Extra, extra!

Néstor se levantó a las 6:40 como todas las mañanas, para tomar un desayuno de café y tostadas mientras leía el diario, antes de salir hacia el trabajo. Fue hasta la puerta a recoger el periódico, lo dejó sobre la mesa de la cocina y, mientras hervía el agua en la caldera, fue al baño a afeitarse. Le tomó más tiempo que de costumbre, ya que tenía que remover una espesa barba judeocristiana de varias semanas y recortar el bigote centroamericano que lucía prolijamente desde la juventud. Escuchó el silbido de la caldera y corrió a la cocina con la mitad del vello aún adherido, pero se secó de todas maneras y dejó la tarea para mejor ocasión. Se hacía tarde. Sirvió agua en una taza chica, echó dos cucharadas de azúcar y advirtió que era demasiado tarde para terminar la infusión, de modo que tomó con apuro el resultado parcial de otra acción inconclusa. En realidad no había sido la caldera quien silbó sino el afilador de cimitarras y afinador de arpas del barrio, por lo que el café adolescente, que además estaba frío, moriría antes de alcanzar la mayoría de edad. Miró de reojo los titulares mientras salía: «La inflación retrocede en febrero pero sólo para tomar impulso»; «Menor fuga del INAU: esta vez fueron solo 37» «El Presidente reconoce fraude en las elecciones pero se queda lo más pancho en su puesto» y «Asesinado por una bicicleta». No terminó de leer esta última noticia, la que más llamó su atención.
Caminó con prisa las dos cuadras que lo separaban del garage donde dejaba el auto. El empleado le dio los buenos días y señaló cuántos años había perdido con la rasurada, pero él los rechazó y a cambio tomó los días de mierda, en vista de las dificultades que se habían, y presumía se seguirían, presentando. El cuidacoches que dormía en el estacionamiento lo vio del otro perfil y comentó con el otro lo avejentado que lucía. Esto dio lugar a una disputa sobre la salud mental entre ellos, pero en realidad ambos tenían razón, como Galileo y Copérnico a propósito de las imágenes lunares. En este caso la controversia también versaba sobre imágenes lunares, en tanto el primero de los hombres sostenía que se habían hecho visibles dos grandes lunares en el lado izquierdo de la cara de Néstor. Éste, ajeno a la discusión, salió a toda velocidad rumbo a la oficina. Encendió la radio del auto y puso un informativo para completar los puntos suspensivos que el periódico dejara en su cabeza, pero, sobre todo, para enterarse del suceso que seguía girando, cual rueda de bicicleta, en su mente desde que leyera aquellas palabras. El locutor repitió los encabezados del diario y procedió a leer el objeto de sus cavilaciones; Néstor escuchó como si se tratara de La consagración de la primavera de Stravinski. Es más, se trataba de La consagración de la primavera de Stravinski, dado que el informativista omitió la lectura de EL titular para dejar lugar a la genial obra del compositor ruso. «Rusos de mierda, siempre saboteando todo», pensó mientras apagaba la radio.
Llegó al trabajo en hora, marcó la tarjeta, reparó en que en su oficina no se marcaba tarjeta y supo que se había equivocado de edificio. Era el de al lado. Escuchó las puteadas del trabajador cuya tarjeta había mancillado, pero no tenía tiempo para subsanar su error o trenzarse en una pelea callejera, optando por hacerse bien el boludo. Entró a la oficina mientras sus compañeros miraban el informativo matutino en el televisor que la empresa usaba para impartir la disciplina. Se acomodó en un rincón a la espera de la noticia ansiada, y en el preciso instante en que el conductor la anunciaba, su jefe lo arrastró de la camisa para darle órdenes urgentes a propósito de un pedido de cajas vacías para llenar con mercancías que no eran más que una excusa para contrabandear las cajas vacías a otros mercados, donde abundaban las mercancías pero no los recipientes. El crimen perfecto. Escuchó con atención decreciente, como un ciclista que baja el tiempo récord en los primeros cien metros de la contrarreloj pero termina último por la fatiga que le supone semejante esfuerzo. Contestó que sí, que era capaz de llevar a cabo el encargo, que se ocuparía de ello de inmediato si le daba permiso para ver el informativo cinco minutos. «¿Qué quiere saber?», preguntó el encargado. «Nada, los números de la quiniela», dijo Néstor sin saber por qué ocultaba su interés. «Ah, pensé que era por lo de la bicicleta, todos están hablando de eso. Salió el 1544 a la cabeza, a los diez, la redoblona, todo. Insólito. Ahora vuelva al trabajo». «Pero… pero…», atinó a decir pero no consiguió articular palabra.
