Te como en un pan chico

Y, qué podía hacer; tenderme allí, que mi madre no viese, que me pasara, otra vez, aquello horrible y raro.

Marosa di Giorgio

La Metamorfosis no me impresionó para nada, de hecho me pareció un poco carente de imaginación, sobre todo después de haber sufrido una experiencia similar tiempo antes de leerlo. Claro que despertar convertido en un chorizo parrillero puede parecer a los cínicos, al lado del relato de Kafka, tan ordinario como que un cornudo cualquiera se quiera equiparar a Leopold Bloom. Lo siento por ellos, pero esto que cuento es real y ni siquiera me atrevo a decir que ya no soy un embutido; pobre de aquellos que no pueden ver un cascarudo frente a sí a menos que se los señale un genio de la literatura.
Por aquel tiempo empecé a tener algunos problemas de colesterol. El médico me aconsejó que evitara las grasas, y por dios que lo hice, dejé de ir al Inter a levantar minas, pero no dio resultado y el galeno me prohibió el consumo de embutidos y carne. Si no lo hacía podía estallar en la calle, o en el trabajo, o incluso en el consultorio del profesional y enchastrarle todo el lugar; siendo esta, comprensiblemente, su mayor preocupación, me ordenó abandonar de inmediato mis perjudiciales hábitos alimenticios (y su consultorio) y cambiar a algo más saludable, como la carne humana magra. Compré el recetario de Canessa y Parrado e intenté seguirlo meticulosamente, aunque resultaba difícil.
Hice lo que pude: dejé por completo la carne vacuna, ovina, felina, submarina; los huevos fritos, las tortas (debí rechazar una orgía lésbica para conseguirlo) y fiambres (la necrofagia jamás había sido una parte importante de mi dieta, de todas maneras, aunque un gustito cada tanto me daba) pero dejar el chori y la morcilla se me hacía imposible, y sucumbí. Cuando volví a hacerme los exámenes el colesterol seguía en el mismo nivel, al punto que el doctor al verlos corrió a parapetarse detrás de un biombo, por temor a un estallido. Y allí mismo suprimió el chori de mi vida para siempre.
Esa fue la condena. Mi vida no volvió a ser la misma a partir de entonces; sentía su ausencia como si me hubieran extirpado un órgano cilíndrico y grasoso del cuerpo, delicia colorada (como Bordaberry pero apetitoso), crocante y sabrosa granada lípida, feto del mal cardíaco, tentación mortal. No lo probé en meses pero la abstinencia no remitió, todo lo contrario, la necesidad crecía como un Sarubi de caballo acostado sobre una cama de brasas, faquir de los embutidos; lo deseaba más que a Nicole Kidman y sus rojos cabellos reminiscentes del asesino de hígados más buscado por la justicia. Él era un prófugo para mí, y yo un agente secreto que procuraba descubrirlo en cada falsa galleta de arroz que se me ofrecía. Lo imaginaba en todas las formas de corrupción, ocultándose de mí cada vez que presentía mi presencia e intenciones, resguardando su elixir fatal para los comensales del Mercado del Puerto; podía verlo gimiendo sobre la parrilla como una perra alzada, llamándome para satisfacer nuestros más bajos instintos de lujuriosas mordidas envueltas en jugosos fluidos que chorreaban en todas direcciones.
Empecé a tener sueños recurrentes donde soberbios ejemplares de Cattivelli se entregaban abiertos como hembras ardientes, despidiendo un humo fragante que vencía mis inútiles intentos por resistirlo. El psiquiatra, profesor S. Freudstein, padre del psychoanálisis y la terapia de regeneración celular, juzgó que padecía un profundo vacío producto de una separación abrupta que me había dejado huérfano; el farsante no entendía que el problema no era el vació o el pulpón sino el chorizo, y lo abandoné a sus especulaciones falaces que nada tenían que ver con mi problema.
