No me Juda

Cada año, cuando se aproxima la Navidad, es tiempo de comenzar la colecta de fondos por medio de un pordiosero inanimado, a quien luego se sacrifica en una ceremonia de pirotecnia y dolor por la que se lo libera de su infortunado destino, o algo así. Quienes llevan a cabo esta tarea son niños, niños que aprenden de manera lúdica la brutal ética que luego aplicarán en las relaciones con sus pares.

Pues bien, en el barrio Maracanazo un cacique local, Alberto, tuvo la, en principio, encomiable idea de infundir a los purretes una moral colectiva más ajustada a la vida en común que el individualismo predatorio de la tradición cristiana. Para ello, reunió a los botijas que acostumbraban vestir al desgraciado y les propuso fundar una cooperativa, cuyos frutos se invertirían en una quema solidaria de los hombres de estopa. Luisito, Andrés, «El Rata» y Marcos aceptaron, sin embargo, Julián, alentado por su padre el dueño de un próspero negocio cárnico, optó por la búsqueda personal del tesoro. Alberto intentó revertir la decisión pero sólo consiguió unos cachetazos del empresario y la burla del vástago; la colectivización, de todas formas, avanzó con el resto de los conversos.

El organizador dividió la zona en cuatro sectores, asignó un niño a cada una de ellas con su respectivo muñeco y los envió, tras bendecirlos en conjunto, a recaudar la moneda. El más simpático, Marcos, rubio medio reo pero entrador, obtuvo la acera próxima al comercio del traidor, que por supuesto se instaló a pocos metros de allí. «El Rata» fue al bajo, allá cerca del boliche donde su padre se mamaba en reiteración real de acuerdo con el código de faltas por el que se lo juzgaba con la misma frecuencia. Luisito, cual inútil aristócrata a quien se quiere mantener alejado de los centros de poder, fue enviado a un sitio cómodo y poco transitado, a salvo de maleantes y de la tentación de un ingreso copioso. Por último, Andrés, otrora gran burgués de las festividades, ahora devenido en un agitador de la propiedad común, tuvo que contentarse con la puerta de la iglesia, el puesto menos redituable de los disponibles.

Comenzó la campaña y pronto se vio que era un éxito, una Teletón sin el fraude, un McDía Feliz sin la publicidad gratuita, una campaña de solidaridad sin que el dinero fluya en una dirección y los beneficiarios en la otra, en fin, la acumulación socialista primitiva perfecta. El mezquino, por su parte, en la fétida soledad de la codicia y el egoísmo del cálculo racional, que irónicamente no resultó tal en esta ocasión, apenas contó con el apoyo de su opulento padre. Y no le importó que fuera así.

Los Judas tenían personalidades desarrolladas; estaba el rapero, que apelaba a la generosidad de los jóvenes con onda; estaba el serio, que pretendía atraer a los clientes de extracción social media y media-alta; estaba el desarrapado inadaptado que se dirigía al usuario promedio del barrio, y así con el resto. Sin embargo, a fin de mantener la justicia, los Judas rotaban entre los niños cada mañana, produciendo el interesante experimento del cambio de duplas con la consiguiente distribución de los ingresos. Así se vio que, por ejemplo, el «Rata» adosado al inadaptado no lograban ningún éxito pero, cuando se lo unía al cadáver formal, éste volvía repleto de rupias. Andrés el religiómano, por otra parte, no funcionaba bien acompañado del «MC Ragged Clothes», demostrando la enorme complejidad de los caracteres dispares puestos lado a lado.

Después de cada jornada, los mendigos asociados se reunían con su mentor para compartir las ganancias, proyectar la próxima actividad y planear las compras que harían con el producido, todas ellas en extremo inflamables. El líder del proyecto era el responsable del acopio del material, en los fondos del centro de operaciones. A todo esto, el burgués, indiferente a todo este esquema de defraudación fiscal e ilícito promovido por la competencia, seguía un rumbo propio no menos afortunado. Al cabo de dos semanas poseía un arsenal equivalente al de Corea del Norte e incluso se sintió, por un instante, el joven heredero del a su vez joven delfín de la popular república asiática. La analogía se puede extender a la carrera armamentista que sostenía con sus adversarios pero no pasa de allí, ya que en este caso quienes proclamaban el comunismo eran estos últimos.

