Ciclo de Filosofía… ¡en canal 4!

Dada (o dadá) la desleal competencia emprendida por el canal estatal contra la televisión (o Television) privada, canal 4 decidió responder al ataque socavando uno de los ciclos más exitosos de aquél, Prohibido Pensar, emitiendo su propio programa de filosofía, titulado posmodernamente La Muerte del Sujeto (se manejó tentativamente Prohibido Pensar Bajo Pena de Muerte, pero no prosperó)

El presentador en este caso no será un destacado académico cuyo prestigio descansa en la actividad universitaria, publicaciones y conferencias, sino el informativista estrella del canal, Fernando Biliar, de forma que la aburrida materia se convierta en un show masivo más acorde a los postulados del canal.

Asesorado por un estudiante (bastante sospechoso por esta razón) de Facultad de Humanidades que hará las veces de esclavo rastreando en los archivos y bibliotecas, el objetivo será hallar historias de hondo (como corte de cuchilla de cocina) contenido humano, en las que, desde luego, prevalezca el lado más oscuro de los guardianes de la razón. ¿Que no las hay? ¿Acaso nunca vieron Telenoche, ingenuos? Biliar puede extraer sangre hasta de una piedra (que Hegel consideraría en su condición de sujeto, por cierto) dios y Bordaberry mediante.

El joven plancha erudito, a modo de ejemplo, ya ha adelantado algunos de los frutos de su incansable (y aliterativa) labor: la homosexualidad de Foucault será expuesta sin omitir detalles escabrosos, como las orgías filosóficas micromasoquistas (ya que en ellas se deconstruía el sadomasoquismo);  Althusser, reconocida figura del estructuralismo, cuyo padecimiento mental condujo al asesinato de su esposa (¡esta es una ficha ganadora! Con este Biliar casi da vuelta la máquina); y el desfalco financiero llevado a cabo por Francis Bacon, precursor de los Peirano, precedido a su vez por Diógenes en la Grecia clásica.

Hablando de Diógenes, Biliar se equiparará en esta producción con su homónimo (también homo sapiens) Laercio, autor de las Vidas de los Filósofos, quien lamentablemente no dispuso en su época de los medios para escandalizar puestos al alcance del enorme F.B.

Y si bien Comte se casó con una prostituta y eso está muy bien, a Pedro Abelardo le cortaron los huevos, sí, así como lo leyó, ¡Eloísa fue la Lorena Bobbit de la Edad Media!, y eso está mucho mejor.  Sórdido como reunión del Forro Batllista.

Sin embargo, se ha anunciado que el contenido explosivo, mutilante, gore, psycokiller del primer programa, cuyo grado insuperable de violencia ya ha puesto en alerta a las autoridades de la URSEC, de la URSS, de la Comintern y otras 347 instituciones dedicadas a la preservación de la salud mental del público en países del Tercer Mundo. Pero Biliar se limitó a responderles con un explícito corte de manga que niega toda posible intromisión de los organismos, lo que augura el éxito sin precedentes de esta maravilla de los 9 milímetros (las cámaras de canal 4 filman en un formato similar al de las pistolas reglamentarias) No hay entidad multinacional que detenga la hemorragia de rating que se está incubando en lo profundo del Centro Montecarlo de Noticias.

Pues bien, estamos en condiciones de confirmar que el primer programa, titulado simplemente Karl perdió la cabeza, abordará el incidente que enfrentó a Wittgenstein y Popper en una batalla monumental donde lo que menos predominó fue el uso del envase de la Razón. Uno de los secretos mejor guardados de la filosofía analítica del Siglo XX, el episodio involucró, como con Trotsky y el piolet, el uso de un atizador de hierro con el que Ludwig no sólo cercenó (metáfora absurda de la disciplina) el órgano teórico de Sir Karl, sino que, completamente alienado (en el sentido no materialista histórico del término) continuó su banquete de sangre empalando a Lord Russell, Rush Rhees, G.E. Moore y Norman Malcolm, entre otros muchos. Luego pateó las cabezas hacia afuera y corrió cantando Breaking the Law de Judas Priest mientras se hurgaba la nariz con el atizador, perdiéndose en las sombras para siempre.

Karl Popper fue reemplazado por un doble como Paul McCartney tras su muerte en 1968 (la de McCartney), en tanto su cabeza siguió predicando infatigablemente el racionalismo crítico hasta que sufrió C.H.E.E. (Combustión Humana Encefálica Espontánea) en 1993.

Imperdible.

