La traición de Rosana

Enrique, de repente, comenzó a sentir algo extraño, una sensación que no conseguía identificar ni saber hacia qué se dirigía. ¿Su trabajo? Era posible; recientemente, el encargado, antiguo compañero de sección promovido por razones por demás sospechosas, había empezado a hostigarlo, por razones mucho menos sospechosas: Enrique había cometido algunos pequeños robos, robos en los que también estaba implicado el ahora ascendido a alcahuete. Allí podía haber un conflicto. Pero también, por otra parte, su hijo, atorrante con credenciales, había tenido dificultades, por llamarlo de alguna manera, con las calificaciones escolares. Y, por si fuera poco, el perro, el cachorro, Puppie, su vástago ilegítimo, su orgullo de patriarca, mostraba claras inclinaciones homosexuales. Para mejor, para acentuar la catástrofe, estos encuentros furtivos tenían lugar en la casa de su detestado vecino Patricio, cuya mascota modelo europeo sodomizaba al pequeño de la familia con evidente satisfacción. De ambos. Por fortuna su esposa, Rosana, no estaba incluida en estas trampas que acechaban su tranquilidad, o eso creía al examinar el conjunto desde sus intereses conscientes.

Sin embargo, tras descartar por medio de la razón y el sentido común estos asuntos menores (tenía pruebas de las sustracciones de su superior; su hijo, a decir verdad, jamás había sido un guardián del legado intelectual de Occidente; y el perro era una bestia que no respondía a los dictados del conocimiento), volvió a examinar la situación: ¿No era evidente que se trataba de Rosana, que se había tratado todo el tiempo de Rosana, que lo acosaba la posibilidad simétrica del engaño de su perro con el can del vecino y de su esposa con el dueño de éste? Obtuvo el alivio relativo que procede del descubrimiento de la Verdad, ese término sin referencia que hermana a sabios e ignorantes en su persecución imposible.

Procedió a contactar a un investigador privado, otra azarosa designación en la que hasta el momento no había reparado. Le explicó sus conclusiones, reservándose el procedimiento por el cual había arribado a ellas. El detective fue franco: le reportaría absolutamente todo lo que encontrara, le resultara agradable o no, esa era su ética profesional. Enrique asintió; su propia ética dictaba un procedimiento similar. Acordaron los honorarios (otra curiosa palabra; de honorario tenían muy poco), establecieron un plazo mínimo y máximo de trabajo y las reuniones que mantendrían en ese tiempo para intercambiar información.

Regresó al trabajo algo más calmado, ya que ahora todo dependía de la pericia del agente que había contratado, al menos en la medida que la tecnología y los instrumentos más avanzados en la detección de infidelidades lograran sondear el alma humana, o el lugar, si es que lo hay, donde se aloja esa clase elementos. ¿De qué material están hechos? ¿Es posible que no sean más que el modo de medirlos, una consecuencia de la herramienta que los registra? ¿Cómo se llega a ellos, quién puede juzgar su pertinencia, quién decidir acerca de su corrección? Nadie excepto él, y esa era una garantía.

Mientras el detective recababa datos, la mente de Enrique iba tras sus pasos en cada misión, buscando con sus propios artilugios e intentando adelantarse al metódico especialista. Confeccionaba elaboradas hipótesis acerca de los movimientos de su mujer a partir de los escasos trozos de realidad que el matrimonio le había procurado; podía, quizá, estar en las salidas vespertinas a la casa de su tía Maruja, pero no; o podía ser el tratamiento del ligero desorden de atención de su hijo, o la búsqueda infructuosa de un efectivo garrapaticida cada vez más lejos de la casa, o un poco de todo eso mezclado, con agregados del mercado turco (turco -intercaló una nota- investigar la conexión turca) y el importador de combustible que les suministraba un derivado apócrifo a mitad de precio para calefaccionarse. ¡Cuántas posibilidades! ¡Y cuántas más que no se le ocurrían, maldita falta de imaginación, maldita maratón de iCarly (cinco temporadas ininterrumpidas y una atrofia semi permanente de las facultades, malditos Carly, Sam, Freddie, Spencer y Gibby, en especial Gibby)

El detective desplegaba, en cambio, una enorme, casi infernal, creatividad tras el rastro de la señora Enrique, acompañándola de forma anónima en sus idas al supermercado, a la peluquería, a la feria, a cada lugar, encuentro, sitio o cita que fijara. El hombre, canalla de profesión, no reparaba en regla de moral alguna a fin de conseguir el material que su cliente solicitaba, y mucho menos reparaba en su propia integridad espiritual o física para el mismo objetivo. Entre sus hazañas se contaban la prolongada estadía en las cloacas que debió soportar en una ocasión, en un confuso caso de bienes raíces que se resolvió de la manera más inesperada; la exploración incansable de un basural donde, de acuerdo a informaciones obtenidas en tratos deshonestos, se hallaba el lucro ignominioso de un negocio de igual naturaleza, y el repudiable acoso en los límites de la legalidad a una dama que probó una resistencia desconocida a dichas prácticas. Enrique, al tanto de los antecedentes de su empleado, no abrigaba dudas acerca de las conclusiones que extraería de las pesquisas.

Por fin concretaron una reunión en la que se revelarían los frutos de la mezquina ciencia del alcahuete. El investigador de lo ruin extrajo una carpeta que contenía cientos de páginas de minucioso texto mecanografiado, fotos sobre y subexpuestas, diagramas y gráficas, apuntes y números telefónicos, mapas y croquis diversos. Enrique la ojeó rápidamente y, luego de este examen preliminar, no detectando fraude alguno, pidió al profesional su veredicto. Este dijo:

– Mire, mi amigo, tengo dos noticias para ud., y tal como el cliché impone, una es buena y la otra mala. Le ahorro la elección del orden de exposición; la cuestión es como sigue: su esposa no lo engañaba de ninguna manera, lo que supongo es buena noticia para ud., pero con todo pesar lamento comunicarle que ahora sí lo engaña. Conmigo.