El hombre de Dnieprostroy

Cuando yo era niño mi familia vivía en una cabaña de barro en Tiflis, Georgia. El techo también era de barro, siempre estaba húmedo y, cuando llovía, caían trozos sobre nuestras escasas posesiones. Más que escasas, eran inexistentes. Las hambrunas eran habituales; en ocasiones se perdía una cosecha y resurgía el canibalismo. Recuerdo un período particularmente cruel para nuestros vecinos, que nosotros logramos sortear gracias al acopio realizado el año anterior, durante el cual la asistencia a mi escuela diezmó de forma considerable; allí perdí a mi mejor amigo, Sergei, cuyo padre, militante bolchevique de la vieja guardia, me daría una mano más tarde para conseguir empleo.
Sergei no fue solamente mi mejor amigo, fue el único que tuve en toda mi vida. Sergei, a pesar de su edad, sabía escuchar y comprender, era considerado, y jamás desechaba con sorna mis intereses, como lo hacían mis padres y las demás personas, y como lo seguirían haciendo todos de allí en adelante. Fue a él a quien confié mi temprana vocación por la arqueología, despertada quizá por el descubrimiento en aquellos años del muzik de Treblinka, habitante primitivo de las áridas tierras rusas, que provocó en mi imaginación infantil todo tipo de ideas emocionantes. Sergei me alentó a contárselo a mis padres, lo que procedí a hacer  por su consejo; ellos se burlaron con crueldad desmedida y no volvieron a mencionar el tema, excepto cuando querían dejarme en ridículo frente a algún pariente o vecino.
Tras la muerte de Sergei me sumergí en mis pensamientos, y progresivamente me convertí en un muchacho introvertido, callado, ausente. No di lugar a bromas por parte de nadie; concentrado en los estudios, aplicado en extremo, evité revelar cualquier inclinación mientras no resultara absolutamente necesario. Al terminar los estudios secundarios, cambié la dacha de mis padres por una habitación con comodidades similares en la Universidad de Odesa, un centro intelectual bastante progresista para la época.
Comencé mi carrera con entusiasmo, suponiendo que la vida académica admitía ciertas excentricidades e incluso las amparaba, como por ejemplo la devoción del estudiante provinciano por una ciencia que apenas estaba desarrollada en nuestra patria. Estas ideas se demostraron decididamente equivocadas tan pronto se descubrió que yo era el único que cursaba arqueología; incluso mis profesores parecían disgustados con la situación, que los obligaba a trasladarse y descuidar sus ocupaciones para adiestrar a un pobre campesino georgiano, hacia el que sentían un indisimulado desprecio.
Soporté con orgullo todas las humillaciones a las que me sometieron, y al graduarme con honores, tal vez de forma muy ingenua, creí que su menosprecio cesaría; no podía estar más equivocado, una vez más. Se desvincularon de mí tan pronto como pudieron, y ninguno me ofreció consejo u orientación alguna para afrontar la vida profesional que empezaba ese día.
No me sentí desalentado al encontrarme solo en mi destartalada pieza, que al fin estaba en condiciones de abandonar. Junté mis siempre insuficientes pertenencias y me dirigí a la única institución que patrocinaba la investigación en mi especialidad. Alquilé un cuarto más desvencijado que todos los que había conocido hasta entonces, cuya única ventaja consistía en la proximidad al instituto, y, acosado por el hambre, elaboré una estrategia de visitas cotidianas en las que presentaría con insistencia mis planes científicos hasta que fueran aprobados. Lo fueron con relativa rapidez, con la contrariedad de que yo no estaba incluido en ellos.
Por primera vez en mucho tiempo me sentía angustiado; luego de vencer todas las adversidades, incluida mi familia, gracias a una voluntad que no se había permitido la desazón en ningún instante, sucumbía ante un poder contra el que nada valía mi esfuerzo. No sabía tampoco cómo enfrentar una contingencia de esa naturaleza, que no requería de ningún despliegue de cualidades sobrehumanas como las que había aprendido a cultivar.
Entonces el padre de Sergei me enseñó que incluso la tenacidad más desarrollada es inútil sin la asistencia de los poderes que deciden los destinos superiores; su intervención me colocó en la posición que mi descomunal empeño no había logrado obtener.
Entré al Instituto Arqueológico del Pueblo en el escalafón más bajo, que se reserva a los profesores de escasa originalidad para cumplir tareas secundarias. No deseaba otra cosa; desde allí, estaba seguro, podría imponer mis puntos de vista y opiniones con la autoridad que yo sabía poseía.
Cuando por fin se presentó la oportunidad, transcurrido un largo tiempo en el que apenas pudo oírse mi voz en aquellos salones, fui desplazado nuevamente; una expedición científica a los Urales, en busca del Hombre de Dnieprostroy, que yo había sugerido y detallado minuciosamente, no me incluía. Me alcé contra la injusticia, protesté en todos los espacios pertinentes e incluso envié una comunicación al Comité Central denunciando la maniobra, pero de nada sirvió. Viendo cómo se escapaba la única posibilidad de demostrar mi valor, decidido a no permitir que eso sucediera, adopté sin dudarlo el curso más resuelto a mi alcance: realizar mi propia expedición en solitario y obtener antes que ellos el ejemplar perseguido.
Habituado a las privaciones, cargué tan solo una pala y los pocos alimentos que logré reunir. Caminé la estepa infinita, sorteé las tormentas más severas, me impuse al frío más extremo, y al cabo de algunas semanas alcancé los Urales casi al mismo tiempo que mis bien equipados rivales. Ellos excavaban en una zona que, de acuerdo a mis observaciones, era inexacta; yo procedí a hacerlo unos cuantos cientos de metros más allá, en la ladera de un cerro que a su vez me servía de amparo frente a su mirada desdeñosa.
Cavé con frenesí, deteniéndome apenas para beber agua e ingerir algún alimento, más bien escaso. Noches y días se confundían en una sucesión mecánica, que me absorbía por completo, haciéndome olvidar incluso el propósito de toda la empresa. Ya no recordaba a mis oponentes y sus insultos, a la dacha familiar donde se había incubado el desprecio, a los compañeros que jamás me habían mostrado cariño o respeto; hasta Sergei y su padre parecían ahora hojas caducas de un árbol que nunca había florecido, y sobre estos pensamientos deambulaba con largos pasos cuando la pala golpeó algo sólido, que me obligó a dirigir mi atención hacia ella.
Hundí mis manos en la tierra húmeda, extrayéndola con cuidado mientras, con los dedos como única herramienta, buscaba el elemento sólido que la pala había impactado. Lentamente fui apartando los residuos que rodeaban el objeto, que ahora podía palpar; una luz tan fría como el hoyo en el que me encontraba era toda la ayuda de que podía valerme. Dibujé el contorno curvo con mis extremidades, acaricié la superficie perfecta, y por último alcé el cuerpo hasta el horizonte de mi vista: allí estaba, ofreciéndose a mí para que lo contemplara, y con él la gloria a que me haría acreedor, por primera vez en miles de años, el cráneo del Hombre de Dnieprostroy. Entonces miré hacia arriba, hacia la entrada del pozo, que era apenas una luciérnaga de brillo atenuado rodeada por una oscuridad voraz.