Hizo todo lo que le habían encomendado y más, apurándose para terminar temprano e irse a su casa a leer diarios, escuchar la radio, mirar la televisión, buscar crónicas en internet. Las horas pasaban lentamente, como bicicletas con rueditas, frente a sus ojos incrédulos; el reloj mismo parecía una rueda con rayos en forma de manecillas, y la imagen no hacía más que acrecentar su impaciencia y distraerlo de sus ocupaciones. No entendía el mecanismo que lo tenía prisionero en una cárcel de tinta, letras, configuraciones recurrentes que se transformaban en vehículos de dos ruedas accionados por pedales. Finalmente no aguantó más y se lanzó a la calle presa de un delirio violento cuya necesidad era tan inevitable como la mirada de Medusa o de un LCD de 42′ sintonizado en Showmatch. Buscaba desesperadamente un kiosco nutrido de noticias, el grito del canilla, las manos entintadas de verdad. No había ninguno en los alrededores. De pronto vio uno en la acera de enfrente, pletórico de prensa escrita que se agitaba en el viento como el cabello de Atenea (!), como el poncho del guapo Larrañaga, como un remolino de papel que lo atraía hacia sí como Poseidón a Odiseo (!!) y del no podía escapar. Se lanzó a Lacalle como Bordaberry en la segunda vuelta, sin reparos ni prudencia alguna.
La mañana siguiente, el titular del diario rezaba «Nueva víctima de la bicicleta asesina».

Tsunami de inseguridad

Con mucho esfuerzo había logrado comprar su casa, una humilde chabola en un barrio marginal, pero era su casa, qué diablos. Pronto descubrió que los problemas recién empezaban, y que estos no consistían solamente en pagar las cuentas, los impuestos y los ajustes de las cuentas.

La primera noche le ganaron una media de la cuerda a modo de advertencia. Supuso que había sido Papá Noel que, viendo la pobreza del lugar, juzgó que dos medias era demasiada ostentación y se llevó una para el vecino. Cuando le ganaron todos los otros pares de medias, refutó la hipótesis papanoelica y apuntó al rastrillaje, nomás. De haber tenido la navaja de Occam habría procedido a la inversa, pero también se la habían robado.
Decidió que necesitaba poner rejas, a pesar de la notoria precariedad de la vivienda. Las rejas costaban más del doble de lo que había pagado por el rancho, pero ya no había vuelta atrás, estaba atrapado entre la falta de recursos para mudarse y la constante amenaza de saqueo. Hipotecó la casa para pagar el cerco perimetral; el herrero le aconsejó que instalara también rejas en las puertas y ventanas, ya que la primera era inútil sin esta seguridad adicional. De manera que hipotecó la cerca para pagar estas últimas. Endeudado y atado a su prisión suburbana, sintió que el riesgo era tan grande que necesitaba una alarma y un dispositivo eléctrico de disuasión. Vendió los pocos muebles y electrodomésticos que tenía para financiar esta ampliación y sentirse algo más seguro. Pero aún no fue suficiente, puesto que descubrió un flanco descuidado: la chimenea. La tapió por dentro, rodeando la azotea con un alambrado triple de púas que copió del campo de concentración de Riga. Todo marchaba estupendamente. Todo excepto la facilidad que ofrecía un túnel por debajo del vallado exterior. ¡Qué descuido!