Así llegaron al 24 de diciembre. Fiesta, miradas desconfiadas, ensalada ruso-ucraniana, sonrisas hipócritas, saludos a distancia, preparativos de toda índole, movimientos sospechosos en los fondos, fósforos desafiantes levantados con imprudencia en lugares inapropiados, gestos de improbable valentía, familiares ignorantes de la disputa que traían regalos inadecuados, celebración del dolor, alegría convertida en venganza y odio, desprecio por el diferente, aprecio por el igual, mentira deglutida como turrón blando y verdad hecha humo y chispas dispersas en el aire y la noche hasta volverse irreconocible en la resaca de la mañana, mañana imposible esta noche final, noche de paz, noche de war, ¿amor?, amor a la muerte, a la no vida, a la calamidad, al grado cero de la creación, a la barbarie, vicio, vergüenza, sacrificio, botellas descorchadas y vueltas a encorchar (luego del agregado de una poderosa droga instigadora de la confusión mental y el rencor, el incordio), antorchas arrojadas al mantel de la familia, pánico en los niños, miedo en los abuelos, desazón en la vereda y brutalidad escalando las ramas del arbolito para consagrarlo con un puntero de caos y desenfreno.

Dieron las doce. Mirando de soslayo al retador y asesorados por su mentor, los niños comenzaron a preparar la pira. Dispusieron la pirotecnia, siempre atendiendo a los movimientos del otro niño, esperando que tomara la iniciativa para avasallarlo con el volumen y poder de su cohetería. Acercó un fósforo a la mecha y el grupo, tenso, hizo lo propio; en la vereda de enfrente los estallidos incineraron por completo el cadáver harapiento de la víctima y continuaron sonando con fuerza indisputada. Cuando el responsable del frenesí volteó sorprendido por la inactividad de la otra trinchera, sus ojos recibieron la ofrenda de un espectáculo truculento, bestial, inesperado: los Judas habían revertido la situación y se aprestaban a dar a sus captores el trato que ellos pretendían darles un momento antes.

La noche, amén del pequeño incidente, acabó con la euforia debida, entre alcoholes y risas, fraternidad recobrada y buenos deseos para todos.

 

 

La caries

Daniel estaba desparramado en el sillón algo incómodo del living, mirando una película donde el héroe rescataba a su esposa, secuestrada por un terrorista islámico/traficante de drogas marxista/latino/pichi mediante una explosión nuclear que arrasó un poblado de chabolas, cuando sintió un pinchazo en la muela. En el primer momento pensó que se trataba de un efecto de la tremenda acción que se desarrollaba en la pantalla y lo ignoró, pero luego de que el musculoso arruinara la fuente de agua de la población rebelde, el dolor se repitió.

Daniel se incorporó, fue al baño, revolvió el botiquín, encontró una pastilla suelta que juzgó más promisoria que cualquiera de las envasadas y se la tomó con un trago de agua de la canilla. Asco. Al regresar frente al televisor, el ofendido marine escapaba con su esposa pateando como balones a los niños negros hambrientos que pretendían devorarlo en un holocausto caníbal y vengar el ataque a su villa. Apagó el aparato y se concentró en el proceso del dolor, que seguía incrementándose exponencialmente con el transcurso de los minutos; entonces llamó a la dentista y agendó una cita para la mañana siguiente. Por si acaso, antes de acostarse se recetó otro medicamento de interesante color y consistencia.