Una mañana desperté de uno de estos sueños sintiendo un fuerte olor a chorizo. Ya era intolerable; las alucinaciones, por más perturbadoras que fueran, se desvanecían con relativa facilidad una vez cumplido su propósito, pero una manifestación física como aquella era un atentado liminar para el que no tenía defensa. Investigué el origen del aroma pero, como suponía, no provenía de ningún artefacto recubierto de tripa y relleno de cosas que nadie puede precisar; surgía de mi propio cuerpo depositado en la cama y con seguridad a medio cocer. Tenía que darme vuelta y seguir durmiendo, o seguir cocinándome, no lo sabía, pero enseguida caí en lo absurdo de todo aquello y me levanté para ir a trabajar. Me dirigí al baño, oriné con normalidad, me lavé la cara y al mirame en el espejo, comprobé que nada de lo anterior había sido un sueño: yo era un chorizo parrillero. Pero se me hacía tarde y, chorizo o no, tenía obligaciones que cumplir y nadie iba a aceptar aquello como excusa, mucho menos mi implacable patrón quien ya una vez había echado a un compañero por transformarse en portátil de escritorio parlante.
La gente en la calle no parecía más buena y nada era diferente gracias a la conversión; de hecho, nadie pareció fijarse en mi inusual aspecto en la parada de ómnibus. Yo, que había previsto las naturales reacciones de asombro y pánico, me sentí indignado por este comportamiento hipócrita o canalla; uno genera herramientas para desafiar la discriminación cuando es diferente y esto es compartido, aunque sea con hostilidad, por todos, pero no está preparado para una aceptación automática que ni siquiera asume la diferencia. Qué descaro. No podía permitirlo. Paré a uno de estos fascistas integradores para increparlo:
-Flaco, soy un chorizo, ¿no tenés nada que decir? Dale, sé que te morís por decir alguna estupidez, no te hagas el boludo. Hablá de una vez así te rompo la cabeza sin culpa
-Disculpá, no sé de qué hablás. Permiso- Dijo el guampudo y se fue como si nada. ¡Se fue después de hablar con un chorizo, sí!
Me bajé del ómnibus y seguí a pie, observando a la gente con que me cruzaba con intención de meterle el gaucho a alguno. Nada me llamaba la atención como antes; las minas lindas, las publicidades de ropa interior, las veteranas que se parten como ladrillo golpeado por Chuck Norris, todo era lo mismo, hasta que me topé con un carro de chorizos donde se exhibían fotos sensuales que, debo reconocerlo, despertaron mi extinta libido. «¡Dejame bañarte con mi mayonesa, nena!» pensé, entre otras groserías propias de mi condición. Ahora me sentía totalmente chorizo; pensaba como chorizo, actuaba como chorizo (me tiré una siestita en el medio tanque del Cacho y salí como Julio Ríos tras pasar por la cama solar) y hablaba como chorizo. Solo necesitaba el reconocimiento público para adoptar la nueva identidad, pero todos insistían en tratarme como un tipo común y corriente más, y este era el mayor obstáculo que se me presentaba ahora para alcanzar la transición completa al estado chorizo. Tuve una fuerte discusión con una señora muy amable pero obstinada, que se negaba a admitir la evidencia a pesar de mi empeño. Al final accedió a llevarme con un médico. Aguardamos en la sala de espera rodeados de la indiferencia de los demás pacientes. «¿Ve que nadie lo mira como chorizo?», susurró la señora. «Quédese tranquilo», agregó. Por fin llegó nuestro turno. El doctor me examinó minuciosamente, escuchando con atención mi testimonio y su refutación por parte de la señora. Pidió permiso y salió del consultorio; volvió después de un tiempo que se me hizo bastante largo y se lo señalé, recordándole que casi me paso. Me miró un instante y yo, impaciente, le pedí su diagnóstico. «Enfermera», dijo, «tráigame urgente un porteño y la picantina», sentenció.

