Firecracker

La Navidad tiene un significado diferente para cada persona: algunos recuerdan a sus familiares, otros intentan en vano olvidarlos, y otros lo logran por medio del alcohol. Yo recuerdo, cada año, esta historia de mi infancia.
Estaba en sexto año de escuela, iba a la número 666, pública, y hasta re-pública si se me permite, ya que así se llamaba, República, y a pesar de que me llevaba bien con todos mis compañeros, tenía un pequeño grupo de amigos con quienes también compartía tiempo fuera del salón de clases. Ellos eran Rolando (motas, palmera capilar, simpatía, ingenio), Gerónimo (negro, habilidades deportivas, gregario) y Líber (hosco, torpe, semi-iletrado), y los cuatro formábamos una banda para todos los propósitos escolares y no escolares habituales, como la pelea en el patio y el fútbol de los domingos, donde nos convertíamos en la línea de cuatro del equipo Serial Killers, del barrio Maraca-na.
Siempre que salíamos del barrio se armaba alguna, por lo general sin motivo, en muchos casos por la provocación que suponía la pegunta «¿Así que uds. vienen del Maraca?» Al principio contestábamos verbalmente, pero luego vimos que la única respuesta aceptable era a través del idioma universal de las calles, que dominamos muy pronto, para asombro de nuestros enemigos. Por lo visto, teníamos condiciones naturales, aunque repartidas de forma desigual, pero la naturaleza no conoce ni el vacío ni el invicto, y más temprano que tarde, proclama al delfín en el lugar donde antes se alzaba el monarca.
Una tarde volvíamos de un partido en la cancha del Old Satans, quienes habían derrotado en la semifinal al Old Christians, cuando, luego de haberlos vencido en el terreno de juego y en el más prestigioso terreno del honor, nos hicieron una encerrona en la esquina de Zubizarreta y Busquets. Asumo que el lector la conoce ya que no ha cambiado nada en estos años: enfrente del bar «Los Bárbaros», que sigue allí, se encontraba la cantina «El Bajo Imperio», que cerró a causa de los incidentes reiterados (invasión incluida) que se producían entre los parroquianos de uno y otro. En fin, lo cierto es que los Old Satans, más sus amigos, padres, madres, tutores y docentes, nos habían emboscado y nos la iban a dar. Mis amigos adoptaron posición de lucha, pero yo, que en situaciones favorables ya era jodido, estaba dispuesto a negociar una retirada. No me importaba que fuera digna o humillante; el verano estaba cerca, mi viejo había alquilado una casa en Parque del Plancton y yo no quería pasarme las vacaciones en una silla de ruedas. Con suerte. Me adelanté para decir unas palabras a un adulto, un hombre morocho con una cicatriz bastante intimidante en la cara, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, cayó fulminado por un cadenazo de origen indeterminado; de inmediato, mis amigos empezaron a repartir más que cartero con anfetaminas, y yo no tuve más remedio que sumarme a la trifulca. Líber, a quien apodábamos «líder», no por el carisma sino por sus dones de pelea, embocó a un grandote bastante polenta, y siguió atendiendo su negocio con la eficiencia profesional de costumbre; Rolando, cuyas destrezas eran apenas inferiores, se encargó del escalafón siguiente; el Gero encaró a uno de su tamaño y no encontró dificultades. A mí no me faltaba experiencia, ya sabía cómo se ponían las cosas cuando el polvo empezaba a levantarse del piso, los ojos se nublaban, en la cara iban apareciendo marcas donde antes no había más que algunos granos perdidos, y los dientes se cambiaban de lugar como en el juego de la silla. Sin embargo, en este caso no sucedió nada de eso, y cuando por fin se disipó la polvareda, vi a mis amigos satisfechos, abrazados con un botija medio reo que trataba de zafarse para vilipendiar a las víctimas caídas, y eventualmente robarles los relojes y billeteras, como pude comprobar enseguida.
El pibe reo resultó ser Carlitos, desde ese momento el quinto integrante de nuestra pandilla, el vértice faltante de nuestro pentagrama. Pese a ser el ganador moral y material de aquella batalla, no se valió de ese argumento para ponerse al frente del grupo, por lo que, si la memoria no me falla, supusimos que lo había hecho por vocación o afán de venganza contra sus vecinos, y nosotros, aún menos propensos a las formalidades o la gratitud, lo integramos como un igual, sin concederle ningún privilegio.
Ahora recorríamos los barrios confiados, metiéndole el gaucho a quien fuera sin reparar en los riesgos, y como dice la canción, llevando la alegría por turnos a cada uno de ellos; incluso surtimos a un peludo con una guitarra en la esquina de Durazno y Convención, y lo comprometimos a escribir una canción sobre nuestras proezas. No sé en qué habrá quedado; ya estoy viejo para cobrar esa deuda, de todos modos.