1500 años de soledad

Cuando nos mudamos yo estaba triste porque no tenía amigos; bueno, tampoco los tenía en el otro barrio, pero al menos conocía a los que me rechazaban. Mis padres estaban preocupados por verme tantas horas solo, abstraído, soñando con esos malditos trenes como los llamaba mamá. Malditos ellos que ni siquiera me permitían  tener una mascota como cualquier niño de mi edad; según decían, no teníamos lugar, pero bien que teníamos lugar para esa vieja asquerosa que me babeaba como si quisiera disolverme con sus jugos antes de comerme; ya sé que el perro se caga y se mea adentro, pero la abuela también lo hacía y nadie decía nada.
Hasta que un día papá apareció con una cajita muy delicada donde venía ella, descansando sobre una especie de colchón, dormida. Salté y me colgué de su cuello, besándolo casi como cuando la abuela me besaba a mí, con una alegría sincera que no recordaba haber experimentado antes hacia ellos. Papá me dijo que la abriera con cuidado, que le había costado mucho trabajo (aunque esto quería decir plata) conseguirla, y que esperaba que me gustara, y me devolvió el beso con un cariño bastante convincente. Retiré despacio el envoltorio y vi asomar algo verde con una franja amarilla, que no me atreví a tocar. «Dale, abrilo a ver si te gusta», dijo mamá animándome. No me gustó, me encantó, me enamoré de inmediato de ella; no era un animal sino una 1500 flamante; le di otro beso a cada uno y salí corriendo con la locomotora a remolque hacia mi cuarto.
A partir de ese momento empecé a dedicarle todo el tiempo a mi máquina, que, dicho sea de paso, requería más atenciones que una vulgar mascota con sus limitadas demandas de alimento y aire fresco. Una locomotora necesita un ambiente adecuado, que le construí, reproduciendo la remesa Peñarol a escala además de una pequeña playa de maniobras para que pudiera pasearse libremente y tener contacto con otras criaturas de su especie.
Si mis padres pretendían que la responsabilidad de tener algo de que ocuparme me hiciera más sociable e inculcara ciertos hábitos y rutinas, el experimento resultó un fracaso absoluto; no es que descuidara a la locomotora sino todo lo contrario, que no podía hacer más que eso. Las cosas en la escuela comenzaron a ir mal, sobre todo porque a la maestra se le ocurrió la ridícula disposición de no permitir la entrada de locomotoras al salón, equiparándola con cualquier bicho ordinario. Mis compañeros no eran particularmente simpáticos con ella, como tampoco lo eran conmigo, y eso contribuía a mi creciente indiferencia hacia ellos. Si antes nadie me comprendía, ahora habían abandonado todo intento de hacerlo.
Yo pasaba las tardes mostrándole a mi 1500 sus ancestros, explicándole cómo, cuando creciera, ella sería como aquellas bestias majestuosas y se deslizaría con elegancia sobre las vías de la misma forma que ellas. Un día la llevé a Carnelli para que viera a otras GE hacer maniobras; la puse frente a una y ella la miró asombrada desde su corta estatura, encendiendo las luces de posición como un perrito cuyos ojos se iluminaran a la vista de otro cachorro. Pero la grande, rugiendo enojada, salió a toda velocidad dejando tras de sí una oscura pluma de humo negro similar al aliento alcohólico de un mayor malhumorado. Yo la tomé en brazos, consolándola, y nos fuimos a casa. Creo que me sentí maravillado por nuestro parecido.
