The Muffs, or how I learned to love the bomb

No se deshace el muro ni cuando están unidos unos a los otros y ajustados, ni cuando ya están separados; entonces, no es posible deshacer un muro

Sexto Empírico, Adversus mathematicos

Cuando los griegos comenzaron a razonar sobre lo Uno y lo Múltiple, el Ser y el Devenir, lo Necesario y lo Contingente, se hallaron frente a paradojas como la que ilustra el epígrafe, que, invertida, también permite demostrar la imposibilidad del muro: si este aún no es cuando sus partes están separadas, tampoco puede llegar a ser; en conclusión, no hay muro y Trump no tiene a quién pasarle la factura, o hay muro y Europa del Este aún pertenece a nuestro bando.

No pretendo desentrañar en estas breves líneas la corrección o incorrección del argumento, que hasta donde llega mi examen bibliográfico mantiene toda su vigencia y cuya resolución sólo ha sido aplazada por la utilización de la Madre de Todas las Bombas (tema que merecería un tratamiento apropiado, ya que si Trotsky se jugó sus últimos boletos a una revolución como consecuencia de la Segunda Guerra mundial, que no se produjo, nuestra generación tiene todo el derecho de hacer su propia apuesta entre socialismo o barbarie y abandonar cobardemente el primero cuando lo considere irrealizable -larga digresión que, lamento decirlo y defraudar sus esperanzas, no tiene más objeto que este alegato a favor de la indeterminación y, por qué no, la imprudencia en el manejo de la política exterior de las potencias nucleares -)

(Paréntesis al paréntesis anterior: recordemos que Bertrand Russell observó justamente que, tras un conflicto nuclear, el único socialismo posible sería uno basado en la remolacha azucarera; algo no previsto por el filósofo-matemático es que ALUR sería el partido único en esta distopía cañera, y Raúl Sendic su dictador perpetuo, dando así la razón a las denuncias de la oposición, que tampoco preveían, sin embargo, este escenario de tiranía preparado por el vicepresidente Lysenko para su beneficio personal).

Pero un argumento tan sutil y poderoso (como la bomba y su promesa de barbarie, de la que quisiera abstraerme por un instante si su presencia no fuera tan ubicua como la banalidad de quienes pretenden ignorarla) puede operar en terrenos menos abstrusos y  usarse, por qué no, para vindicar en forma retroactiva el honor de alguna persona, mancillado décadas atrás. El mío más precisamente.

Si la tesis, el ser, es una banda de pop punk californiano, careta, cuya propiedad de tal se transfiere sin mediaciones al poseedor de uno de sus discos (adquirido por el réprobo a mediados de los ’90 y repudiado desde entonces por dicho acto), la antítesis es lo que sonó el pasado 20 de abril en Bluzz Live, que no fue otra cosa que el más auténtico  panroc escuchado en estas tierras desde que Darby Crash se dejó crecer el bigote y la melena y cambió su nombre a Jaime Roos allá por 1981, para desertar de ese modo del estilo que cultivara hasta entonces (sólo para convertirse en el emperador de todos los estilos, tranquilos, insensatos).

Si en cada uno de esos pequeños, y perfectos a su modo, artefactos de la industria cultural había más actitud que en la horda de punkies parmenídeos que aún se empeña en continuar su batalla y tacharlos de caretas, ¿dónde está el error? ¿En qué punto fallaron sus categorías interpretativas? ¿Cómo es posible que esas lindas melodías vayan acompañadas de una total indiferencia hacia los sellos, los medios y el mainstream, de presentaciones caóticas que incluyen peleas y violencia frecuentes, como las de Jaime y el Canario Luna? ¿Cuándo se deshizo el muro? ¿Será casual que Oh, Nina, del imprescindible Blonder and Blonder, su album más redondo (tanto que cabe perfectamente en cualquier reproductor de CD) rime con Colombina?

Quizá sea una capitulación frente a la barbarie, lado de la balanza en el que al parecer ha caído nuestra elección, pero al menos me queda el consuelo de que Rosa Luxemburgo (y Bertrand Russell con sus remolachas posnucleares) podría corear con aprobación estos versos: «So maybe if I fade away/ There’ll be no sad tomorrow.»

