– Acordate: Guazunambí esquina Guazunambí- dijo ella al despedirse- Te espero el sábado a las cinco.
Me dio un beso y se subió al ómnibus. Yo me quedé pensando en la dirección, en que se había equivocado a pesar de asegurarme que no, que estaba correcta. No tenía forma de averiguarlo antes del sábado pero tampoco tenía motivo para dudar de su palabra; ella insistió en que no había ningún error y, puesto que la iniciativa había sido suya, asentí sin hacer más preguntas.
La semana fue bastante monótona, no tenía ganas de hacer nada fuera del trabajo, la llamé el martes sólo para escuchar su voz pero no se encontraba en casa y me pareció mejor dejar que transcurrieran los días. Me resultaba difícil concentrarme pero también distraerme, estaba en ese particular estado de ansiedad que se apodera de todas las sensaciones y las canaliza a través suyo, imprimiéndoles su marca en el proceso. Me limitaba a recordar su voz, la entonación de las palabras, la cadencia de la breve conversación que mantuvimos, y sobre todo ese último diálogo del que, tras un parto sin complicaciones, nació la dirección que ahora mantenía ocupada mi memoria.
Conocía la zona, Santiago Vázquez, por referencias, ya que nunca había estado allí. Podía llenar los huecos con mis expectativas y eso era mejor; imaginaba un pueblito como cualquiera del interior, despoblado en el curso de los años, envejecido, casi vacío, sostenido por la constancia de unos pocos habitantes. Casas antiguas descuidadas, con patio y fondo, árboles frutales secos y yuyos creciendo más allá de lo aconsejable. Los viejos se sentarían a conversar cerca del río, mate de por medio, para acortar unas tardes que de otra forma extenderían su brazo procurando tocar la eternidad. Los sábados y domingos algunos muchachos, entre ellos mi Cecilia, se dedicarían a renovar este paisaje con un falso aire de juventud que se desvanecería tan pronto como ellos volvieran a sus ocupaciones regulares.
La casa de Cecilia, no muy diferente del resto, quizá fundara su discrepancia en algunos detalles que solamente el contraste permitiría identificar: el pasto cortado, seguro, la pintura mejor conservada y poco más. Pero eso era suficiente para mí.
El sábado llegó bastante más tarde de lo que yo hubiera querido, pero por fin estaba allí, desplegándose lentamente para que pudiera llenarlo a mi gusto. Salí temprano a comprar algunas cosas, pensé comprar flores también pero me decidí por unos postres de muy buen aspecto que además podían aprovecharse en cualquier circunstancia, a diferencia de aquellas. En el momento no lo advertí, pero este razonamiento ocultaba una sospecha que conscientemente no podía admitir: ¿qué tal si algo salía mal?
Busqué un pantalón y una camisa limpios; no tenía ninguno, no había lavado ropa esa semana y me decidí por la remera azul más nueva y el pantalón que llevaba al trabajo. Salí temprano, con tiempo de sobra para evitar eventualidades como la demora del ómnibus y la dificultad de encontrar la casa, que preveía iba a ser la mayor de ellas. Las tardes de invierno, con su sol decorativo, se vuelven agresivas al caer la noche, y no quería andar paseándome por allí a la intemperie varias horas. No había nadie más esperando el 494 o 127, las líneas que se dirigen a aquel lugar. Por suerte el ómnibus no tardó demasiado, la cosa empezaba bien y me sentí lleno de confianza al abordarlo, aunque este sentimiento duró lo que la breve escalera; cuando enfrenté el pasillo vi, para mi desazón, que era el único pasajero.
El guarda, un veterano gordo, pelado y con una cola formada con el único cabello, canoso, que le quedaba, me miró sorprendido, como si no esperara a nadie en ese viaje. Me dio el cambio con desgano, tal vez ofreciéndome la oportunidad de arrepentirme; lo agarré rápido y seguí hacia el fondo, caminando por el largo corredor desolado como si me encaminara a una celda. Me senté contra la ventanilla, en la última fila, con el postre acurrucado con timidez sobre las piernas, igual que yo en el ómnibus.
Me dispuse a mirar el paisaje, en parte pensando en no provocar la curiosidad del personal hacia su único cliente y en parte intentando registrar el entorno cada vez más próximo a la región de Cecilia, como forma de recrear en mí el efecto que todo aquello producía a diario en ella, de pronto imaginando que así estaría más cerca suyo a medida que también me aproximaba físicamente. Pasaban las construcciones grises y humildes en todas sus variantes: fábrica, vivienda, negocio, ruina, etc., sin que ninguna de ellas consiguiera destacarse de las demás; los pobres no tienen más que un único barrio que, tal como ellos, confunde su personalidad en la multitud sin forma.
El guarda anunció el destino; eran las cinco menos cuarto, no sé de qué día o mes ya que el viaje me pareció extremadamente largo, pero no me importaba ahora que estaba allí. El sol se estaba ocultando, repartiendo equitativamente su cuota de sombra sobre las distintas edificaciones, que a primera vista se presentaban tal como las había imaginado. La calle que se desprendía perpendicular, como un brazo, de la avenida, era la que yo buscaba, Guazunambí. La suerte seguía acompañándome. Ahora tenía que encontrar la esquina en que Guazunambí se cruza consigo misma o con otra calle que lleva su mismo nombre. Caminé la primera cuadra; al llegar a la esquina comprobé que ésta se llamaba, precisamente, Guazunambí. Unos niños horribles, con la ropa desvencijada y sucia, jugaban a algo que no comprendí: cada uno de ellos le infligía crueles castigos a los otros, que los aceptaban pasivamente.