Sin embargo, mis padres veían cada vez con mayor inquietud esta relación, para ellos incomprensible. Se hartaron de mi insistencia en que la locomotora iba a crecer e incorporarse al parque de AFE. Esto los decidió a llevarme con un profesional («¿un mecánico?» pregunté, ingenuo); si ellos no lograban convencerme de que esa máquina era sólo eso, un artefacto inerte, que jamás iba a crecer, pues un psicólogo tendría que hacerlo. Yo accedí con la única condición de que la locomotora estuviera presente en la sesiones; mis padres se negaron, pero parece que, luego de consultarlo con el doctor, éste estuvo de acuerdo.
– ¿Te gusta mucho esa máquina, no?- preguntó.
– Claro, ¿a ud. no?
– Sí, es muy linda. Pero tenés otros amigos además de ella, ¿verdad?
– Sí, por supuesto- mentí.
– ¡Mentiroso! ¡No tenés ningún amigo, por eso estás acá! ¡Encima de loco sos bruto embustero!- gritó enfurecido. Me puse a llorar. Creo que la máquina también, o tenía una pérdida de agua, como la 1519- No llores- continuó- Cuando yo tenía tu edad también tenía un muñeco con el que conversaba y pasaba muchas horas. Es normal, no tiene nada de malo. Pero tenés que entender que un muñeco de Louis-Ferdinand Céline  o un ciempiés asqueroso de dos metros o una locomotora diesel eléctrica Alco de 1500 caballos, fabricada en Schenectady, Nueva York, en 1952, no son verdaderos amigos aunque les hables, y que tarde o temprano, cuando crezcas, vas a tener que aceptarlo, porque ella no va a crecer como vos. Y cuanto antes lo hagas, mejor. Por eso estás acá- dijo.
– ¡Ella sí va a crecer, ud. no entiende! ¡Es como todos los demás, como mis padres! ¡Déjeme en paz!
– Tenemos que trabajar sobre esa ira también. Pero para el primer día es suficiente, veo que estás muy tenso- y me pegó un sopapo antes de echarme del consultorio.
Me fui muy triste, en el auto no quise hablar (salvo con la 1500, claro) y me encerré en el cuarto al llegar a casa. Pasé muchos días así, en la escuela mis compañeros me ignoraban porque era el loco que hablaba con el juguete, la maestra no me dirigía la palabra, el psicólogo me gritaba por cada respuesta que le daba y mis padres estaban sumamente decepcionados porque yo seguía creyendo que la máquina iba a crecer un día y siempre íbamos a ser amigos. Desearon no habérmela comprado jamás, lo que me resultó muy cruel, porque al fin y al cabo ellos habían pensado que esa era la solución. Era como esos que tienen un hijo enfermo y lo culpan de la situación en lugar de culparse ellos por haberlo tenido. La abuela, a todo esto, seguía haciéndose caca y pichi.
Tuve algunas sesiones de terapia más, que no produjeron resultados. El doctor no era malo, pero se estaba dando por vencido y aconsejó internarme una temporada lejos de los trenes y en especial de mi locomotora. Tuvimos una reunión familiar esa noche; todos lloramos mucho, menos la abuela que se hizo caca. Estaba decidido que, si no había ningún cambio en las próximas semanas, iban a seguir la recomendación del psicólogo. Me fui a dormir muy deprimido; dejé a la locomotora en la remesa, después de darle arena, agua y combustible, y le di las buenas noches pidiéndole que no se preocupara.
De madrugada, mientras todos dormíamos (excepto la abuela, que estaba en el baño) escuchamos un estruendo terrible, como si la casa estuviera derrumbándose. Papá y mamá se encontraron conmigo en el comedor, con el susto en el lugar de la cara que debía ocupar el sueño. Se miraron sorprendidos porque yo tenía una enorme sonrisa y observaba el lugar por el que la locomotora, de casi diecisiete metros de largo, tres y medio de ancho y ciento dos toneladas, acababa de salir. Me sentí triste al pensar en cuánto iba a extrañarla, pero, al menos, estaba seguro de que no iba a ver más al psicólogo.