Steeled in the school of old Aquinas

La humanización integral del animal coincide con la animalización integral del hombre.

Giorgio Agamben

Que los hippies tienen la culpa de todo lo que ocurre (y asumiendo la falacia argumental que implica tomar como ejemplo al representante con menos luces de la manada, allí está Cordera y su violación en nombre del reino vegetal) no es novedad para nadie, ni siquiera para ellos mismos; que la situación de Venezuela esté directamente relacionada con esta circunstancia puede parecer, a algún desprevenido, un poco traído de los pelos. No es así, y la razón no es, desde luego, que Maduro haya desconocido el reclamo de la pacha mama, haciéndose acreedor a la maldición de los pueblos originarios y la venganza de los espíritus de los arbustos, arándanos y demás.

Lo que sucede, más bien, es que la operación ideológica (ideología es, en palabras de Paul de Man, la naturalización de la problemática relación signo-referente) que dio voz a las hortalizas y otras fuerzas elementales, presupone la negación de esa dimensión simbólica que es constitutiva del ser humano y que lo distancia de la materialidad primaria de su condición para ubicarlo en el territorio de la cultura, que no es otro que la naturaleza (y no en sentido metafórico) social, política en definitiva, del hombre.

Este cambio implica a su vez la conversión de la historia y del sujeto, categorías del discurso político que permiten el análisis e interpretación de los hechos («hecho» que es determinado por la teoría) caóticos observados, en cosas, en «Pelados» Cordera asimilados al yuyo (y suelen estar asimilados al «yuyo», sobre todo desde que se los habilitaron y se consigue en la farmacia, en el quiosco, en la dependencia policial, en el convento de la esquina) que ya no actúan en el espacio discursivo de las razones sino en el ciclo natural de lo orgánico, de las leyes inexorables de los procesos físico-químicos que demandan la violación y la escucha indiscriminada de cumbia cheta ya que estos son una respuesta adecuada al estímulo no mediado por el logos.

Nada más alejado de la Justicia, del Bien, de la Verdad, del conjunto de postulados éticos platónicos que este apego a la copia infiel de la Idea que es la naturaleza, pura representación desorganizada previa al sentido y al concepto, apariencia o, para decirlo con Plotino, pobreza e indigencia de la vida: el mal. Según Kant, la libertad no es algo tangible, que pueda hallarse en alguna parte, sino la posibilidad misma del sujeto; sencillamente, no podemos pensarnos como un fenómeno natural entre otros sino como límite que hace posible el mundo fenoménico.

¿Cómo conduce esta adhesión de la palabra al objeto, esta renuncia a la instancia crítica del metalenguaje, esta peladocorderización del pensamiento, al apoyo del golpismo, alentado por el fan de la Bersuit, Luis Almagro, en Venezuela?

No sé si Venezuela sea una idea subsistente plotiniana, pero tampoco es algo que se vaya a resolver confinando la discusión a la democracia de los hippies cuando el problema es precisamente ese, la democracia, demasiada democracia en su sentido natural y despojado de concepto. En otro estadio del orden del Ser, mucho más próximo a la verdad y casi realizando la totalidad hegeliana, se encuentra Corea del Norte, participando plenamente de su concepto. ¿Y alguien puede imaginarse, acaso, al compañero Kim Jong-un de bermudas y chancletas en Valizas?

La democracia en tiempos de Riogas*

Riogas.JPG

Decía Quintiliano que la mano tiene su propia velocidad, menor que la del pensamiento, y por esta razón aconsejaba escribir y no dictar, ya que esto permite una reflexión más aguda antes de pasar al acto. Recomendación prudente si lo que se pretende es alcanzar un resultado empleando los medios más eficaces que conduzcan a él, pero arrojar una garrafa al prójimo difícilmente derive de un proceso de deliberación sobre medios y fines, y esté más próximo al acto puro del que habla ese otro libro que dice, justamente, «en el principio era la Acción.» Principio y fin se unen de esta manera para lograr un resultado en el que la razón no interviene para nada, ni siquiera para alertar al perpetrador que su conducta podría acarrearle consecuencias fatales, desencadenar una serie de hechos (¿pero cómo un neo-humeano como el energúmeno en cuestión podría tener en cuenta la ley de causalidad al momento de actuar?) que, sin ánimo de ser alarmista, pero como señalaba T.S.Eliot en «The idea of a christian society», podrían conducir al totalitarismo, resultado natural de una democracia que sólo contempla las demandas individuales en detrimento del bienestar común.

