M’ijo el zombie

Cuando nos graduamos de la secundaria, mis amigos Peter, Gabriel (ambos se fusionarían más tarde para formar un único músico pop) y yo, nos mudamos a Wisconsin para asistir a la Universidad Estatal de Maine.
La fortuna quiso que los tres obtuviéramos sendas becas para estudiar medicina, nuestro sueño, y más aún el de nuestros padres, los tres respetados profesionales del dolor en nuestra ciudad natal, que sin embargo eran lo suficientemente pobres como para no poder costear los gastos de nuestra educación superior. Puse en mi mochila los escasos cincuenta dólares ahorrados gracias a la penuria familiar, me despedí de mis paisanos deseando no volver a verlos jamás, y subí junto a mis compañeros al autobús destartalado que esperaba impaciente por nosotros.
Ninguno de los tres tenía noción alguna sobre medicina, a pesar de los antecedentes familiares, de modo que teníamos que prepararnos para el estricto examen de ingreso al que iban a someternos. Comenzamos por olvidar todo lo que sabíamos acerca de asuntos no pertinentes bebiendo tequila, como forma de hacer más lugar para el conocimiento que debíamos adquirir; formateamos el disco, por decirlo de alguna manera.
El primer día de clases fue algo intenso para unos muchachos como nosotros, campesinos semi analfabetos que apenas dominábamos los rudimentos de la escritura y otros sistemas simbólicos simples. No obstante su evidente esfuerzo por transmitir cuanto sabía con precisión, el profesor Mike iba algo rápido para nuestro gusto, arrojándonos datos en el menor tiempo posible para alejarse cuanto antes de aquella, citándolo textualmente, «piara de cerdos inmundos, incapaces de aprehender la idea más elemental».
Luego de cuatro horas de pacientes explicaciones, que involucraban diagramas, extraños dibujos anatómicos, cruces esvásticas y signos lógico matemáticos, desistió y nos sugirió hacer lo mismo, convencido de que no teníamos futuro en el ejercicio de la medicina o de cualquier otra ocupación que requiriera el empleo de herramientas conceptuales. Si bien nosotros podíamos estar de acuerdo con esta apreciación, nuestros padres no lo aceptarían jamás, por lo que debíamos buscar otra solución. Por fin, abatido, el doctor Mike accedió a eximirnos de los cursos teóricos en tanto nos aplicáramos con ahínco a las cuestiones prácticas, que son en definitiva la prueba decisiva del saber médico. El último texto que nos suministró fue una figura bidimensional del cuerpo humano con sus correspondientes órganos destacados en colores, a fin de que, de esta forma al menos, pudiéramos establecer ciertas relaciones entre los componentes del homo patologicus corriente.

Como ya no teníamos actividades curriculares que atender su consejo fue muy sencillo: desentierren unos cadáveres del cementerio de acá al lado y vichen adentro, a ver si reconocen los objetos de colores señalados en el esquema. Procuren que sean frescos, fue otro de sus consejos, ya que luego de necrosado el organismo las partes se vuelven bastante distintas a los dibujitos. Esto sí era una tarea para nosotros, de hecho, teníamos experiencia previa en la materia, pero preferimos no mencionar el detalle al Dr. Mike para no predisponerlo a favor o en contra.

Obtuvimos una pala en la rectoría a nombre de nuestro profesor. El porqué de mantener una pala en dicha oficina fue algo que no nos preguntamos en esa oportunidad, supongo que asumiendo que el rumbo pedagógico que se nos había marcado no era ajeno a la metodología de la institución. Señalamos el día siguiente para realizar la extracción; por la mañana leeríamos los obituarios a fin obtener los nombres de los habitantes más recientes de Hades, y por la noche procederíamos a desalojarlos cual policía estadual a los ocupas del Movimiento Sin Tierra. Debo aclarar que si bien Peter creía en la reforma agraria, no extendía sus convicciones a la tierra de las ánimas, en tanto Gabriel y yo éramos simplemente unos oligarcas putos a los que nos importaba un comino la suerte de los desposeídos. No sé a qué viene esta digresión pero de todos modos creí necesario hacerla.

Luego de comunicar nuestro plan al Dr. Mike y conseguir su aprobación nos dirigimos al campo esclavista donde nos alojábamos (la beca incluía alojamiento en ese lugar) y descansamos plácidamente hasta el amanecer. El canillita arrojó furiosamente el diario contra la barraca en la que dormíamos y logró depositarlo en mi lecho, previa destrucción de la ventana por la que yo tendría que pagar con mi esfuerzo, acaso fabricando cajas de cartón o calcetines de lana para los malditos desamparados. Leí rápidamente los titulares y recibí la dolorosa noticia de la muerte de nuestro tutor, el Dr. Mike, que lamenté por un breve instante antes de concebir la brillante idea de recuperarlo para que, de alguna manera, continuara el proceso de aprendizaje a nuestro lado.

