Pablito

Pablo está angustiado porque siente que nadie lo respeta ni lo quiere. Nadie, incluyendo a sus padres, hermana, abuelos, vecinos, compañeros de clase; todos lo desprecian. No sabe cuándo ni cómo ni por qué comenzó, si es que tuvo un comienzo y no surgió cuando él ingresó a la vida. Siente que llegó tarde a algo, que los lugares ya están ocupados, que la conferencia ya está en curso y nadie desea que participe. Su opinión no importa, y por eso no tiene ninguna opinión. Pero sabe que algo está mal, porque no puede creer que justo a él le haya tocado esta galletita de caca en el paquete de chocolate. Es algo falso, algo que está ligeramente corrido de su posición normal, pero no puede explicarlo porque él es parte del fenómeno. Él es el fenómeno, mejor dicho. Y no es un «fenómeno» como Suárez, ese al que no le gustan los negros ni los judíos ni los pichis ni los comunistas pero igual lo quieren todos; o ese otro, Pedro, al que no le agradan los negros ni los judíos ni los pichis ni los comunistas ni la democracia parlamentaria ni los maricas pero igual tiene un veinte por ciento de intención de voto en las encuestas; o el Pepe, al que no le gustan ni los negros judíos pichis peruanas que trabajan en Carrasco bizcos etc. pero le cae simpático a todos;  no, no es un fenómeno de ese tipo, él no le cae simpático a nadie y eso que ni es negro judío pichi bizco comunista demócrata formal o peruano sin educación ni papeles. Pablo es un muchacho normal, y quizá esa sea su maldición, una normalidad que no representa nada, que no dice nada, que no inquieta a nadie ni ofrece ninguna variante interesante a los tantos Pablos, mejores en otras tantas cosas, que andan por ahí. No es un facho amable ni un tupa tolerante, no es nada, no gravita, no pesa, no fuma faso ni pelea en la cancha ni aguanta el trapo frente a la caterva que pretende arrebatárselo. A Pablo le roban la merienda, y la plata del ómnibus, y con seguridad también el trapo si tratara de aguantarlo frente al ataque despiadado de la caterva. Pero Pablo no recibe un cuetazo por las acciones que hacen héroes a los demás, ni una vulgar paliza atrás de un contenedor de basura en el callejón de Ejido y Mao Tse Tung; Pablo es pasivo, paciente, anodino, apático, débil, lento, sin personalidad. No le gusta el rock porque en el rock también hay que aguantar los trapos, vaya si hay que aguantarlos, y él no tiene aguante. No le interesa, pero aunque le interesara no aguantaría nada, la verdad. Le sustraerían la bengala y le incendiarían los calzones con la pirotecnia festiva sin que ofreciera resistencia. Sería un bonzo por omisión, Pablito, el guampudo que se prende fuego sin atinar a extinguirse la flama del cuerpo. Es que no lo posee ninguna clase de llama, esa metáfora del espíritu, a su vez otra metáfora del hombre de acción, decidido y valiente, que obtiene lo que desea sin preguntar a quién pertenece, y que cuando aparece el dueño legítimo le da unos toques y le roba los championes. A Pablo le roban el calzado, las llantas, lo dejan a pata y camina sin chistar.

Un día Pablo pasa frente al Necrociclo, la cadena comercial de importación de artículos espurios más importante, y ve algo que le llama la atención. Espera, mientras observa a través del vidrio, que la navaja amiga, que conoce su cuerpo mejor que nadie, se pose cual mariposa sobre sus costillas y alguien le susurre en el oído «dame el celular y los championes y no digas nada o sos boleta», pero no ocurre nada. U ocurre algo maravilloso: Pablo se siente atraído por las imágenes que brotan, como desechos cloacales, de la pantalla atrapada en el Hades de la circulación mercantil, y no puede quitar sus ojos del intenso radiador de esperanzas. Se va pero sus ojos permanecen junto al dador del honor, el Tácito del capitalismo tardío, al que decide regresar cada día hasta que sea suyo por el mecanismo del intercambio monetario o por cualquier otro menos noble. Esa noche habla con sus padres y, por primera vez en su vida, les pide un regalo, pero su progenitor, que ha estado leyendo libros raros, desconfía de la economía política del signo, y no cede tan rápidamente. Explora el interior de Pablo para observar si su deseo se ha introducido, ha sido inducido, por el estímulo hedonista, por la insatisfacción premeditada que se constata en la cultura dominante, pero desecha la hipótesis y, como diría su madre, le compra el jueguito.