Y es aquí donde radica el dilema que se mastica a la democracia desde dentro, que la fagocita desde las entrañas y la inmoviliza tal como el cuestionamiento del inconsciente paraliza al sujeto: el permanente desequilibrio entre libertad y orden.

Con los milicos estas cosas no pasaban, dirá alguno; en la Grecia clásica tampoco, respondo, más allá de que podían comerse a sus hijos o disputar por el cadáver insepulto de un hermano que arremetía contra su ciudad en calidad de enemigo. O tirarle una garrafa a Sócrates por desobedecer el mandato de la colectividad, y ese es precisamente el asunto que debería ser central en la discusión: Sócrates antepone el bien de la ciudad, la justicia, a su suerte personal, sin renunciar a la espisteme que, considera, no debe someterse a la mera doxa de la mayoría.

Lo público y lo privado en la democracia mediática son indistinguibles y, por eso mismo, las conductas individuales no se inscriben en una gramática universal que apela a una justicia superior; espisteme y doxa no entran en conflicto porque, sencillamente, ya no hay una instancia en que dicho conflicto pueda dirimirse.

Invertida esta relación, es triste y sintomático pensar que, en nuestro tiempo, Sócrates se haría acreedor al ataque del garraficida neonietzscheano (neologismo intenso) no por cuestionar las creencias mayoritarias sino, más prosaicamente, por portar las marcas distintivas del Club Nacional de Atenas (el decano ático, a decir de Jenofonte).

Apéndice A

Transcripción del audio de los barras de Peñarol planeando el ataque a la comisión de seguridad:  The fall (bababadalgharaghtakamminarronnkonnbronntonner-ronntuonnthunntrovarrhounawnskawntoohoohoordenenthur — nuk!) of a once wallstrait oldparr is retaled early in bed and later on life down through all christian minstrelsy. The great fall of the offwall entailed at such short notice the pftjschute of Finnegan, erse solid man.

Apéndice B

Transcripción del tercer párrafo del Finnegans Wake de James Joyce: lo que pasa es que hay que ir ahora a la puerta de cada uno, ¿sacás ñeri? Bueno, Comisión de Seguridad, fulano, mengano y zutano. Ta. Vamo hasta la casita ahí, dirección, pim, pum, pam y sin decirle nada. ¿Sacás? Pasás y rrrrr

*Publicado originalmente en La Oclusión de la razón y la Razón de la Oclusión: Ensayos de Marxismo Aristotélico. Editorial El Gaucho Rojo, Nico Pérez, c. 1987.

La oferta irresistible

El dato, y la fuente de la que provenía, no me despertó ninguna duda, ni siquiera esa íntima sensación que se experimenta incluso cuando la certeza es completa; esto estaba por encima de la certeza subjetiva y objetiva, más allá del grado de verificación razonable; la información estaba fuera del espacio del argumento racional y más cerca de la verdad apodíctica de la fe.

Mi amigo, docente él, me aseguró que podía obtener un descuento en esa librería alegando dicha condición, ya que no solicitaban comprobante alguno. Yo, que tengo en gran estima su inteligencia, tanto como su sagacidad en los menesteres prácticos y sobre todo su avaricia ilimitada, acepté la sugerencia, como dije antes, sin cuestionar su autoridad en ningún instante. Además, debo agregar, éramos colegas en un área de interés no muy alejada aunque decididamente del otro lado de la legalidad: el robo de libros, práctica en la que, hasta donde llega mi experiencia, están implicados todos quienes sienten auténtica pasión por la letra impresa.

No tracé plan alguno; necesitaba, por imperativos ajenos a los del conocimiento desinteresado, un libro de elevado valor, de manera que el descuento también prometía ser generoso. Simplemente me presentaría ante el mostrador, solicitaría un ejemplar de la obra, invocaría mis inexistentes credenciales y pagaría un monto considerablemente inferior al requerido por los mercaderes del saber, antes de retirarme satisfecho. ¿Qué podía salir mal?