Notifiqué esto a mis amigos y ellos estuvieron de acuerdo. El Dr. Mike fue enterrado esa misma tarde; no asistimos a su funeral puesto que pensábamos reunirnos más tarde con él. Al caer la noche nos dirigimos al cementerio munidos de la pala, un farol y una bolsa plástica; trasladar al Dr. en la misma no nos ocasionaba ninguna incomodidad ya que recordábamos su encendido discurso acerca de la prioridad de la ciencia sobre las consideraciones morales. Uno de nosotros se quedó conversando con el sepulturero como Maldoror en el Canto Segundo, mientras los otros dos profanaban con celeridad la tumba de nuestro amigo fallecido. Cuando la pala golpeó el ataúd (bastante ordinario, por cierto) el Dr., indignado, pidió no ser molestado en su descanso. Demonios, algo había salido mal. Rápidamente tratamos de tapar la sepultura, pero era demasiado tarde; habíamos caído en su trampa. Corrimos dejándolo atrás; su movilidad era similar a la que tenía en vida, aunque ahora dudábamos de que alguna vez lo hubiera estado.

Llegamos al pueblo y buscamos de inmediato a algún policía o autoridad a quien informar; todos se reían en nuestra cara. Peter golpeó al oficial con la pala pero, para nuestra sorpresa, aunque a esa altura difícilmente pudiera hablarse de tal, resultó ser un zombie como nuestro profesor. Más gente se acercaba hacia nosotros por las calles; no podíamos oponernos a ellos ya que su número era considerable y apenas pudimos atacar a otro con la pala para asegurarnos que se trataba de un pueblo de zombies, hipótesis que desde luego quedó verificada. Gabriel sugirió huir hacia el campo esclavista antes de que nos rodearan, pero yo me opuse al recordar que debía pagar la ventana rota; no estaba de ánimo para fabricar cajas, a pesar de que era la única salida. Tuve que admitir que era así, que no había a dónde escapar.

Llegamos a la barraca y trabamos la puerta, sin embargo, la maldita ventana seguía allí ofreciéndose sin escrúpulos a cualquiera que quisiera vulnerarla. La tapié con una tabla y me aseguré de que este pequeño trabajo de carpintería contara como pago por el descuido, anotando en la tabla el tiempo que me había insumido la reparación junto con mi nombre y la fecha, fecha que para la historia constaría como la de mi gran arreglo en madera y el apocalipsis zombie . Afuera, los muertos vivos se agrupaban en las entradas, puertas y ventanas, pero sus fuerzas eran insuficientes para penetrarlas. Las horas se convirtieron en días mientras ellos sostenían la vigilia; los escasos alimentos comenzaron a escasear y esto nos obligó a pensar en salir de allí cuanto antes, aunque no tuviéramos idea de cómo hacerlo. Nos sentábamos durante horas mirándonos fijamente mientras los zombies se desplazaban en el exterior, aumentando la desconfianza mutua en relación inversa a nuestras posibilidades de sobrevvir.

El tercer día de encierro estallé, no soporté más la situación y decidí irme a como diera lugar. Mis amigos se oponían. Tuvimos una larga disputa y, como no nos poníamos de acuerdo, tomé la pala y amenacé con golpearlos si no me dejaban salir. Gabriel no se atrevió a enfrentarme, pero Peter se puso firme y me desafió, con lo que no me dejó otra opción que descargar la herramienta sobre él. El golpe fue brutal, justo en el centro del cráneo, y la sangre salpicó, copiosa, las paredes. Giré con el impulso y levanté la pala hacia el otro, que se echó hacia atrás hasta quedar con la espalda contra la pared. No tenía intención de agredirlo; su expresión horrorizada me indicaba que ya no era un obstáculo para mí, pero a mis espaldas se estaba gestando algo terrible; Peter, cuyos sesos decoraban los muros, estaba de pie y sonreía, provocando el terror, según creí, de nuestro otro amigo. Entonces le asesté un palazo a éste también, con el mismo resultado resurrectorio que en el caso anterior. Por fin comprendí nuestro destino común y, sin hacer preguntas, dirigí la pala en dirección al último habitante de aquel inmundo lugar.