Alguna de las drogas (no todas procedentes del botiquín) surtió efecto: Daniel se durmió más allá de la hora convenida con la dentista, y además descubrió que el sufrimiento era aún más terrible que la noche anterior. No había tiempo para medicarse; llamó a un taxi y, durante el viaje, buscó alguna excusa más convincente que la adicción farmacológica para el retraso, pero no halló ninguna y optó por hacerse bien el boludo. Sin embargo, al llegar se encontró con que otro paciente había ocupado su lugar, de modo que sólo podía sentarse a esperar su turno y padecer los ataques que, cual terrorista secuestrador islamofascista, la caries descargaba en su maltrecha encía.

La sala de espera, vitral alto, puerta también de vidrio (en este caso ahumado) al fondo de un pasillo y el, suponía, consultorio frente a él, estaba bien iluminada, por lo que Daniel retiró una revista de la mesita que, con sus tres patas breves como la vida de un terrorista inmoral, no podía escapar del acoso de los clientes que apoyaban sin escrúpulos sus pies encima de ella. Sí, como el marine que pone sus botas militares sobre la corrupción generalizada de los habitantes de la periferia. De pronto, Daniel escuchó un quejido, algo como una exhalación, el registro de una sensación primaria. Se examinó a sí mismo para corroborar que no era una reacción involuntaria de su cuerpo al dolor; no lo era. Buscó el origen. ¿La mesita? ¿La estaba pateando? Sí, la estaba agrediendo, pero no era la clase de objeto que emite un sonido en respuesta a eso. No oyó nada más y continuó la lectura, ya que la vida de la vedette prostituta letona (terrible letona según dejaban entrever las fotos, por cierto) también resultaba intrigante. La joven, actriz de escasa capacidad interpretativa y más que cuestionable poder intelectual, por alguna razón no del todo clara, había terminado al frente de la empresa petrolera estatal anteriormente controlada por el Buró Político del Partido Comunista Letón. El hecho de que hubiera mantenido relaciones sexuales con todo el aparato de gobierno fomentaba las especulaciones de la prensa y los opositores, y todo este intrincado mecanismo de traspaso de propiedades lograba que Daniel olvidara el sufrimiento que lo había llevado allí.

Y de repente, el grito. Esta vez no podía esconderlo detrás de los sucesos de la Federación Rusa. O él estaba gritando por alguna cavidad desconocida o el otro paciente la estaba pasando muy mal. Bajó la revista, alzó los oídos y allí estaba una vez más, un gemido, un lamento. Daniel no conocía a la profesional, tenía el teléfono gracias a un volante repartido en el barrio, y pensó que eso era una enorme contrariedad, una gran imprudencia; quién sabe dónde había estudiado, a cuántos habría mutilado para lograr esa posición; se le ocurrió que podía tratarse de una situación análoga a la de Letonia, el intercambio espurio de favores, tráfico de influencias, en fin, esas cosas que el marine combatía en las películas antes de que se extendieran y perjudicaran a un Juan Pueblo como él. Recordó que la Universidad, aunque no el país, estaba regida por el comunismo marxista, y empezó a pensar que esas tramoyas que hasta hacía un momento le eran tan ajenas podían estar ocurriendo justo en sus narices. Justo en su muela, mejor dicho.

Daniel se estaba poniendo nervioso, no podía concentrarse en la página, cada palabra se relacionaba con su caso, la vedette letona, los favores sexuales, la dentista, el vínculo del comunismo, la gran película de la noche anterior, todo coincidía, todo tenía sentido para él; el dolor había comenzado durante la película, eso lo había conducido a la odontóloga, en el consultorio se había topado con la revista (que por algo estaba allí, para advertir a los más lúcidos, pensó) y entonces los gritos, la tortura troskofascista para obtener sus bienes, el engaño, la extracción de una firma bajo compulsión (alguien que tuviera acceso a su boca lesionada fácilmente podía hacer que firmara cualquier cosa) y quién sabe qué más, la más siniestra mala praxis médica de que tuviera noticia, algo que ni siquiera se podría denunciar dado su alcance increíble.