Procedí del modo que acabo de detallar: llegué al comercio, atravesé las largas filas de suculentas estanterías (no me detuve, sin embargo, como en otras ocasiones, a sopesar el valor -científico, artístico, incluso plástico- de los volúmenes exhibidos), me aproximé a un dependiente no especialmente solícito, de rasgos que sugerían un posible estudiante de letras contratado a tiempo parcial (víctima propicia del engaño; su sueldo y condiciones de trabajo, supuse, no lo predisponían a obrar con particular celo en su tarea) y le ordené, sin que mediara otra forma de trato que la estrictamente comercial, el libro que buscaba. «Aguarde un momento, enseguida se lo traigo, señor»- respondió con un tono de desgano profesional que no auguraba ningún contratiempo.

Volvió al cabo de unos minutos, en los que repasé mis líneas como un mal actor a punto de entrar en escena. «Aquí tiene, señor. ¿Se le ofrece algo más?». «Sí, un descuento fabuloso basado en mi pretendida, mas ficticia, posición como profesional de la enseñanza», pensé, pero a continuación articulé un escueto: «Nada más, gracias. Ah, y soy profesor, eh», dije casi como si no fuera necesario remarcarlo. «¿Ah, sí? Qué interesante. ¿Profesor de qué, si me permite la indiscreción?». «Esteee… de filo..», la duda, lo advertí al instante, puso al truhán sobre aviso. «¿De filología hispánica, en la que me especializo, o de filosofía grecolatina, tal vez?». Debía responder de inmediato, sin dudar y sin darle oportunidad a que continuara indagando (la filología hispánica quedaba descartada): «Sí, filosofía grecolatina y medieval, eso mismo.» No lo desalentó. Era un perfecto cretino. «¿Puedo preguntarle, si no es molestia, para qué demonios (todas las alarmas se encendieron con este término) necesita un docente de filosofía medieval este libro de Etienne Gilson?». Me atrapó. «Debo pedirle un comprobante: recibo de sueldo, título habilitante, el testimonio de un alumno matriculado en su clase y con autoridad intelectual suficiente para acreditar los conocimientos referidos, algo así». Debía salir de allí cuanto antes, pero el minúsculo ser, cuyas capacidades yo había desdeñado, me tenía cautivo en su red. «No traje nada, no pensé que me lo fueran a pedir». Pésima respuesta. Llamó a un superior. «El señor aquí presente, quien se dice profesor de filosofía grecolatina y medieval (noté en su tono el énfasis con que dijo estas palabras, que le produjeron gran gozo), quiere que le hagamos un descuento pero carece de todo documento pertinente. Encargate vos».

El extraño, según supe de inmediato, era el doctor Juan Escoto Avicena Averroes de Ockham, PhD en diversas ramas de la filosofía, en especial, como habrá adivinado, grecolatina y medieval. «Acompáñeme por aquí, si es tan amable», invitó y exhortó a la vez. Comprendí que mis aprietos no eran menores que los de Pedro Abelardo, por lo menos; quizá la policía ya estuviera en camino, o quizá me torturarían sin dar intervención a los profesionales de dicho ámbito (¡como si pudiera protestar por eso!).

Me condujeron a una sala mal iluminada, sin ventanas, húmeda; reconocí la silueta de una silla con una especie de apéndice que sobresalía hacia el frente: un banco de liceo. Frente a él, un pequeño escritorio, detrás del cual se situó el doctor Escoto Avicena Averroes de Ockham. «Así que profesor de filosofía grecolatina y medieval, nada menos, mire qué coincidencia, ¿no le parece?», dijo, no sin cierta ironía. «Procedamos». Extrajo una hoja de un cajón y me la extendió junto con una lapicera. «Tiene veinte minutos, son preguntas de rigor, no se preocupe. Nada que alguien de su nivel no pueda responder con solvencia.» «Me duele la barriga», me excusé como un escolar incauto. «Error». «Me duele en serio», insistí, pero apenas pude terminar la frase cuando recibí un severo correctivo con una regla Mr.T de madera terciada. «¡Esto es ilegal!», grité desesperado. «Tanto como alegar títulos falsos.» Atrapado de nuevo.