«La Metamorfosis» no me impresionó para nada, de hecho me pareció un poco carente de imaginación, sobre todo después de haber sufrido una experiencia similar tiempo antes de leerlo. Claro que despertar convertido en un chorizo parrillero puede parecer a los cínicos, al lado del relato de Kafka, tan ordinario como que un cornudo cualquiera se pueda equiparar a Leopold Bloom. Lo siento por ellos, pero esto que cuento es real y ni siquiera me atrevo a decir que ya no soy un embutido; pobre de aquellos que no pueden ver un cascarudo frente a sí a menos que se los señale un genio de la literatura.

Por aquel tiempo tenía algunos problemas de colesterol. El médico me aconsejó que evitara las grasas, y por dios que lo hice, dejé de ir al Inter a levantar minas, pero no dio resultado y el galeno me prohibió el consumo de embutidos y carne. Si no lo hacía podía estallar en la calle, o en el trabajo, o incluso en el consultorio del profesional y enchastrarle todo el lugar; siendo esta, comprensiblemente, su preocupación principal, me ordenó abandonar de inmediato mis perjudiciales hábitos alimenticios y cambiar a algo más saludable, como la carne humana magra. Compré el recetario de Canessa y Parrado e intenté seguirlo meticulosamente, aunque resultaba difícil.

Hice lo que pude: dejé por completo la carne vacuna, ovina, felina, submarina; los huevos fritos, las tortas (debí rechazar una orgía lésbica para conseguirlo) y fiambres (la necrofagia jamás había sido una parte importante de mi dieta, de todas maneras, aunque un gustito cada tanto me daba) pero dejar el chori y la morcilla se me hacía imposible, y sucumbí. Cuando volví a hacerme los exámenes el colesterol seguía en el mismo nivel, al punto que el doctor al verlos corrió a parapetarse detrás de un biombo, por temor a un estallido. Y allí mismo suprimió el chori de mi vida para siempre.

Esa fue la condena. Mi vida no volvió a ser la misma a partir de entonces; sentía su ausencia como si me hubieran extirpado un órgano cilíndrico y grasoso del cuerpo, delicia colorada (como Bordaberry pero apetitoso), crocante y sabrosa granada lípida, feto del mal cardíaco, tentación mortal. No lo probé en meses pero la abstinencia no remitió, todo lo contrario, la necesidad crecía como un Sarubi de caballo acostado sobre una cama de brasas, faquir de los embutidos; lo deseaba más que a Nicole Kidman y sus rojos cabellos reminiscentes del asesino de hígados más buscado por la justicia. Él era un prófugo para mí, y yo un agente secreto que procuraba descubrirlo en cada falsa galleta de arroz que se me ofrecía. Lo imaginaba en todas las formas de corrupción, ocultándose de mí cada vez que presentía mi presencia e intenciones, resguardando su elixir fatal para los comensales del Mercado del Puerto; podía verlo gimiendo sobre la parrilla como una perra alzada, llamándome para satisfacer nuestros más bajos instintos de lujuriosas mordidas envueltas en jugosos fluidos que chorreaban en todas direcciones.

Empecé a tener sueños recurrentes donde soberbios ejemplares de Cattivelli se entregaban abiertos como hembras ardientes, despidiendo un humo fragante que vencía mis inútiles intentos por resistirlo. El psiquiatra, profesor S. Freudstein, padre del psychoanálisis y la terapia de regeneración celular, juzgó que padecía un profundo vacío producto de una separación abrupta que me había dejado huérfano; el farsante no entendía que el problema no era el vació o el pulpón sino el chorizo, y lo abandoné a sus especulaciones falaces que nada tenían que ver con mi problema.

Una mañana desperté de uno de estos sueños sintiendo un fuerte olor a chorizo. Ya era intolerable; las alucinaciones, por más perturbadoras que fueran, se desvanecían con relativa facilidad una vez cumplido su propósito, pero una manifestación física como aquella era un atentado liminar para el que no tenía defensa. Investigué el origen del aroma pero, como suponía, no provenía de ningún artefacto recubierto de tripa y relleno de cosas que nadie puede precisar; surgía de mi propio cuerpo depositado en la cama y con seguridad a medio cocer. Tenía que darme vuelta y seguir durmiendo, o seguir cocinándome, no lo sabía, pero enseguida caí en lo absurdo de todo aquello y me levanté para ir a trabajar. Me dirigí al baño, oriné con normalidad, me lavé la cara y al mirame en el espejo, comprobé que nada de lo anterior había sido un sueño: yo era un chorizo parrillero. Pero se me hacía tarde y, chorizo o no, tenía obligaciones que cumplir y nadie iba a aceptar aquello como excusa, mucho menos mi implacable patrón quien ya una vez había echado a un compañero por transformarse en portátil de escritorio parlante.