Sordidez y sentimiento

Estaba sobre ella con mi boca a escasos centímetros de la suya, sintiendo la respiración entrecortada que dejaba escapar a intervalos cada vez más cortos, las gotas de sudor se apoderaban de su rostro como oleadas de agua, recorriéndolo con lentitud hacia las cavidades en las que se depositaban indiferentes; yo tenía la mirada fija en sus ojos cerrados que se convulsionaban al ritmo de nuestro movimiento; su  pelo caía con la torpeza natural de un arbusto salvaje, cubriendo zonas sin ninguna regularidad hasta extenderse sobre la cama. Sus manos se adherían a mi espalda con fuerza y dibujaban en ella figuras que se desintegrarían sin dejar huella. Como nosotros, como ese acto de sabor prohibido del que nada quedaría una vez concluido, hasta que se iniciara una vez más.
De pronto, un ruido procedente del exterior interrumpió nuestra estadía fuera del tiempo, devolviéndonos de un salto a la superficie. Alguien se aproximaba. El sonido de una puerta violada por la llave, la negociación llevada a cabo dentro de la cerradura, el permiso otorgado y los pasos firmes que emprendieron la ascensión arremetiendo la escalera con una seguridad condenatoria. Ella me apartó con el brazo, empezó a vestirse con la misma urgencia con que antes se había entregado a mis caricias y comenzó a recoger al mismo tiempo mis prendas, borrando en un instante lo que habíamos construido pacientemente hasta ese momento. Tiró mis cosas dentro de un armario desordenado mientras me suplicaba que me escondiera cuanto antes, acosados por los pasos cada vez más cercanos que no reparaban en el efecto que producían dentro de la habitación. Otra vez ruidos metálicos venciendo los obstáculos que le impedían avanzar, otra puerta abierta, la última, y una voz apenas audible gritando palabras que se podían adivinar sin necesidad de comprenderlas. Ella me empujó hacia el armario y yo resignado me interné en él, aceptando que todo estaba terminado y que era hora de volver a la clandestinidad, a la clandestinidad solitaria y peligrosa de un mueble oscuro y húmedo como oscura y húmeda era la libertad fuera de él.
La voz ronca irrumpió en el cuarto. La luz estaba apagada, ella había salido justo a tiempo y él, después de mirar desatento por todos los rincones, también se alejó. Oí cómo gritaba nombres y lugares; oí también la voz de ella calmándolo y asegurándole que todo era culpa de sus malditos celos, siempre sus malditos celos que no les permitían tener una relación normal. Luego se oyó el ruido del vidrio chocando contra sí mismo; alguien había sacado vasos de algún estante, y ahora dejaba caer hielo en ellos. Pude descifrar que habían arrastrado sillas hasta la cocina (debía ser la cocina ya que era la habitación más lejana) y ahora el tono de las voces sonaba más bajo. Yo tenía que salir de allí cuanto antes, mientras ella conversaba tranquilamente con él y le explicaba quién sabe qué confusos motivos, la falta de confianza que la ahogaba y la vigilancia constante que cada vez la tenía más cansada. Qué comediante, qué artista, pensaba yo dejando escapar una risa imprudentemente sonora dentro de mi prisión sin rejas.
Empecé a vestirme ayudado por la escasa luz que llegaba desde lugar donde se encontraban ellos; debía tener la precaución de no ponerme los zapatos pero sí las medias para amortiguar el ruido de los pies descalzos sobre el parqué; con suerte el pelotudo habría dejado las llaves en la puerta y yo saldría sin que nadie sospechara nada. Bah, sospechar lo sospechaba, en todo caso no le ofrecería la prueba que buscaba. Con todo el apuro de que era capaz me puse el boxer, los pantalones, la camisa, las medias (recordé el detalle) tratando de adivinar dónde estaban y de asegurarme que ella lo mantendría alejado del cuarto. Me estaba escabullendo nerviosamente cuando oí la voz del hombre que volvía a gritar, ahora más feroz y convencido que nunca, mientras ella mezclaba palabras incoherentes en su discurso, que no se interrumpía por esto. Volví a meterme en el armario, intentando con todos mis sentidos comprender lo que sucedía afuera, a pesar de que no había nada que comprender, sólo debía procurar mantenerme quieto y callado en mi sitio.
Los gritos surgían cada vez más cerca del cuarto; me pareció que forcejeaban también, aunque desde mi lugar era difícil asegurar qué ocurría con exactitud.
– ¡Dónde está, decime dónde está, atorranta!
– No hay nadie, ya te dije…
– ¡No me mientas que vas a cobrar vos también!- decía la voz del hombre.
Era evidente que peleaban en la puerta de mi escondite, y que si ella no conseguía atenuar su ira, yo estaba perdido. Opté por permanecer inmóvil, observando el desarrollo de los acontecimientos en espera de que ella impidiera que alcanzara la puerta que me protegía.
Ella lloraba, supongo que más bien como herramienta que con sinceridad, pero él seguía adelante sin que esto le importara. Ella se aferraba a él y lo seguía manteniéndose apenas en pie, suplicando que le creyera, algo que ni siquiera yo podía hacer ahora. Creo que sentí pena por el desgraciado también, pero más pena sentí por mí puesto que era yo quien iba a ser molido a palos. Revisó minuciosamente la casa, cada rincón, con ella a remolque, amenazándola en todo momento con castigos infinitos (como los que se disponía a descargar sobre mí) si se negaba a confesar. Ella mantenía la farsa con dificultad pero con el aplomo que sólo las mujeres habituadas al engaño pueden desplegar. No resultó; llegaron al dormitorio.
El tipo pateaba con violencia todo lo que se interponía a su paso, y yo estaba a punto de llorar al saberme indefenso frente a semejante monstruo. Se deshizo de la ropa de cama, dio vuelta el colchón y por fin se dirigió hacia donde yo me ocultaba. Me arrinconé cuanto pude, cubriéndome la cara con las manos, tratando de confundirme con los trajes y camisas colgados en las perchas que me rodeaban.
Ella gritó: «¡No!» y, de un golpe, el amante de mi esposa abrió por fin la puerta del armario.