Vendió y empeñó todo lo que le quedaba para proteger el sistema; una gruesa pared de cemento se enterraba varios metros bajo el jardín para impedir esta modalidad. Pero ¿y el boquete? Como Astori del arrabal, refinanció la deuda para acceder a otro crédito, que le permitiera reforzar el muro contra arietes, explosivos de pocos megatones (por el momento excluía el ataque nuclear) y taladros hidráulicos. Al fin podía dormir tranquilo, si no consideraba la deuda una preocupación mayor.
De repente el diario lo inquietó con otra posibilidad no contemplada: el momento de abrir la reja. Era imperativo que tuviera cámaras. Muchas cámaras, como canal 4 en un robo de championes con choque múltiple incluido. Agarró una changa de noche, que se sumaba a sus 3 trabajos diurnos y el teletrabajo como corresponsal de la revista Home Security de Carrasco Norte. Ahora apenas estaba en su casa para monitorear las cámaras, por lo que debió instalar un GPS para hacerlo desde sus múltiples ocupaciones. Claro que, en caso de que viera delincuentes cerca, no tenía forma de llegar a proteger su propiedad, de manera que compró una moto para esta eventualidad. Moras y recargos, más los gastos del vehículo, demandaban un nuevo laburo, así que entró de repartidor en una rotisería. Al segundo día le quisieron robar la moto, y en tanto la moto era fundamental en todo el esquema de seguridad, tuvo que dotarla de sofisticados mecanismos antirrobo. Todo estaba en orden una vez más; ya casi había alcanzado la cumbre de los estándares de seguridad establecidos por el Ministerio del Interior y Telenoche 4.
A las pocos días, un vecino lo encontró abatido frente a su casa. Temió lo peor.
– ¿Qué pasó vecino? No me diga que le entraron a la fortaleza- dijo con sorna.
– No, era imposible que entraran. Pero me robaron las rejas, las cámaras, el vallado, la cerca…

We are 127

Sentí que el mundo entraba en un final y le dije suavemente que se fuera a la raíz cuadrada de la putísima madre que lo parió. (J.C.Onetti. Cuando ya no importe)

Subí al 127 en la parada de siempre, a la hora que acostumbraba hacerlo todos los días. Saqué un boleto Oeste-Este de doce horas, que permite perfectamente descansar ocho en el vehículo y volver al trabajo en el mismo ómnibus, idea adoptada gracias a los auspicios de la Cámara Empresarial, que vio la ventaja de que sus súbditos permanezcan en constante movimiento en la ruta de su ocupación.
Muchos de los pa(sa)jeros se encontraban en la misma situación. Me senté contra la ventanilla en la segunda fila, junto a un empleado de oficina que revisaba varias carpetas con un café en la mano libre y la almohada sobre las piernas. Los pocos asientos desocupados fueron asaltados por viajeros-inquilinos dotados de los enseres necesarios para habitarlo al menos un día. Muchos se saludaban como vecinos de toda la vida, con preguntas sobre la salud de la familia y cambio de chismes acerca de los ausentes inesperados. En la vereda, un ama de casa adaptada a la nuevas relaciones obrero-patronales lanzó al paso del bus un suculento desayuno compuesto de café, tostadas con manteca y mermelada, y la pastilla para la presión de su marido. Éste lo atrapó sacando la mano por la ventanilla y mandando al mismo tiempo saludos a unos hijos que apenas lo conocían como imagen fugaz en la ventanilla del 127.