La gente en la calle no parecía más buena y nada era diferente gracias a la conversión; de hecho, nadie pareció fijarse en mi inusual aspecto en la parada de ómnibus. Yo, que había previsto las naturales reacciones de asombro y pánico, me sentí indignado por este comportamiento hipócrita o canalla; uno genera herramientas para desafiar la discriminación cuando es diferente y esto es compartido, aunque sea con hostilidad, por todos, pero no está preparado para una aceptación automática que ni siquiera asume la diferencia. Qué descaro. No podía permitirlo. Paré a uno de estos fascistas integradores para increparlo:

-Flaco, soy un chorizo, ¿no tenés nada que decir? Dale, sé que te morís por decir alguna estupidez, no te hagas el boludo. Hablá de una vez así te rompo la cabeza sin culpa

-Disculpá, no sé de qué hablás. Permiso- Dijo el guampudo y se fue como si nada. ¡Se fue después de hablar con un chorizo, sí!

Me bajé del ómnibus y seguí a pie, observando a la gente con que me cruzaba con intención de meterle el gaucho a alguno. Nada me llamaba la atención como antes; las minas lindas, las publicidades de ropa interior, las veteranas que se parten como ladrillo golpeado por Chuck Norris, todo era lo mismo, hasta que me topé con un carro de chorizos donde se exhibían fotos sensuales que, debo reconocerlo, despertaron mi extinta libido. «¡Dejame bañarte con mi mayonesa, nena!» pensé, entre otras groserías propias de mi condición. Ahora me sentía totalmente chorizo; pensaba como chorizo, actuaba como chorizo (me tiré una siestita en el medio tanque del Cacho y salí como Julio Ríos tras pasar por la cama solar) y hablaba como chorizo. Solo necesitaba el reconocimiento público para adoptar la nueva identidad, pero todos insistían en tratarme como un tipo común y corriente más, y este era el mayor obstáculo que se me presentaba ahora para alcanzar la transición completa al estado chorizo. Tuve una fuerte discusión con una señora muy amable pero obstinada, que se negaba a admitir la evidencia a pesar de mi empeño. Al final accedió a llevarme con un médico. Aguardamos en la sala de espera rodeados de la indiferencia de los demás pacientes. «¿Ve que nadie lo mira como chorizo?», susurró la señora. «Quédese tranquilo», agregó. Por fin llegó nuestro turno. El doctor me examinó minuciosamente, escuchando con atención mi testimonio y su refutación por parte de la señora. Pidió permiso y salió del consultorio; volvió después de un tiempo que se me hizo bastante largo y se lo señalé, recordándole que casi me paso. Me miró un instante y yo, impaciente, le pedí su diagnóstico. «Enfermera», dijo, «tráigame urgente un porteño y la picantina», sentenció.