– ¿Saben cuál es la casa de Cecilia?- pregunté.
Ninguno respondió, atentos como estaban a los golpes azarosos que lanzaban y recibían por igual. Un viejo que estaba descalzo, con una camisa mugrienta abierta, sentando frente a ellos en la entrada de una casa y con un hilo de sangre corriéndole por la comisura de los labios, me pidió que le repitiera la pregunta.
– ¿Sabe cuál es la casa de Cecilia?
– Aquí no vive ninguna Cecilia- dijo, y luego agregó- ¿Qué dirección busca?
– No tengo ninguna dirección, sólo sé que es en Guazunambí esquina Guazunambí.
– Ah, pero eso es en la cuadra que viene.
– ¿Pero esta calle no es Guazunambí, y la que cruza también?- pregunté confundido.
– Así es, y también la otra.
Quise agregar algo pero en ese momento uno de los asquerosos niños descargó un terrible palazo en la cabeza del viejo, abriéndole un profundo corte del que brotaba gran cantidad de sangre. Desconcertado, seguí caminando tal como dijo, y al llegar a la cuadra siguiente, descubrí que el viejo tenía razón. Pero había algo más que me inquietaba, y era que a pesar de la escasa luz que el sol recogía como el hilo de una cometa, podía reconocer en las siluetas oscurecidas una asombrosa uniformidad, más allá de toda coincidencia casual.
Caminé otra cuadra con el sólo propósito de verificar lo que ya sabía sin necesidad de dar un paso más; todo era perfectamente simétrico, cada centímetro de césped, cada portón y muro replicados al infinito como fractales suburbanos. Se me ocurrió que, de acuerdo a este patrón, también debería haber una Cecilia en cada cuadra, pero algo interrumpía la sucesión en este punto y yo no tenía ninguna explicación que ofrecer.
La noche andaba sobre el pueblo con sus largos pasos opacos; en la esquina, la misma de siempre, tomé por la Guazunambí que cruzaba, donde unos vagabundos compartían una botella de vino tan repulsivo como ellos. Se escupían entre sí, después reían a través de los pocos dientes que les quedaban y eso traía nuevos escupitajos y algunas puteadas. Uno sacó una navaja del sobretodo y apuñaló a otro hasta matarlo; luego se alejó sin reparar en mi presencia, como cada persona que había encontrado antes. No me escandalizó descubrir que el cuerpo era colgado de un árbol, ya que, según creí ver, había uno en cada ornamento, columna o farol del pueblo.
Todas las ventanas permanecían convenientemente cerradas, y nada sugería que las casas estuvieran habitadas. Ahora la oscuridad era completa y yo estaba convencido de que no había ninguna Cecilia en ese pueblo, es más, presentía que nunca había conocido a ninguna Cecilia que me había dado una dirección que extrañamente correspondía a esas calles. En alguna parte existía un error; en mis recuerdos, en lo que creía estar viendo sin terminar de creerlo, en la realidad misma que parecía desquiciada. No era posible que todo eso fuera cierto a la vez, alguno de los elementos no encajaba en el conjunto, fracasaba en transmitir la idea de verdad al resto y yo tenía que encontrarlo para escapar de la situación. Pero este pensamiento me abandonó de inmediato, cuando sentí un dolor insoportable en la pierna izquierda provocado por el machete con que un niño me había cortado. La herida era bastante superficial y, asustado, escapé como pude en dirección a otra Guazunambí, la misma de siempre.
El niño bajó el machete y se quedó parado, con la mirada perdida, sin ningún gesto en el rostro; ninguno de ellos parecía experimentar algún sentimiento con sus acciones mecánicas, sin propósito. Miré mi pierna: del tajo surgía un poco de sangre pero esto no me impedía avanzar, de manera que me concentré en huir evitando tropezar con más de aquellos seres. Empecé a correr sin rumbo ni plan, sólo procurando mantenerme en movimiento hasta que se me ocurriera algo, sospechando que pensar, en aquellas circunstancias, era lo peor que podía hacer.
Notaba los contornos de los cadáveres en los árboles, iluminados tenuemente por la luna, que ya se había apoderado del cielo. En las veredas se acumulaban más en espera del mismo destino; los niños hacían ademanes a mi paso pero no intentaban alcanzarme; otros los sucedían en esta operación vacía para abandonarla seguidamente de la misma forma que los anteriores.
Ignoro cuánto duró este ejercicio; de pronto me encontré en un sitio que no reconocía y no dudé en avanzar por allí. Se trataba de la avenida donde me había apeado del ómnibus, de la que partía la Guzunambí original. Era la mejor opción disponible, por lo que la tomé depreciando las consecuencias. Llegué hasta la parada agotado, sangrando, dando pasos temblorosos hasta que conseguí sostenerme de un poste. En ella se encontraba un muchacho, de mi edad aproximadamente, con un ramo de flores en la mano.