Y Pablo ama y es amado por el jueguito, en el que encuentra, podría decirse, un sustituto virtual de sus ansiedades reales. Se transfiere en el jueguito, se proyecta en él, se traslada a las fauces fagocitadoras del devorador de inseguridades, es capturado por la ingeniería digital del microchip, por la química del silicio. Olvida el carbono, ya no se relaciona con criaturas que sintetizan proteínas del modo en que él lo hace, quiere despojarse de la doble hélice y adquirir una nueva estructura celular más adecuada a sus intereses presentes. Su padre y su madre lo permiten por dos razones, básicamente: a) que uno maneja un taxi y el otro permanece en casa atendiendo las tareas cotidianas; y b) porque Pablo está contento. O eso al menos es lo que parece, ya que ni siquiera ha insertado el mecanismo en que se aloja la actividad lúdica. Pablo recupera con su mente imágenes en las que un zoquete como él, manipulando hábilmente un artilugio como el que ahora yace en sus manos, se convierte en un descerebrado vandálico que somete a quien se oponga a su dominio. Y eso es lo que quiere hacer, claro, es el motivo por el que erogó una cuantiosa suma de dinero al cajero del Necrociclo, que no preguntó si las fibras C de su cerebro se habían estimulado a la vista del Nintendo Weak del que ahora es un feliz poseedor. También podría haber comprado un violonchelo y obtenido el mismo resultado, o una patineta, quién sabe.

Pablito empuja el disco de plástico dentro de la bandeja receptora y espera que cargue, puesto que, cuando esto suceda, él será un vándalo descontrolado que empezará a patear tachos de basura y rostros judeocristianos sin misericordia. El disco gira a velocidad alienígena dentro del aparato, y de pronto aparece una violenta interface que lo invita, o lo obliga más bien, a optar entre varios brutos primitivos que replicarán los movimientos que efectúe sobre el joystick, distribuyendo dolor entre los oponentes según los impulsos emitidos por la palanca de mandos. Elige uno, el más rudo en apariencia, y espera nuevamente a que cargue. Pablito está a punto de convertirse en una bestia carente de las coordenadas axiológicas kantianas, el sistema deontológico adoptado por la modernidad para regular la interacción entre los sujetos. El criminal premoderno por fin se materializa en la pantalla y aguarda órdenes de destruirlo todo, para lo cual ha sido meticulosamente programado por los más talentosos científicos de la barbarie electrónica. Otro personaje se suma al escenario; Pablo ejecuta una serie de movimientos con sus dedos, pero su delincuente invencible es rodeado con astucia por otros de su clase; ve el brillo de una navaja emerger de la campera de uno de ellos y oye cómo éste le susurra a su personaje, ahora indefenso, «dame el celular y los championes y no digas nada o sos boleta».

Artigrass y el proyecto de legalización del año XIII

Hoy, en este año, cuando se cumplen como doscientos de las instrucciones del año XIII, queremos recordar al otro Artigrass, no al oligarca puto, latifundista, soldado realista, que procuraba consolidar su poder bárbaro desconociendo al gobierno legítimo de Buenos Aires, sino al otro, al que huyó al Paraguay con toda la furia tras descubrir las virtudes de una planta a la que debe su nombre.

El Artigrass de las clases dominantes era un caudillo prepotente que sólo conocía su autoridad y la que emanaba de sus iguales terratenientes, el Artigrass que sirvió para integrar en una nacionalidad común al disperso grupo que quedó en este territorio tras su disolución. Este es un Artigrass controvertido, ya que el federalismo, como ideología de la parte más reaccionaria de la aristocracia, sólo puede reivindicarse gracias a los excesos unitarios.

Sin embargo, el Artigrass que yo propongo es el que, sobreponiéndose a estas ideas de bárbaro feudal, largó todo a la mierda por alguna razón que la historia no ha conseguido establecer con claridad. La interminable serie de derrotas a que condujo su torpeza no es convincente, y no es convincente por una hipótesis que considero válida: la psicología del personaje, que no le permitía aflojar ni abajo del agua. Claro, no aflojaba abajo del agua, pero sí lo hizo debajo de un árbol, un árbol que alojaba una sustancia que cambió la naturaleza de este hombre.

No es fácil especular sobre lo que sucedió en el Ayuí cuando, ya bastante baqueteado pero aún funcionando, comenzó su declive, que terminaría en el desastre de Tacuarembó. Yo creo, y en esto me apoya la evidencia circunstancial, que lo que encontró en el Ayuí debilitó sus fuerzas morales e intelectuales al punto de dejarlo en la más completa sumisión. No sumisión a sus enemigos políticos, sino a un enemigo mucho más poderoso: el mismo Artigrass. ¿Y qué producto, a juicio incluso de quienes sostienen el legado de Artigrass, tiene estos efectos sobre la hombría de un auténtico valiente? Exacto.