Hice el examen, que incluía preguntas sobre Anaximadro, Parménides («el ser es el pensamiento del ser», escribí con torpeza soberana), Aristóteles desde luego (ni hablar de la areté, pero «el ser es lo que se dice de muchas maneras», ¿o no?), y sí, claro, toda la línea sucesoria de Plotino, las Enéadas y cosas escritas en caracteres que sólo había visto en Alienígenas Ancestrales. Me di por vencido, ni siquiera pasé al oral.

Volví al salón principal a esperar mis resultados. «Sus notas le permiten adquirir esto», dijo el doctor Juan Escoto Avicena Averroes de Ockham sosteniendo un ejemplar de Cincuenta sombras de grey.

Georg Lukács- In memoriam?

Recordamos hoy la singular peripecia de Georg Lukács, filósofo, crítico literario, ministro de, al menos, dos gobiernos soviéticos en su Hungría natal, padre cariñoso de una criatura particularmente despreciable y, como se revelerá a continuación, importante exponente de una corriente marxista que no había sido identificada como tal hasta el presente.

Lukács comenzó su carrera académica como crítico de arte y, para no extendernos en consideraciones ajenas al tema que nos ocupa, se hizo tupa y terminó como Ministro (o Comisario, quién sabe), de Instrucción Pública del gobierno de Bela Kun. Cuando la experiencia socialista se derrumba, Lukács emigra, escribe «Historia y conciencia de clase», patatín y patatán, el libro acaba siendo condenado por la recientemente creada Tercera Internacional y con ello desaparece la influencia de nuestro personaje en el comunismo internacional, pero luego se retracta de sus posiciones, es readmitido por el comunismo y readmitido, a su vez, en la URSS. No sería esta, por supuesto y adelantándonos algo en la exposición, su última ni la más notable de sus reapariciones.

En 1944 retorna a Budapest, ciudad que unifica a las antiguas Buda y Pest como se sabe, ocupa diversos puestos en diversas universidades para ser, finalmente, convocado por Imre Nagy (no podría asegurar si personalmente; ignoro el hecho, como tantos otros de esta narración más que esquemática, excepto por el dato de su repugnante descendiente) para dirigir el Ministerio de Cultura (una vez más, desconozco si puede hablarse de ministerio en este caso, como desconozco la palabra húngara que lo designa).

Sus posiciones y debates intelectuales son secundarios, y si alguien siente curiosidad al respecto no voy a ser yo quien lo ilumine, lo importante es que, santa simetría en la vida de este hombre, volvió a caer en desgracia, volvió a ser arrestado y volvió… no, fue a parar al lugar menos predecible del territorio húngaro (razones históricas que no me son dadas traer a colación aquí convirtieron a éste -ojo que aún no lo mencioné- en territorio húngaro): el castillo de Drácula.

El conde Lukács, como se lo conocerá a partir de ahora, surgió de allí convertido en una suerte de vampiro del comunismo heterodoxo. Un vampiro que, en su caso, se alimentaba de textos prohibidos, textos que la ortodoxia rechazaba por su contenido y de los que él haría uso y abuso abundante a su salida (si es que alguna vez lo hizo), del castillo.

Tras su estadía allí, en condiciones no mejores que las de su predecesor siglos antes, el conde marxista produjo una serie de poderosos escritos que, como corresponde a su origen, han superado la prueba del tiempo. Es más, se puede conjeturar que su desempeño en este terreno va a resultar, para quienes tengan la fortuna de atestiguarlo, uno de sus rasgos más notables, ya que de acuerdo a los antecedentes, toda emanación del castillo tiende a la eternidad. Teniendo en cuenta que su clásico (y luego de la experiencia que estamos reseñando es difícil referirse a él de este modo) «Historia y conciencia de clase» acabó siendo uno de los libros más discutidos y polémicos del marxismo del siglo XX, el estatus de inmortal de la obra posterior augura una polémica extremadamente prolongada dentro del marxismo de los siglos por venir. Acaso los problemas planteados en estos manuscritos aún no hayan conocido a sus contemporáneos, considerando que se trata de generaciones muy, muy, pero mucho muy remotas. Así, cuando Lukács habla del «impostergable dictum que impone el carácter eminentemente teórico del poschsterrrschgel», una interpretación sesgada y casi doctrinal del término puede considerarse anacrónica. Pero, de hecho, ¿qué no es anacrónico en referencia a estos textos? ¿Cómo actualizarlos, como traerlos a la discusión presente cuando su problemática remite a un tiempo que no conocemos? ¿Cuestiona esto la dimensión histórica del marxismo, fundamental para la teoría? Da la impresión que sí.

