, ya sabía dónde encontrarlo.
Los otros, cada vez más diezmados, se organizaron para cuidarlo mientras dormía, confiados quizá en que de este modo reconocería el peligro a que estaban expuestos. Esperaban secretamente que una vez más se pusiera a su frente para librarlos de este gringo sotreta que no se hacía ver. En vano esperaban, ya que Eustaquio no tenía pulgas para estos flojos, que ya era hora de que se hicieran hombres solos o se buscaran caudillo nuevo.
Una noche, estando en la puerta de su rancho Agustín y el Manco, lo vieron salir a Eustaquio, que pasó junto a ellos sin saludar, ensilló y arrancó al trote. Al rato, cuando ya las estrellas se estaban arrugando en el horizonte, llegó cabalgando un desconocido, vestido de gaucho pero completamente de negro, que entró y se echó en el catre a dormir. Agustín y el Manco salieron corriendo del julepe rumbo al pueblo, a buscar a Eustaquio y a los demás para avisarles que el Gauchokiller se había metido en lo de Poncho Villa, que allí debía estar, esperándolo en la cama para atravesarlo con su facón homicida, para terminar lo que había venido a hacer en el pueblo.
Hallaron gran revuelo entre los paisanos; mientras se apuraban a decirles que el Gauchokiller se había metido en lo de Eustaquio, que tenían que encontrarlo antes de que aquel lo encontrara a él, los otros les dijeron que había matado al Chico Pereira. Rápidamente se armaron y, sin esperar a dar con Eustaquio, partieron hacia su casa. Eran como quinientos y la madre; se agolparon frente al rancho, llamaron un par de veces y por fin derribaron la puerta. Tendido de costado, flaco, largo, seco como chirca, descansaba Eustaquio sobre el catre.

Vayan pelando las chauchas

Vayan pelando las chauchas
Donde juega la celeste
Todo el mundo boca abajo

Nos podrán tachar de troskos, anarcos, traidores, cipayos, vendepatria, nigromantes, sarracenos, comunistas trasnochados y telenochizados, tirabombas, teletubbies políticos, etc., pero si de algo no se puede acusar a los redactores de El Pozo Escéptico (léase yo) es de indiferencia hacia los problemas de la seguridad y los intereses de la patria. O sea, seremos lo que quieran, pero siempre aportamos argumentos sólidamente fundamentados para contribuir al debate de estos temas.
Y todo esto que parece, y lo es, una apertura de paraguas prematura, viene a propósito del asunto que vamos a discutir a continuación: el delicado caso del joven haitiano violado por las Fuerzas de Paz Gay de la ONU, o los efectivos destinados por nuestro país a la misma.
«Vergüenza», «mala imagen», «indignante», son algunas de las previsibles reacciones de los orgullosos ciudadanos uruguayos ante el escándalo. Hasta ayer nomás éramos los campeones de América; hoy somos los violadores de negros. Obama de inmediato rechaza recibir a Mujica tras haber confirmado la reunión días atrás: teme ser vejado por la delegación oriental. Los indios de Aratirí huyen por la misma razón y nos privan de 3.000 millones de dólares y otros tantos dioses que prometían traer; en Europa comienzan a mirar distinto a los futbolistas uruguayos de color, cuya entrega parece ahora encontrar su explicación.
El Ministro de Defensa y los mandos del ejército aseguran que se trató de una broma; si es así, en este país somos Buster Keaton, porque entre 1973 y 1984 (por no remontarnos más atrás) esto era un parque de diversiones. Somos las más locas de América. En los asentamientos, por otra parte, gracias a una policía entrenada en los mismos principios lúdicos, las fuerzas del orden confraternizan en rondas de juego con sus paisanos menos favorecidos, y en virtud de esta teoría, podemos decir que Bordaberry es Piñón Fijo y Telenoche Cacho Bochinche.
De modo que nuestros artistas camuflados estarían haciendo en Haití lo que los integrantes de Decalegrón hicieran en Argentina treinta años antes: exportar nuestro uruguayísimo sentido humor para regocijo de otros pueblos menos ocurrentes.
No niego que esta explicación sea satisfactoria, no tengo ningún problema en abrazarla como Fernández Huidobro a sus torturadores (o compañeros de juego, en su opinión) pero me preocupa esa masa escéptica de inconformistas que continúa rechazando lo sucedido por empañar la imagen intachable de la nación. ¿Qué les pasa?
Yo pregunto, desde mi sarracena y cipaya ignorancia: ¿Qué clase de patriotas son esos que toman a discreción lo que consideran virtudes para exaltarlas y excluyen otras características no menos relevantes del carácter nacional? ¡Así no vale! El mate es Uruguay; la tortura no. La tolerancia es Uruguay; el racismo no (esto lo suelen decir señoras mayores, blancas y de clase media-alta con un cono en la cabeza, no los negros, ciertamente). El fútbol es Uruguay; el tiro al blanco (o más bien negro) con civiles indefensos, no. Así es muy fácil, hasta un anarco es patriota si puede elegir lo que le gusta y negar todo lo demás.
Pero recordemos que por cada Felisberto que dio Uruguay, dio diez Benedettis; por cada Fernando Cabrera, veinte «Fatas» Delgado; por cada Eleuterio bien macho, varios miles de Dany Umpis, que prefieren lustrar el sable en lugar de blandirlo contra el pueblo invadido, como en Haití.
Entonces te digo, a ti, querido hermano oriental y artiguista, que tu patriotismo hipócrita, amanerado, de salón de té, es la única vergüenza que destila todo este episodio; a ti que te sonrojas con el video de nuestros nobles defensores de la soberanía cumpliendo su deber, eres tú, lacra inmunda, quien pone, con sus delicados prejuicios, palos en la rueda del progreso nacional.
Tú no amas a tu patria, ni a tu bandera, ni a Artigas, ni a tus Fuerzas Armadas; amas tus escrúpulos más que ninguna otra cosa. Tú no eres uruguayo porque eres incapaz de gritar con auténtico orgullo: «¡Sí, esos son MIS cascos rosados, esa que le están metiendo en el culo es MI bandera, y ese que los defiende es MI Ministro de Defensa!»
Ni fachos como la gente se consigue en este país, carajo.