En ese campamento precursor del hippismo de Valizas ocurrieron episodios oscuros. Artigrass sale de allí con hijos indígenas, ilegítimos, hay un adulterio desenfrenado, pero, además, sale de allí con un negro que le ceba mate. O sea que surge de un ambiente orgiástico, con amplia disponibilidad de hembras, con un morocho primitivo, y, pregunto una vez más: ¿Qué sustancia favorece el homosexualismo? Así es.

A partir de allí, Artigrass se desinteresa de su patrimonio y del de quienes lo financian, tira algún cuetazo en retirada pero abandona su proyecto original, la construcción del poder personal, y huye, o a mi juicio va en busca de algo, que sólo encuentra en Paraguay. De lo contrario, ¿por qué exiliarse en un país que estaba bajo la dictadura de Gaspar de Francia? ¿Por afinidad ideológica? ¿O por haber hallado en abundancia aquello que conoció en el Ayuí y lo desvió de sus destinos? Ahi va.

La historia de este personaje quizá no llegue nunca a ser descifrada enteramente, sin embargo, en ese mar de delirios que va desde Blanco Acevedo a Carlos Maggi, mi conjetura cobra fuerza. Qué irónico, ya que se propone explicar justamente por qué el caudillo perdió su energía vital.

Y, aunque no surja como consecuencia de las premisas invocadas, creo que también hay que considerar el hecho de que se pretenda legalizarla este año, en el aniversario de sus instrucciones, como un dato más a favor de esta tesis. ¿Será este, acaso, el auténtico legado de Artigrass?

¡Matemático del siglo pasado demuestra la inexistencia de Mujica!

Desde que Hegel se indispusiera con la matemática en nombre de una lógica de los contrarios, y Marx la adaptara para sus fines, las relaciones entre lógica formal e izquierda han sido tensas. Tensas como calzón de gordo, digamos, o sea, sumamente escabrosas, casi antagónicas. Mientras que los dialécticos veían la coherencia formal como un momento de un proceso contradictorio, los formalistas señalaban que ningún sistema que negara el principio de no contradicción podía aspirar a la verdad. En tanto los primeros deseaban interpretar la historia como un desarrollo regido por leyes, los segundos intentaban alejar de sus preocupaciones toda injerencia temporal.  Desde entonces, los desencuentros han sido permanentes.
En algunos casos, estos se basaban en argumentos puramente científicos, pero en otros, como sucedió con Gottlob Frege y su nacionalsocialismo, o Frank Ramsey y su denuncia del «bolchevismo» de Brouwer y Weyl, parecen más bien reacciones personales que consideraciones rigurosas.
Lo cierto es que, ya sea por el debate acerca de la historia y su carácter científico, ya sea por cuestiones puramente políticas, o sea por la razón que sea, esto ha marcado una postura hacia, y desde, las matemáticas con respecto a temas más amplios. El bolchevismo puede alojarse en el teorema mejor probado; el nazismo puede acechar detrás de la fórmula más ingenua. Es necesario cerrar el paso a la revolución o a la reacción desde cualquier lugar que provenga, y a veces, como hemos visto, proviene de la menos sospechosa y más aséptica de las ciencias.
Fue así como, trabajando sobre los axiomas de Peano, Russell y Whitehead, el profesor de Harvard Henry M. Sheffer descubrió una manera de adelantarse al progresismo latinoamericano de principios del siglo XXI, y más concretamente, a uno de sus más acabados exponentes, nuestro PP. Mujica, y negarlo. Así como lo leyó, y si no me cree, y no veo por qué no habría de hacerlo, le ruego consulte cualquier manual elemental de lógica matemática, o «Pepe Coloquios», y lo compruebe por ud. mismo. ¿Que no tiene un manual de lógica matemática? Pues yo sí (aunque no «Pepe Coloquios»), aguarde un momento. A ver:
«A partir de p/p (p es incompatible consigo misma) podemos derivar p/p = -p. Esto se concluye porque, si p es incompatible consigo misma, p es falsa, y por tanto p/p= no p».
Allí lo tiene: el PP no sólo es incompatible, sino que además es falso; el PP no existe. Sobra decir que, en esta guerra sin cuartel, los lógicos del MPP (que se lee «Mujica-PP, lo que demuestra el carácter personalista y autocrático de este movimiento, pero ese es otro asunto) trabajan con ahínco para refutar la demostración ofrecida por el académico canalla en cuestión. Ampliaremos.