Cuando llegue tu hora

Por fin me decidí a hacerlo. Lo odio, lo odio desde siempre; no me engaña con su falsa apariencia, yo sé bien lo que esconde debajo de ella y sé que lo que voy a hacer es justo. Algunos lo van entender, puede que otros no, pero él y yo sabemos que es necesario que suceda y que tarde o temprano iba a pasar de todos modos. Él lo entiende mejor que yo. Sabe que juega y los demás aceptan las reglas, o no, ignoran que para él es un juego y ellos participan como extras; no, no deben saberlo porque si no alguien ya habría hecho lo que yo voy a hacer. Puede escapar de cualquiera pero no de mí, y por esa razón soy yo quien va a matarlo. Supongo que está enterado, pero no me importa porque eso no lo va a ayudar a evitarlo, nada puede ayudarlo ahora que decidí acabar con él. Farsante. Escoria. Te gustaría esconderte como siempre, refugiarte, dejar que las cosas pasen mientras vos te quedás al margen con tu postura indiferente, al que nada lo afecta, el tipo perfectamente razonable capaz de evaluar todo desde una distancia crítica envidiable. Ellos piensan que eso es algo muy bueno, que demostrás un aplomo que ya ellos quisieran tener, qué valentía, sí, qué imparcialidad; vos y yo sabemos que no es cierto, que tenés más miedo que ellos y que tomás distancia para estar seguro y que si pudieras alejarte por completo lo harías y no quedaría ni vestigio de la capacidad crítica, porque en realidad no se trata de eso, se trata de no tomar partido. Ahora te vas a involucrar a pesar tuyo, porque yo tengo esta pistola y esta bala para interpelarte, para que por una única vez quedes bajo el foco y no puedas escapar a la atención; yo me voy a encargar de eso. Es irónico, jugaste tanto tiempo a las escondidas que cuando te encontraron ya no quedaba nadie y la pared se había derrumbado. ¿Los escuchaste contar hasta cifras millonarias mientras vos permanecías oculto o te olvidaste que te estaban buscando? ¿No se te ocurrió que al menos uno, yo, te iba a encontrar a la larga y que ibas a tener que dar explicaciones cuando llegara ese momento? Ahora ya no vas a tener ni siquiera esa posibilidad, primero porque conmigo eso es innecesario, y segundo, porque a mí no me importa lo que tengas que decir en tu defensa. Yo te conozco y no quiero escucharte; tuve demasiado tiempo para eso y todo lo que oí fueron mentiras, excusas, sonidos para justificar la cobardía; esta vez vas a quedar expuesto y no vas a tener oportunidad de recurrir a las palabras de siempre. El único ruido que vas a escuchar es el que cancela todos los demás, la cerradura del tiempo, el minuto cero de la eternidad. Vení, acompañame, vamos a dar un paseo. No hables. Vamos a sentarnos en aquel muro, frente al río, lejos de la gente. Sé que te gusta este lugar, que te gusta sentarte acá tardes enteras en silencio, y eso es lo que quiero que hagas ahora, que te calles y mires las olas, huelas el agua salada, mientras yo saco lentamente el revólver, cargo una bala, lo gatillo y apoyo el frío caño en mi sien.