El interesante planteo, pues, que hace el filósofo austromarxista Karlo Floggenswager, de convocar un congreso en el propio castillo transilvano para tratar la obra póstuma (inevitable caer con frecuencia en el anacronismo) de Lúkacs (se presume que la ortografía del apellido sufrirá cambios similares con el transcurso del tiempo) no parece del todo impertinente. ¿Pueden las resoluciones de un Congreso, parciales y provisionales como son, atendiendo a esta su especificidad cronológica, trascenderla para alcanzar una universaltranstemporalidad absoluta, que dispute el terreno inexpugnable al que se elevó el pensamiento del Lucasss? Esa es quizá la pregunta sin respuesta que el marxismo revolucionario deberá afrontar con todas sus herramientas si no quiere convertirse, paradójicamente, en un ente cuya vida perpetua impugne su capacidad de acción.

Consultorio O(do)ntológico

«Siéntese, por favor», invitó el hombre de la bata blanca y los instrumentos exóticos rodeando el sillón reclinable. Acepté el convite y me recosté cómodamente, ansioso frente al profesional de las dolorosas técnicas para acabar con el dolor. Para mi sorpresa, no tomó la posición habitual de empuñar un artefacto para comenzar su trabajo, sino que acercó una silla y se ubicó a mi lado. Esta infracción del comportamiento natural me sacó del estado de tensión natural que le corresponde, de manera que no interrumpí su ritual, que para mí resultaba ahora del todo desconocido. Su rostro quedó oculto en la penumbra, aumentando la sensación de incomodidad.

Como un aficionado al ajedrez ante el maestro, cedí el primer movimiento a mi contrincante. Su apertura había sido escandalosamente heterodoxa, e inferí que su siguiente jugada sería igual de arriesgada. No me equivoqué.

– Dígame- dijo con lenta fruición oral- ¿cree que Dios participa de forma activa en el decurso secular o que más bien escruta los acontecimientos desde su dominio inextricable?

Sin duda se trataba de un hecho extraordinarioo, como cuando aparecen en el informativo de canal 4 unos nanosegundos de imágenes sin sangre ni estética gore.

– ¿Tiene alguna importancia, doctor? Porque me siento realmente mal, y preferiría que empezara el tratamiento cuanto antes.

– Si no la tuviera, no lo habría mencionado. Responda, por favor.

– ¿Con cuánta exactitud desea que le responda?

– Con la mayor posible. Prosiga.

– Bien. Fui criado en la tradición católica, que luego rechacé para abrazar un materialismo vulgar que no me convencía plenamente. De allí pasé al idealismo objetivo, para regresar por fin a un materialismo agnóstico más refinado. ¿Es suficiente?

– Sí, está bien. De forma que, supongo, no adjudica su padecimiento a la acción divina inmediata, aunque deja abierta la posibilidad en caso de contar con pruebas suficientes.

– Creo que puede decirse así, sí.

– Correcto. ¿Pensó en qué clase de pruebas serían pertinentes? ¿Serían de orden físico o espiritual?

– Aceptado en principio un materialismo compatible con el cambio, el incremento y la emergencia de nuevas propiedades, creo que la única prueba positiva que no quedaría abarcada por éste sería de orden espiritual.

– ¿Se le ocurre que, de presentarse, podría cuestionarlas basado en sus conjeturas previas sobre la realidad o el mundo?

– Se me ocurre que si Dios decidiera dar prueba de su existencia con tal determinación, haría lo necesario para que el sujeto no opusiera ninguna objeción que le impidiera aceptar el hecho, ¿no?

– Aha. O sea que, en resumen, una evidencia suficientemente fuerte en este sentido lo haría abandonar su certezas anteriores y bien confirmadas.