Más tarde, una muchacha que estaba más fuerte que el temporal de Santa Rosa subió, cambió unas palabras con el guarda (que le pidió el cambio justo de palabras) y cruzó el pasillo como si se tratara de la pasarela más encumbrada de la moda internacional para dirigirse hacia el fondo, donde un joven más bien feo y mal arreglado la esperaba con una sonrisa. Ante el asombro que no era tal sino más bien envidia del resto de los presentes, empezaron a tocarse y sacarse la ropa con un visible apremio y más visible aún calentura. Lo que pasó después es algo que el pudor me impide referir pero la crapulencia me obliga a contar: el joven no cumplió sus deberes conyugales y la chica, cuya calentura opacaba su sentido moral, si es que lo tenía, lo reemplazó sin más por un afortunado y eficiente desconocido. Creo que se agregaron luego varios participantes más, pero para entonces yo tenía entre manos asuntos de la mayor importancia que no admitían dilaciones.
Poco después la señora de la sexta fila, compañera habitual de viaje, escoltada por su analista para la consulta semanal, pidió al chofer que parara a fin de comprar el antidepresivo en el instante en que le fue recetado, tal como manda la práctica clínica moderna. Cuando el ómnibus se detuvo sucedió lo impensado: cuatro punks de apariencia repulsiva pidieron permiso para subir a tocar una canción. El conductor no vio ningún inconveniente en que lo hicieran y les franqueó la puerta, provocando la sorpresa de todo el pasaje. A mí me resultaron simpáticos y de hecho, y con esto no pretendo difamar a nadie, me parecieron mejor higienizados que muchos de los exaltados. Uno de ellos, su líder supongo, dijo unas palabras en un dialecto punk que algún antropólogo o degenerado vaya uno a saber tradujo a los demás más o menos como sigue: «Somos artistas callejeros que les robamos (el traductor pudo haberse equivocado aquí) un minuto de su amable atención para entregarles una humilde canción que esperamos les alegre la mañana, manga de hijos de puta vendidos al sistema váyanse a la concha de su madre y métanse sus trabajos de mierda en el culo, chupapijas (el intérprete quizás haya agregado algunas expresiones propias aquí, no lo sabemos con certeza) Gracias, esperamos sea de su agrado y aquellos que deseen colaborar pueden hacerlo y los que no se pueden meter las monedas de mierda que nos niegan en el medio del orto y las damas por la cotorra. Chúpenla, putos». Enchufaron los equipos, batería, bajo y guitarra, previa instalación de un amplificador y un par de columnas de Marshalls, y cuando el vehículo se puso en movimiento, tras el regreso de la vieja conchuda (perdón, se me pegó) de las pastillas, empezaron a tocar.
Por lo visto el traductor no entendió plenamente el mensaje, o quizás aquellos vándalos cambiaran sus planes sobre la marcha, lo cierto es que minga iban a tocar un solo tema. Arrancaron con una sección de clásicos del género o degénero, como prefieran, entre ellos joyas como Blank Generation del gran Richard Hell, Buzzcocks, Sham 69, Cock Sparrer y mucho Oi! de un gusto pésimo como mínimo.
Al principio la audiencia se mostró entre indiferente y apática, dejándolos pasearse por su repertorio sin prestar atención, pero con el correr de los minutos algunos empezaron a exasperarse. La madre que le daba el pecho a su criatura (no era un bebé, era propiamente una criatura atroz, que merecía más que le dieran la espalda que el pecho… omnis mundi creatura cuasi liber et pictura) arrojó la mamadera a los inadaptados, que lejos de ofenderse apreciaron el gesto de respeto y extendieron el setlist. La vieja conchuda los escupió y el bajista le devolvió el escupitajo y esto condujo a un nutrido intercambio de secreciones nasales que sólo afianzó la posición de los vagos faloperos delincuentes inútiles. Para entonces el guarda y conductor se habían entregado al espectáculo clausurando puertas y salidas de emergencia. Quienes esperaban el ómnibus en las paradas se negaban a subir y el público involuntario no se atrevía a bajar, puesto que el único que lo intentó, un viejo con menos punkrock en la sangre que sentido común en el televidente de Telenoche 4, fue sodomizado por el baterista con los palillos que luego usaría para ejecutar Holliday in Cambodia de los Kennedys.