El año que (casi) hicimos contacto

Desde mi graduación había trabajado en el Observatorio de K, ubicado al sur de la antigua ciudad de Psczt, del que llegué a ser encargado. Los primeros años hacíamos tareas de rutina tratando de completar la geografía de galaxias y planetas conocidos, pero con el arribo de un nuevo grupo de investigadores dirigimos la exploración hacia la búsqueda de cuerpos celestes todavía ignorados. Grande fue mi sorpresa cuando, a poco de iniciado este programa, di con un objeto desconocido en una zona relativamente cercana.
El júbilo de mis colegas y su anuncio en la prensa me cubrió de un prestigio inmediato. El astro fue bautizado con mi nombre, como indica la convención a este respecto. Disfruté del logro en su carácter más banal, pero pasada la algarabía pública poco quedó en el recuerdo de la mayoría fuera del grupo a quienes atrae estos fenómenos. Desde entonces me dediqué seriamente a su estudio con una obstinación de la que no me creía capaz. Fue una suerte que pocos mantuvieran el interés en el hallazgo, ya que esto me permitió profundizar en él sorteando el escrutinio permanente y en ocasiones hostil que suele acompañar estos acontecimientos.
Examiné sus cambios y rotación, fijando su órbita y posiciones con la mayor exactitud posible. Llegué a conocer perfectamente todas las facetas de mi pequeña maravilla hasta convertirla en una extensión de mí mismo. Llenaba cuadernos con anotaciones referentes a todos sus aspectos, desde los manifiestos hasta los más arcanos, los detalles triviales y las excepciones a explicar; nada me era ajeno de aquella diminuta bailarina cuya danza guiaba los pasos seguros de sus célebres compañeros. Estaba allí todo el tiempo para mi deleite privado, reservando sus secretos solamente para unos ojos que correspondían a esta fidelidad con la perseverancia del amante. La bolilla giraba en la ruleta infinita como un espejo de mi mundo, y empecé a sentir que algo en ella nos comunicaba y que había en esto una necesidad que yo no lograba desentrañar aún. Persistí en esta idea, aunque a decir verdad era ella la que se imponía a mí, atándome al telescopio (que yo insistía en llamar periscopio contra todas las amenazas de la profesión; quise ver en ello una razón más para mi excentricidad cuando en realidad se trataba de un lamentable error que se remontaba a la época escolar) día y noche, confinándome al papel de humilde testigo de los sucesos en un planeta errabundo y muerto. O eso al menos era lo que pensaba entonces.
Tras muchos meses de un hábito insano del que nada conseguía arrancarme ocurrió lo impensado, lo que yo anhelaba secretamente y protegía en silencio contra el sentido común: registré señales de vida inteligente. Huellas de una organización consciente en comunidades de una especie que había realizado avances tecnológicos.
La evidencia resultaba concluyente, pero me guardé este descubrimiento convencido de una intimidad superior que me vinculaba a aquella gente; tenía tantos elementos para sostener esta conjetura como cualquier otra, y me pareció un procedimiento científico válido reservar esta certeza sólo para mí, el único capaz de comprender de manera profunda la naturaleza de los hechos expuestos.
Ahora sólo enfocaba el periscopio a la zona poblada, indagando en los mucho más intrincados procesos que se daban a este nivel, olvidando por completo los aspectos astronómicos que antes me ocupaban. Así fui agregando datos importantes sobre los habitantes del planeta: mantenían relaciones jerárquicas unos con otros, como lo habíamos hecho nosotros mismos siglos atrás; su conocimiento era bastante rudimentario y se comportaban de forma poco regular, al menos según nuestras convenciones interpretativas; y de una original confianza en mi capacidad de establecer contacto con ellos fui derivando en un desánimo que tampoco podía explicar; por último sus instituciones y normas me resultaron completamente desagradables y desistí de intentar comprenderlos. Nosotros ya habíamos cursado las eras de barbarie con horrores extraordinarios y carecíamos de elementos para estudiarlas con propiedad, pero menos aún contábamos con principios morales que nos permitieran relacionarnos como iguales con seres de esa conformación. En nuestro planeta estas discusiones se habían dado teóricamente; la posibilidad de entrar en contacto con otras razas inteligentes en estadios inferiores o superiores no era ajena a nuestras preocupaciones, pero yo sabía ahora, después de penetrar el enigma, que todo era en vano. Pasé muchos meses alejado del observatorio, que finalmente abandoné tras hacer esta comprobación.
La última mirada al periscopio, consintiendo una curiosidad casi extinguida, confirmó mis presunciones no formuladas: el planeta al que sus nativos llamaban Tierra había sido destruido.

Un festín bestial

El restaurante de Raúl era perfectamente legal, y la circunstancia de que su esposa no fuera admitida en él ni tuviera participación en el negocio no respondía a ningún engaño premeditado; simplemente, Raúl juzgaba que la cocción de bebés humanos era motivo suficiente para mantenerla alejada. Las mujeres son algo sensibles con esas cosas. Si bien al principio este hecho le ganó algunas críticas y miradas reprobatorias entre sus vecinos, pronto las delicias que salían de su cocina se impusieron a los detractores y obturaron toda posible censura por parte aquellos, amén de la presencia habitual de Parrado y Canessa que corroboraba la eminencia del bufé. Los placeres exóticos, es sabido, duplican su excelencia una vez son vencidos los prejuicios que los obstruyen.

El prestigio del establecimiento creció con la variación de las recetas, todas basadas en el componente mencionado, el tierno humano recién producido, ocasionalmente servido en su propio recipiente, la embarazada. El suministro se lograba a partir de diversas fuentes, ya que no creo necesario mencionar que los bebés se crean en abundancia permanentemente de manera más o menos similar. La procedencia despertó sospechas en un solo caso, pero la investigación fue cancelada tras una cena de camaradería que reunió a las autoridades locales, en la que se sirvió uno de los manjares más soberbios que haya ofrecido la cocina de Raúl. De ahí en más todo marchó con la suavidad de un recién nacido colocado en una bandeja enmantecada a 350 grados centígrados. Es asombroso lo que puede lograr el halago de un paladar refinado; es asombroso descubrir cuánta crapulez puede alojar un retazo concreto de felicidad.