– No estaban tan bien confirmadas si me veo en la necesidad de negarlas con base en mejor evidencia, ¿no cree?

– ¿Y qué principio epistemológico gobernaría un cambio tan radical del paradigma?

– ¿Asume libremente que una persona inteligente y reflexiva utiliza un paradigma epistemológico como respaldo de sus opiniones?

– ¿De qué otra cosa podría valerse si no? Elabore.

– ¡No sé doctor, nunca me planteé esas preguntas! Supongo que el sentido común es una mezcla de práctica y opiniones no demostradas que no contradicen las conclusiones parciales de la práctica.

– ¿Es el hombre común un lógico formal, pues? ¿Examina sus creencias a fin de detectar una contradicción?

– Las contradicciones se expresan en la práctica misma, no de un modo formal. Hasta que no se presentan en la práctica, son objeto de especulación. Y ya vimos que el hombre corriente no pierde el tiempo en estos asuntos.

– Pero si no tiene un esquema conceptual consciente para interpretar la experiencia, ¿cómo acomoda una experiencia que no se presenta en términos de la misma? ¿Cómo decide si es Dios o una alteración sensorial o el faso que le pegó mal lo que produce el error? ¿¡Comprende el problema!?

– ¿Debo concluir que, si no dispongo previamente de una categoría donde encaje el Dios emergente, no puedo tampoco aceptar esta nueva evidencia?

– ¿No es eso acaso lo que hemos probado?

– Si Ud. lo dice. ¿Me saca la muela de una buena vez?

El extraño de larga túnica blanca se incorporó, apartó la silla manteniéndose en la penumbra y dijo al retirarse: «Enseguida le mando al dentista».

La Filosofía y el espejo de la naturaleza

Hans Ulrich era un estudiante corriente de filosofía en la Universidad de Berlín, al que su padre había intentado apartar de la carrera haciéndole ver las necesidades que enfrentaría por su elección. Hans persistió en ella, pero se prometió demostrarle al viejo pesimista que también podía ser redituable.

Mientras asistía al seminario de lógica matemática y nacionalsocialismo de Gottlob Frege en Jena, entró en contacto con las corrientes más modernas de la disciplina, en particular con el positivismo lógico, que se hallaba en pleno auge entonces. Esta escuela tenía por centro al Wiener Kreis (o Círculo de Viena, literalmente un círculo dibujado en dicha ciudad), donde Moritz Schlick y los miembros de la revista Erkenntnis discutían el Tractatus de Wittgenstein, la teoría de la relatividad de Einstein y la siembra directa de semillas (de odio) en la sociedad alemana, entre otros (tristes) tópicos, mientras bailaban candombe sobre un ejemplar de Principia Mathematica.

Pero Hans no se vio cautivado por el principio de verificación o la distinción analítico-sintético; en cambio, llamó su atención una serie de ejemplos de enunciados, y en particular uno, que repetían varios autores en sus ensayos: «Dejé mi billetera en una mesa de café en Viena». «Opa», se dijo, «estos cretinos andan dejando sus billeteras bien provistas en un café de Viena». Y hacia allí marchó.

Los libros se limitaban a repetir el enunciado en su formulación clásica, sin precisar detalles, por lo que Hans decidió ponerse en contacto con Schlick para ver qué más podía averiguar. Sólo averiguó que el significado de la proposición es su método de verificación. Como quien dice, nada. Pero bailó candombe con ellos mientras recitaba el axioma de infinitud, de todas formas.

De todas formas y colores son los cafés de Viena, que proliferan cual espora en la pradera según el verso inmortal de otro célebre vienés. Hans los recorrió todos, incluso los del Prater, el parque donde por unos pocos marcos se puede contratar a un muchacho para… bueno, Hans lo supo muy pronto. La única billetera que encontró, sin embargo, fue la de Sigmund Freudstein, el padre del psycho-análisis y discípulo de Sigmund Freud, quien le quitó (además de la billetera) las células para extender su vida.

De esta manera Hans aprendió algunas lecciones valiosas: que su padre era más sabio que él, que el significado de una proposición es su método de verificación, y que el camino hacia una vida plena se encuentra en la regeneración celular y no en los libros de filosofía.