La cosa es que que se venía la Navidad, como dije antes, y yo conservaba el mecanismo intacto gracias a Carlitos. Eso merecía un festejo especial, más teniendo en cuenta que era nuestro último año de escuela y quién sabe qué sería de nuestro grupo el año siguiente. Pensamos que sería lindo vandalizar la escuela como despedida, pero al final decidimos armar un Judas atómico, como dijo Carlitos, metiéndole más cuetes que si sacaras un crédito a veinte años con la tarjeta de falopa esa que da el gobierno bolchetupaputofaloperoafrouruguayo.
Necesitábamos harapos, y el padre de Carlitos los tenía; era su uniforme de trabajo. Más que un Judas, teníamos un mendigo verosímil, que lucía como el padre de nuestro amigo y podía ocupar su lugar unos días. Pero sucedió algo extraño: la gente lo reconocía y no le daba un mango, ya que el veterano, según parece, había sabido meter sus buenas manos también, cuando joven al menos. Mi viejo me relató una historia con la que me identifiqué al instante, la historia de una pelea monumental en la que el padre de Carlitos lo trajo a sopapo limpio hasta la puerta de casa y le dio un par de cachetadas frente a su mujer, o sea mi madre, y le prohibió volver a pisar su zona, bajo amenaza de quemarle la chabola. En realidad no tenía nada que ver conmigo; Carlitos estaba de nuestra parte, disculpen esta pequeña digresión, sólo quería explicar los sentimientos que inspiraba esa familia entre mi gente.
Pasaron los días y la lata siguió famélica. Aquello no estaba dando resultado, y, con la Nochevieja comiéndonos los garrones, decidimos llevarnos el Judas para el barrio de Carlitos, a ver si en su hábitat recaudaba mejor; de lo contrario, nuestra última Navidad juntos sería más embolante que un volcán F1 (Fuego interno sin humo en la escala internacional) Le pedí a Carlitos que se quedara frente a casa mientras nosotros probábamos suerte, y él, extrañamente razonable, accedió. Suerte que no lo hicimos nuestro jefe, pensé. Sentí un poco de pena al dejarlo allí solo, sucio, sentado contra el muro cual Judas orgánico, pero no había alternativa, era eso o laburar.
Nosotros depositamos a don Carlos cerca del «Bajo Imperio» y nos ocultamos detrás de un contenedor de basura; fue todo un éxito. Los borrachos salían y lo veían ahí como siempre. «¿Cómo está, don Carlos?» «Tome, vecino» «Para que se eche una», decían aquellos bolos parlantes mientras se alejaban tambaleándose hacia la oscuridad. Cuando el último de los envases dejó el boliche, contamos las monedas y nos dimos cuenta de que éramos ricos.
Corrimos a compartirlo con nuestro amigo mientras decidíamos cómo gastar la pequeña fortuna: cuetes de todo tipo, unas sidras, un regalo para la vieja, un…Cuando estábamos a un par de cuadras, llevados por las piernas que se movían sin que se lo ordenáramos, vi la columna de humo y me detuve un momento. Los otros también se frenaron, sorprendidos, y yo les señalé las nubes que circulaban a contramano. Corrimos con más ganas que antes hasta que me topé con mi padre, quien, cadáver de fósforo en mano, señalaba orgulloso el gran fuego que había encendido con el Judas que le habíamos dejado.
¡Oh Carlitos! Oh the humanity!

Arrebato

Camino en dirección al gimnasio, como todos los días después del trabajo. Está ubicado en la zona del puerto, por eso el viento sopla fuerte y me despeina el cabello que intento acomodar, pero no logro hacerlo. Voy mirando los adoquines grises, humedecidos por la lluvia que cayó esta tarde, quizá también por el agua del río azotado por el constante viento del sur. Me gusta la forma en que reflejan mis movimientos, y aunque en un principio posé la vista en ellos para esquivar los charcos que se forman en los desniveles, ahora no puedo dejar de mirarlos de manera desatenta, casi indiferente.
De pronto golpeo algo con el hombro; es un muchacho alto, corpulento, aunque no del mismo modo que yo, que soy producto del ejercicio practicado con regularidad, más bien posee una rudeza basta, cultivada en los depósitos desvencijados. Sin detener por completo la marcha, pido disculpas y me dispongo a reanudar el paso, pero el flaco no responde según las convenciones aplicables a estos casos; sin decir una palabra, me empuja contra unas cajas apiladas a nuestro lado. Antes de que adopte una posición ventajosa, le doy una trompada que lo lanza hacia atrás, aunque a menor distancia de lo que había previsto; se recupera y me golpea varias veces, utilizando los dos puños, incluso juntos.