El negocio prosperó con tal celeridad que Raúl entendió necesario asociarse con un distribuidor de niños discapacitados procedentes de la fundación Teletonto, cuya ausencia del centro solía atribuirse a pequeñas faltas administrativas que en nada empañaban la excelente reputación de la institución, en tanto el dinero continuara fluyendo anualmente del modo acostumbrado. Es más, se consideró esta una afortunada dádiva que permitía realizar una distribución más justa de los recursos entre los patrocinadores de la fundación. La única contrariedad apreciable se encontraba en el otro extremo: algunos clientes se veían privados de ciertas porciones por razones evidentes, y debía recurrirse a dos bebés para suplir la carencia en casos así. La contrapartida obvia de estos ejemplares eran las características únicas que presentaban algunos de ellos: piernas o brazos en exceso, quizá órganos duplicados, que compensaban las pérdidas de los individuos malogrados.

La carta no se limitaba a la carne aunque este era su fuerte; ensaladas en las que proliferaban ingredientes inusuales, todos de procedencia humana, guarniciones imprevistas del mismo origen, condimentos desacostumbrados y bebidas donde predominaban los fluidos corporales eran complementos destacados. El esmero con que se los elaboraba y la calidad lograda suprimían cualquier comentario de desaprobación; a los pocos críticos se les recordaba su propia dieta en la que prevalecían los seres vivos masacrados por procedimientos más crueles que los de Raúl (que no era ningún mojigato en este terreno, tampoco).

Pero, cuando nació su hijo, los sentimientos antropófagos de Raúl se atenuaron, para asombro de sus clientes, que vieron cómo el tofu y la soja ocupaban el lugar que hasta poco antes pertenecía a los niños en la mesa (o sea, sobre ella, en las fuentes y platos). El comerciante hizo una campaña para promover los nuevos gustos, pero fracasó por la misma razón por la que antes consiguiera un éxito notable: nada puede comprarse al sabor de un bebé rozagante cocido en sus propios jugos. El restaurante declinó; la asistencia, que hasta el día anterior llegaba en hordas vikingas, se alejó como aquellos tras incendiar la aldea; los poderes que ayer lo amparaban comenzaron a perseguirlo por los presuntos crímenes cometidos (servir vegetales); la sociedad con la Teletonto llegó a su fin; por último, quebró y llegó la hora de cerrar hundido en el desprecio de sus paisanos.

Decidió dejar el pueblo probando a sus habitantes que habían cometido un error, y para ello organizó una cena como jamás habían conocido, en la que sólo se servirían deliciosos platos veganos. Con la presencia de todos los pobladores, entre miradas suspicaces que circulaban como las bandejas entre los comensales, la fiesta, como un pastel de zuccini de dos días, comenzó a marchitarse con la comprobación de un nuevo fracaso culinario. Raúl los insultó por dentro pero no estaba dispuesto a concederles el placer de verlo derrotado en el momento de partir; el único gusto que iba a darles era el del mayor placer gastronómico que hubieran conocido; les haría probar la traición, degustar la hipocresía con que lo habían condenado. Pidió permiso y se retiró a la cocina. Los invitados lo esperaban perplejos, todos en sus lugares, susurrando y riendo por lo bajo. Un rato después emergió Raúl cargando una fuente en la mano derecha. La depositó sin decir una palabra y esperó que alguien se sirviera, pero nadie lo hizo. Entonces cortó una porción y la colocó en el plato del Alcalde. Reticente, este probó un bocado, resignado a toparse con otra receta de legumbres insípidas, pero para conmoción de los demás, siguió comiendo con fruición bestial, incitándolos a imitarlo. La esposa de chef tampoco fue ajena a este viraje y se lanzó sobre la comida con apremio salvaje; no se arrepintió. Animado por la curiosidad unánime, Raúl reveló el macabro secreto: había cocinado a su hijo recién nacido. El rostro lívido de su mujer concentró la atención de todos; ella sólo pidió otra porción y reanudó la degustación con comprensible frenesí.

Una historia violenta

Dime, dime, ¿para quién hicieron la carcel?
porque el rico nunca entra y el pobre nunca sale.

