Campo de juego

Los niños estaban reunidos en la cancha sin pasto, con sus grandes huecos reminiscentes de los oprobiosos terrenos sembrados por la devastación nuclear, cuando vieron aparecer por la esquina a un viejo desconocido con una pelota debajo del brazo. Los botijas se reunían en el campito para ver jugar a los más grandes, ya que ellos ni siquiera poseían un balón, mucho menos las habilidades básicas requeridas para practicar el deporte del balompié. Si bien todas sus sueños se dirigían en esa dirección, su presente estaba tan alejado de ello como Osiris de Nut, lo que es casi como decir el niño cero falta de la escuela a la que asiste. El fútbol, en sus ojos, era un juego fascinante que desempeñaban veintidós extraños de quienes los separaba una línea que, para ellos, era tanto como la infame muralla que divida a la Corea del Bien de la Corea del Mal. El viejo se acercó a los niños y, sin decir palabra, arrojó el esférico en medio del círculo que conformaban. Unos admiraban la maravilla rotatoria, otros la contemplaban como el talismán capaz de abrirles las puertas hasta entonces inaccesibles, otros, mientras tanto, parecían negar el poder del objeto y se mantenían absortos en la figura del extraño que la acompañaba. Pasaron algunos minutos y, como nadie tocara la pelota, el viejo le puso un pie en encima y la levantó, demostrando su total dominio del instrumento. Luego dijo: – Ahora uds. van a formar un equipo y yo los voy a entrenar; van a dejar de ser espectadores, vamos a competir en la liga, se van a hacer hombres como esos muchachos de ahí, van a aprender a compartir un vestuario, a aceptar la disciplina, convertirse en un grupo y, al mismo tiempo, en individuos que colaboran en una tarea colectiva que los trasciende y los reúne, los niega y afirma a la vez, los hace fuertes para sobreponerse a la adversidad y humildes para aceptar la derrota cuando ésta es inexorable y los envuelve cual féretro al fallecido. Los niños no comprendieron absolutamente nada, por supuesto, excepto que estaban habilitados para patear la pelota. El viejo les hizo un gesto con la cabeza y todos salieron corriendo, pateando toscamente, dando torpes pases que no llegaban a destino pero que tampoco pretendían hacerlo. Ya habría tiempo para eso. Tras un rato de diversión anárquica, el viejo volvió a convocarlos a su lado para informarles sin más trámite que el próximo domingo debutaban contra el impiadoso Ñapi Foobol Clab, liderado por la estrella juvenil Oliverio Anton. Y añadió que la vida tiene sorpresas mucho más indeseables que esa, como encontrar a tu esposa en la cama con otro al llegar de un inocente paseo al Parque Rodó con los niños, y que eso es perder feo, no caer cinco a cero contra un grupete de jovencitos con pleno control de la de cuero. Por supuesto, eso fue lo que ocurrió el siguiente domingo. Los niños sentían la ambigua sensación de estar por fin en el lugar que deseaban pero sujetos a condiciones que no eran las suyas, que no les permitían desarrollarse en el sentido armonioso que adjudicaban a los adultos completos que los rodeaban. Antes del segundo partido el viejo, sentado tranquilamente en un banco despintado del vestuario visitante, pasó a señalarles algunos puntos poco deportivos acerca del encuentro que estaban a punto de comenzar: – Se pierde el primer partido, se pierde una vez, y uno piensa que es todo, que después de eso la suerte se revierte; después que encontraste a tu mujer con otro no va a volver a ocurrir, no hiciste nada malo para que te vuelva a pasar, sos un buen tipo, honesto, buen padre, buen vecino, buen ciudadano, pero en realidad nada de eso importa, no hay garantía ni contrato ni seguro que cubra las pérdidas, y quienes aseguran lo contrario son los abogados de la facción que se beneficia del trato espurio, que saca ventajas del ignorante que apuesta por segunda vez desconociendo las probabilidades que implica el juego, que ni siquiera sabe está jugando, y jugando a perdedor contra su voluntad. Así que salgan a la cancha y hagan lo que puedan, como siempre, como todos, a pesar del discurso que salga de sus bocas o de cualquier otra parte de sus cuerpos sometidos al azar perpetuo de la condición humana. Y allá fueron los niños a nadar los cien metros en la pileta de la desdicha, para ahogarse oportunamente en un sólido tres a cero que los dejó desencantados, derrotados y a punto de desistir de la práctica humillante a que se estaban entregando domingo a domingo. El fin de semana siguiente, sin embargo, y pese a las palabras sórdidas que emergieron del túnel sin manga de seguridad del viejo, léase su boca, los gurises, para su propia sorpresa, ganaron sin mayores dificultades al relativamente salvaje, nombre aparte, Pajarito Amarillo de Parque Batlle. El viejo no expresó ninguna emoción particular, nada que pudiera interpretarse de manera distinta a su rictus habitual, pero habló, y los niños escucharon lo siguiente: – La derrota permanente no existe, no es humana, es una plaga divina que, por serlo, es metafísica doctrina, flatus vocis, idola fori, pseudo ciencia; por esa razón, la victoria tampoco es motivo de orgullo, al menos no desde la perspectiva humana que quiero inculcarles, la única desde la que podemos hacernos una idea de quiénes somos y qué lugar ocupamos en el mundo. La experiencia, sépanlo gurises, no les va a enseñar nada, todo lo contrario, la experiencia les va a mostrar que ninguna de las ideas que han aprendido a utilizar para predecir el comportamiento de las personas, objetos o procesos tiene base ontológica; el azar, la indecisión, la ambigüedad, son las propiedades que rigen los elementos que acabo de mencionar.