La pelea se torna salvaje; algunos curiosos se reúnen a nuestro alrededor y comienzan a gritar pidiendo más; a nadie se le ocurre separarnos o llamar a la policía. Tampoco a mi rival le interesa detener la gresca, y yo, que no quiero continuarla, me veo obligado a hacerlo. Me gusta pegarle en su despreciable cara, empiezo a disfrutarlo, pero sus ataques son más efectivos, y mi nariz y labio superior sangran abundantemente. El dolor es insoportable, y apenas puedo defenderme; me tiro al piso intentando apelar a su compasión y a la de los espectadores, pero esto sólo vuelve más furiosos a uno y a otros; el animal me patea en el suelo sin misericordia, es claro que disfruta peleando en la calle, sin reglas.
Me incorporo como puedo, tambaleando, aprovechando una pausa de mi contendiente, y lo pateo con fuerza, al menos con lo que, desde mi punto de vista, es toda la fuerza que tengo. Resulta insuficiente y sólo me procura una nueva paliza, que, a pesar de la costumbre, no recibo con menos inquietud; presiento que algunas partes de mi cuerpo no conservan la postura ni dureza normales, y la prueba más inmediata de esto reside en las piezas dentales que bailan dentro de mi boca. Entonces decido morderlo, sospechando que quizá sea la última mordida que dé, al menos con el equipamiento original; tampoco surte efecto, y en efecto, quien termina surtido soy yo, una vez más.
Me retuerzo como anguila, inclinando el cuerpo en un inútil intento de contener el sufrimiento, que, incluso si pudiera ser detenido, se vería aumentado muy pronto con nuevos embates de mi verdugo. Ahora trabaja la espalda, descuidada por el gesto de proteger el frente; caigo otra vez en la acera, la misma acera que me devolvía una imagen más saludable de mi cuerpo apenas hace un rato. Me arrastra hasta unos cajones de madera y me azota contra ellos, los rompe como rompe mis huesos, con una determinación que adivino criminal. La calle es insegura, pienso, ¡pero yo venía por la vereda! Rectifico: toda la maldita ciudad es insegura, sin importar cuán entrenado esté uno para evitarse este tipo de situaciones. De hecho, anoche, justamente, me jactaba frente a mis amigos, mientras tomábamos una cerveza en (¿dónde más?) la vereda, que el único problema que supone la inseguridad es carecer del poder suficiente para contrarrestarla. Ahora voy a tener que cambiar el gimnasio por un buen dentista. Eso si la cuento. Y si fuera ese el caso, ¿debería hacer que lo pague mi agresor?
Mientras divago tratando de desviar el padecimiento corporal, mi ejecutor toca con sus puños un ritmo monótono sobre los laterales que tanto esfuerzo me demandó obtener. Es una lucha desigual, hace rato que no meto ninguna mano, ni siquiera estoy seguro de tenerlas adheridas aún a los brazos. Sí, allí están: las está pisando, ¡qué dolor! Eso que crujió no creo que tenga reparación.
Hago números (mi tío Adrián es médico traumatodontorrinolarongólogo, estoy familiarizado con los costos de estos incidentes) y cuando termino la cuenta, bajo una erupción vesúbica de agresiones, decido que no vale la pena arreglar los daños; como el auto que sobrevive al accidente fatal, es mejor comprar nuevo. Y si mi alma recibe una indemnización justa, como estimo merece la violencia a que estoy siendo sometido, no va a tener dificultades para adquirir un cuerpo más resistente que el actual. Además, el alma de mi rico tío Adrián puede otorgarle un préstamo en caso necesario, a saldar en una vida siguiente. Sí, es probable que la mejor opción sea apagarme.
Pero, habiendo dispuesto la sucesión de mis bienes más preciados, me encuentro más animado e incluso consigo pararme. Él está desconcertado, duda, me pega un poco pero ya no es tan efectivo como antes; yo, por mi parte, conecto algunas tímidas caricias y poco a poco recupero la forma, hasta encajarle un sopapo que lo arroja contra los tanques de combustible. La afición se entusiasma, vitorea, me aclama, y yo sigo pegando como si no hubiera estado al borde de la muerte. Lo acorralo, pego más que Poxi-Pol-Pot, todo cambió en un segundo, la victoria es mía, su alma debe estar llamando a Pronto para pedir un préstamo, yo arremeto y devuelvo el castigo que recibí, pateo, escupo, salto, machaco, suministro dolor, miministro calamidad, no reculo ni para tomar impulso, someto, maltrato, humillo, torturo impunemente como milico en dictadura (y democracia) aprieto adelante, abajo, adelante + B y Ryu cae por fin derrotado.