Los únicos que no rechazaron la invasión fueron los involucrados en la orgía, a la que los punks se sumaban entre canción y canción. Mi compañero de asiento, El Oficinista, trató de establecer contacto con la coqueta señora del asiento maternal que ofrecía la esperanza de una oposición sólida a la inmoralidad. La misma, cotorruda de profesión y confesión, casada con la familia, tradición y propiedad, era la candidata obvia a encabezar la resistencia. Por desgracia también era candidata indiscutida a un cadenazo bien dado en el medio de la jeta, y esto fue lo que efectivamente ocurrió en primer lugar del orden cronológico.
El ómnibus circulaba ya sin rumbo navegando en una marea de sonidos estridentes (el cantante es-tridente: tiene solo tres teclas); adentro el tiempo parecía detenido y las víctimas de la absurda situación bebían sorbos de su destino y lo aceptaban como el náufrago acepta la deriva de su nave, en cómodas cuotas de hechos fortuitos encadenados por el azar. Yo empecé a creer que esto no estaba mal del todo, que quizás nos estaban arrebatando una rutina cuyas raíces se extendían a todos los pasajeros de ese 127 y los comunicaba en su indolencia compartida, que este viaje era definitivo y no tenía retorno, no había vuelta al boleto de doce horas con pernocte, a la monotonía del asfalto de siempre impregnado en los rostros de siempre que reflejan las vitrinas y las vidas de siempre allí afuera, aquellas a las que no teníamos acceso en nuestra condición de peregrinos perpetuos atrapados en la senda de un trabajo, la casa con su correspondiente familia, los accesorios en forma de hijos/perro/televisor/Telenoche/inseguridad y cada compartimiento en su debido lugar listo para ser extraído cuando las convenciones lo requirieran, todo aquello parecía tan lejano como la parada de origen y la época en que un viaje comportaba el riesgo, la oportunidad, la salida, la diferencia.
Mi vecino me clavó una mirada inundada de estas dudas que atravesaban mi rostro y le devolvían sus mismas conclusiones, aquellas a las que no quería ceder. Uno por uno, los demás pasajeros empezaron a mostrar esta expresión recién adquirida, esta parcela conquistada de incertidumbre a la que se aferraban en ausencia de las coordenadas conocidas. Ahora los inadaptados parecíamos nosotros, tan ajenos a esa zona liberada que se nos ofrecía empaquetada en tres acordes y distorsión extrema. La madre del adefesio encabezó el cruce del último puente que nos ataba a esa vida puesta entre paréntesis. Arrojó a la inmundicia por la ventana, renegó del título de graduada en maternidad y doctorada en frustración matrimonial y nos empujó a agitar, a hacer pogo, a soltarnos el cinturón de Simbad que tan bien habíamos aprendido a llevar por conveniencia y miedo y conformidad.
Era de noche y los celulares anclados en la tierra que ya no recordábamos intentaban retenernos; encargados y jefes de personal lanzaban botellas con mensajes a este mar embravecido que las devolvía al remitente sin respuesta. Esposas, maridos, hijos, suegras, padres, maestras, profesores gritaban furiosos contra esta irrupción en la jerarquía de la realidad, pero a nadie le importaba. El motín seguía su curso contra las órdenes de una autoridad desconocida, tan irreal como esta fantasía que ahora parecía todo menos ilusoria. Los que se quedaban en el muelle lanzaban amenazas que nadie oía a propósito de un viaje que quizás no tuviera futuro pero al que el presente bastaba y sobraba.
Cuando ya estábamos quién sabe dónde, a quién podía importarle, la banda dejó de tocar, empapados en sudor, escupitajos, vino barato. Una tregua para recapacitar, supusimos, un armisticio concedido a unas víctimas que ya no se creían tales. El conductor paró el ómnibus, el guarda nos miró con ojos indulgentes, esperando capturar el instante preciso del arrepentimiento y el retorno a la sensatez perdida, el rictus recuperado de los procedimientos avasallados. Entonces el micrófono nos escupió el 1,2,3, 4 y el ómnibus reanudó la marcha.