Tras el inesperado resultado se produjo una racha de victorias que colocó al equipo, de cara al último partido, al borde de obtener el campeonato. El viejo mantuvo su actitud y semblantes habituales, tanto durante la semana como al momento de la charla técnica, la cual procedió de la siguiente manera:

– Y ahora niños, a la hora de la verdad, es hora de que sepan algo más sobre esa verdad. Creo haberles comentado algunas cosas a lo largo del camino que nos trajo hasta aquí, cosas que espero les hayan ayudado a convertirse en mejores futbolistas y mejores personas. Pero hay más, hay una terrible, opresiva, dolorosa verdad que, de tan omnipresente, de tan obvia que es, resulta invisible para muchos, y esa verdad de la que nadie desea hablar, que todos conocen y quizá por eso esperen que uds. descubran por sí mismos algún día, se aplica al partido que están a punto de encarar pero, a su vez y quizá sobre todo, aplica a la vida en que se inscribe este breve episodio que es una gesta deportiva. Quiero ser completamente sincero, deseo ser claro y no depositar en uds. dudas que, más que ponerlos en la senda del autodescubrimiento, los desoriente y envíe por zonas ya transitadas que conducen al punto de partida. Lo que deben saber ahora es que en la cancha de la vida uno es pateado constantemente, días tras día, metro por metro, desde la cancha contrario, pasando por todos los rincones imaginables, hasta el arco propio, arco que es defendido sin convicción por un portero incapaz de detener el remate final, ese que el rival más obsecuente ejecuta con toda potencia y precisión. El nombre de ese oponente, que tal vez ya hayan adivinado, es La Muerte, y él anota ese último golazo en el arco de la Vida de cada criatura que enfrenta en su terreno inexpugnable. Allí lo tien…

El viejo sufrió un malestar y se desvaneció frente a los niños; el médico que la liga designa para cada partido llegó de inmediato y dispuso su traslado al hospital. Los niños no llegaron a presenciar el desenlace ya que habían sido convocados por el árbitro al centro de la cancha. Allí, reunidos por última vez, rememoraron los momentos gloriosos y el desánimo, la amargura del infiel destino y la belleza incandescente del triunfo pleno, del paso que se tranforma en metro y del metro que se convierte en quilómetro aunque no se perciban las etapas intermedias. Salieron a jugar con la convicción de que el viejo los había aleccionado, con todo y su crudeza brutal, con la mejor herramienta que habían conocido, la única adecuada para los fines que se proponían. Los médicos, mientras tanto, intentaban reanimar al viejo en la ambulancia; los niños, por su parte, tartaban de reanimar un match inusitadamente adverso: los niños del Club Atlético e Sportivo Wilawau tenían tal dominio de la pala, tal posesión, en todo sentido, de la misma, que parecía ridículo oponer resistencia a semejante superioridad. La ambulancia se trasladaba a miles de quilómetros por segundo por las mal diagramadas calles de la capital, trazadas con tal impericia que daban la impresión de seguir el diseño propuesto por la mismísima Muerte. Los niños tomaban gol tras gol y veían cómo se alejaba, a paso raudo, la única oportunidad que tendrían de apresar un sueño y atraerlo hacia sí por un instante. La sirena de la emergencia aulló anunciando el deceso del viejo en el momento que ingresaba; el pitazo ominoso del árbitro decretó el fin del partido y del campeonato que, para siempre, pertenecería a los buliciosos niños del Club Atlético e Sportivo Wilawau.