La Polla Records

Los delincuentes, fuertemente armados en la jerga de la crónica policial, llegaron en un vehículo y se detuvieron frente a la casa. Adentro, la madre, que estaba cocinando, no oyó la frenada ni los gritos del hijo mayor que, apuntado con una pistola, entraba empujado bruscamente por los malvivientes. Estos comenzaron a destrozar y revolver todo, amenazando y ordenándoles que se quedaran quietos si no querían que alguien saliera lastimado.
Por la mente de la mujer pasaron episodios repetidos interminablemente por la televisión, que por cierto ya debía estar en camino para cubrir el hecho, donde los maleantes copaban sin consideración a personas pobres, tan pobres como ellos, se metían en sus casas, golpeaban a menores y mayores y luego, si todo iba bien, se iban dejando una familia destrozada, presa del miedo. Trató de reprimir estas imágenes y mantener la calma, sobre todo eso, ya que su hijo de trece años parecía muy asustado y eso era mala señal con aquellos hombres armados y temerosos revisando todas las habitaciones.
La angustia distorsionaba la percepción del tiempo, que pasaba con una lentitud tal como si las manecillas se hallaran también bajo amenaza e intentaran resguardarse junto a los moradores. La mujer vio que otro auto esperaba afuera y supo que era inútil pedir ayuda. Escuchó gritos y llantos que venían de la calle y temió que también hubieran entrado a lo de su amiga, según la modalidad criminal de golpes rápidos y simultáneos en varias casas, pero no podía hacer nada más que resignarse y esperar que todo pasara pronto. La vecina tenía hijos chicos, pensó, no podían ser tan crueles, aunque ella misma estaba experimentando el salvajismo en su propia carne y no tenía duda de lo que eran capaces.
Entraron al cuarto de su hijo y éste, agitado, escapó de sus manos y fue tras los maleantes sin pensarlo, ya que allí se encontraba el cachorro mugriento, ese mismo que había traído de la calle y la madre no quería en la casa, ese desdichado al que tanto quería por parecerse a él en muchas cosas. El perro ladró y lo patearon con furia, sin misericordia, y cuando el muchacho gritó de rabia, con lágrimas en los ojos, lanzándose sobre uno de ellos, le dieron un golpe con la culata del revólver, abriéndole un corte sobre la ceja del que enseguida empezó a salir gran cantidad de sangre. La madre, que venía detrás suyo dejando escapar las lágrimas también, recibió un empujón y una feroz patada en el piso, junto a la intimación reiterada a quedarse quieta y controlar al chico.
Mientras, sollozando, limpiaba la herida del hijo y lo calmaba, cruzó por su cabeza una idea que la precipitó en la desesperación y la llenó de un miedo desconocido hasta entonces: en un rato, aunque no podía precisar la hora, debía llegar de la escuela la hija menor, Sofía, y no sabía cómo podía reaccionar frente a la situación. Quizá corriera a buscarla a ella, asustada, o se paralizara antes de entrar, o posiblemente llamara a su hermano que la esperaba todos los días a la salida aunque no fueran más que dos cuadras las que tenía que caminar. Pero lo peor, antes que nada de eso, era que iba a encontrarse con los que cuidaban la puerta, y estos con toda seguridad no iban a permitir que una niña se pusiera a gritar y llamar la atención en plena calle.
Quiso ahogar el llanto doloroso que se apretaba en la garganta convocado por aquel pensamiento; los delincuentes, que notaron los gemidos contenidos, siguieron insultándola y amenazándola para que se quedara callada.
De repente, como si todo lo que había imaginado fuera un recuerdo preciso y no un presagio agobiante, oyó la voz entrecortada de la niña llamándola desde la puerta. Su hijo se incorporó arrancado por los quejidos dolorosos que desdeñaban toda prudencia y salió, una vez más, corriendo hacia la entrada sin atender su llamado penoso, quebrado, cargado de las consecuencias que el corazón había adivinado sin necesidad de razonamientos profundos.
Se escuchó un grito: «¡Quedate quieto, pichi de mierda!», seguido de un disparo. Fue todo.
Ella ya no estaba en él cuando su cuerpo, pateado y esposado, fue subido a la camioneta de la policía mientras canal 4 transmitía en vivo un nuevo, exitoso operativo de saturación en un barrio marginal.