La tía Julia y el vudú

Las visitas de la tía N son el embole más grande que pueda existir; cuando no trae problemas inconcebibles de vieja hipocondriaca viene con hazañas no menos inverosímiles de su nieto el Cachulo, que con ese apodo la única hazaña que admito como auténtica es que escape a salvo del bullying liceal.
Por eso, cuando viene la tía N a casa yo agarro el skate y salgo con la certeza de que incluso romperme el alma en la patineta es menor mortificación que una tarde junto a la señora infumable y mi propia madre, no menos hábil en dichos menesteres.
Así, la última vez que tuvimos el honor de recibirla saludé muy educadamente sólo para precipitarme cuanto antes escaleras abajo al ritmo de NOFX y de mis huesos rotos, sonidos que a mis oídos resultaban más eufónicos que la voz aguda de la tía N. Mientras caía, pude escuchar cómo Cachulo había sacado un doce esa semana en historia (por chupapija, pensé) después de derrotar a todo el equipo de maratón del colegio con sus ochenta kilos de puro sobrepeso adolescente, sin olvidar que a ella le habían diagnosticado culebritis severa lo que la obligaba a reptar como víbora hasta que los médicos descubrieran el origen de su padecimiento. Para entonces, por suerte, en mi reproductor de mp3 sonaba Linoleum al palo y ya no supe nada más de Cachulo, la culebritis y demás atrocidades de mi detestada pariente.
En la placita estaban los pibes, como todas las tardes, achicando en nuestro rincón y tomando el vino lija de Arturo, el almacenero hijo de puta que pese a que vende semejante basura intomable es el único que nos fía y no le dice nada a nuestros padres sobre aquellos tratos comerciales oscuros. Un crá, Arturo.
Yo llegué pasado de impulso en la curva de circunvalación de la plaza y me pegué un palo tremendo frente a Cecilia, la morocha linda que no me da bola ni siquiera cuando vuelo ágilmente y consigo aterrizar sin romperme la cabeza intentando, sin éxito, impresionarla. Sí tiene efecto sobre Victoria, lo que no podría importarme menos salvo como enlace a quien comerle la cabeza para que me habilite a Cecilia, la morocha linda que no me da bola. Victoria es más punkrock que Cecilia si vamos al caso, y eso es algo que me gusta de ella, pero más me gustan las tetas de la otra y a eso no hay con qué darle. Y eso que yo quiero darle más que nada en el mundo.
Así paso las tardes en que logro sortear, como un obstáculo de la rampa de skate, la presencia de la tía N. No es que no la quiera sino que la odio activamente y ya a esa altura había concebido tantos planes para eliminarla de tantas maneras diferentes y originales que mi lista parecía el catálogo de enfermedades absurdas de la tía; como es bien sabido, la ridiculez forma un círculo y los extremos opuestos se encuentran eventualmente en algún punto. La tía y yo, muy a pesar mío, compartimos la afición por el divague fantástico, el descarrío salvaje de la imaginación, la producción insana de ficciones extravagantes. Con la diferencia sutil que las suyas son inofensivas y las mías involucran su muerte, claro.
Estiré aquella tarde tanto como la ropa interior del Cachulo cuando los abusones le practican el calzón chino, con la pretensión de regresar a casa una vez ella se hubiera marchado, tanto fue así que, yendo contra mis principios más arraigados, habilité unos cobres para pegar otro vino. Y junto con este vino apuré mi desgracia; el pedo azul que me agarré contribuyó, incontrovertiblemente, a mi caída, tanto espiritual como física. Primero paso a referir esta última para luego hacerlo con la primera.
Resulta que, cuando juzgué que ya era seguro volver a casa, el pedo por el que estaba poseído decidió acompañarme en la tabla. Quienes alguna vez hayan intentado llevar un pasajero en esa clase de vehículo sabrán lo difícil, por no decir imposible, que es culminar la tarea sin contratiempos. Cuando ese pasajero es una carga de alcohol montada en el sujeto, las posibilidades se reducen aún más, como es evidente. Eso fue lo que me ocurrió al doblar nuevamente la curvita circunvalatoria que casi se cobra mi vida la primera vez, sólo que en esta oportunidad el «casi» se bajó del skate antes de la catástrofe y me fui de trompa al pavimento; no quiero sugerir que el suceso fuera ajeno a la latitud de probabilidad habitual, sólo que en este caso fue más inoportuno que pedo en ascensor del Conrad. Como pude, me sacudí las piedras que no habían atravesado la piel y extraje las otras con instrumentos más toscos que mondadientes de varilla de ocho. Quedé bastante maltrecho, a decir verdad, pero en peor estado quedaron mis pantalones; para mejor, un perro capturó mis garrones y los hizo rehenes de sus filosos dientes, cobrando a modo de rescate una parte del lompa que no estaba comprometida antes.
La catástrofe definitiva se produjo al entrar a casa: la tía N seguía allí, instalada cómodamente frente a una taza de té con la que bajaba las patrañas sobre Cachulo, que mi madre escuchaba con la misma atención que una exposición de la teoría marxista de la renta de la tierra comparada con la de Ricardo (mi hermano, no el economista clásico)

La vieja reparó en mi pantalón harapiento, destrozado en una contienda perdida con perros hambrientos de tela y veredas igual de voraces con sus fauces de baldosas deshechas.
– Deme que la tía le cose el pantalón, m’hijo- dijo.
– No se preocupe, tía; es viejo (como vos, bruja del infierno, pensé), no vale la pena.
– ¿Sabés cuántas veces le tengo que remendar los pantalones al Cachulo (y sí, si lo pasan cagando a palo)? Es que todos quieren que juegue (ya sé, lo usan de pelota al pancho este) con ellos, por lo bien que juega al fútbol, ¿viste?
– Bueno, dele, tía, arregle si quiere- dije resignado.
Mamá trajo la caja de costura; encima de los carretes de hilo, dedales y demás, había una pequeña muñeca de trapo repleta de agujas. La levanté jugando con el parecido que tenía con la tía.
– ¿Viste mamá? ¡Es igual a la tía!
No se rió, quizá por respeto, quizá porque el parecido era realmente asombroso.
El filamento de mi cerebro de bajo consumo se encendió lenta pero seguramente; mientras la tía daba las primeras puntadas al pantalón, yo hacía lo mismo con la muñeca; un pinchazo en la rodilla hizo que se agachara con un claro gesto de dolor en su despreciable rostro. Mi repentino interés en el vudú siguió creciendo con cada prueba de su eficacia; un pinchazo aquí, otro allá; ahora el codo, después un dedo; la vieja ya no lo soportaba más y se despidió como pudo, recogiendo sus cosas y disculpándose por la imprevista dolencia. «Será la culebritis«, dijo abriendo la puerta apurada y salió arrastrándose con dificultad. Una vez hubo traspuesto la puerta, clavé el último alfiler; en ese momento, no pude dejar de pensar en Cecilia, la morocha linda que no me da bola.