El otro gritaba como si ya no resistiera más, y Daniel estaba decidido a rajar de allí como fuera, por puerta, ventana o banderola, pero no veía el modo de hacerlo. ¿Y luego qué? ¿Pedirle disculpas, explicarle que se le había pasado el dolor, que había acudido a otro colega? ¿No serían todos como ella? ¿Hasta dónde llegaban los tentáculos de la subversión?
El hombre gritaba, gemía, rogaba, todo a la vez, y Daniel lloraba por su mala suerte, por haber descubierto de la manera más inocente la mayor conspiración terrorista de la historia, y sobre todo porque no podía hacer nada para detenerla, si tan solo fuera como el marine que salvaba al mundo libre sin ninguna dificultad.

Oyó un largo gemido, y luego, silencio. Inquieto y curioso a la vez, se acercó a la puerta, la empujó apenas y logró ver lo que pasaba sin que nadie lo advirtiera: la mujer se abrochaba la camisa y el hombre los pantalones. Daniel sintió un dedo en su espalda, que lo llamaba; la dentista lo invitaba a pasar al consultorio, situado justo al final del pasillo.

El super hombre de masas

«¡Me llevaron las chancletas, el termo, el mate, la bombilla! ¡Nadie hace nada! ¡Quesevayaelministro, que se vayan todos, todos, los tupas, los comunistas, los pichis en el gobierno…!», gritaba la señora en la puerta de su comercio al micrófono de Channel 4.

El Ministro del Interior, consultado por la prensa, declaró que se estaba llevando a cabo una reforma en el Ministerio y que la policía, con los medios de que se la había dotado, estaba mejorando su gestión. La prensa insistió con el hecho de que la gente no lo percibía de esa manera, y que la situación era claramente catastrófica. La oposición apoyaba esta visión y llamó al Ministro al Parlamento, donde repitió los mismos argumentos y recibió la misma repulsa que se expresaba en la opinión pública.

Días más tarde, después de una rapiña de gallinas (consumada por gallinas, justamente), los cuestionamientos se hicieron más violentos. La sensación de que nadie, pero sobre todo el Ministro (ya que la policía alegaba que tenía las manos atadas por las políticas de las autoridades) hacía nada, y que esta negligencia tenía orígenes ideológicos, se incrementó hasta copar todos los titulares y generar la indignación del público y las audiencias, que pedían mano dura, acción, el cese del robo de championes y las transferencias monetarias, voluntarias e involuntarias, hacia los pichis.

El Ministro cometió la imprudencia de señalar el papel de los medios y de la oposición en la campaña que se proponía destituirlo. La señora a la que le robaron las alpargatas de la cuerda manifestó su deseo de que el «reverendo hijo de puta que se hace llamar ministro» (según sus palabras) fuera víctima de todos los delitos tipificados en el Código Penal, con énfasis en la violencia sexual reiterada. Y le sugirió que hiciera algo de inmediato.

Desde el ejecutivo se difundieron las cifras de delitos, que no mostraban el supuesto incremento escandaloso que la señora advertía; además, se comunicó la incorporación de tecnología represiva de última generación y la voluntad de destinar todo el PBI al combate del delito, la drogadicción y la degradación moral.

Las aguas se calmaron por algún tiempo, pero, como era previsible, los embates, tanto de los detractores como de los propios infractores, no tardaron en reiterarse. El Ministro puso su cargo a disposición, explicando que nada de lo que hacía, podía hacer o estaba dispuesto a hacer de acuerdo a sus convicciones podría cambiar la opinión de quienes pedían que abandonara el cargo. La prensa lo acusó de desertor y la oposición de cobarde, de manera que permaneció en su lugar.

Pocas semanas después de este incidente, los medios daban cuenta de un fenómeno alentador: en el transcurso de un robo de celular con agravantes (también se llevaron el cargador) una especie de superhéroe anónimo, vestido con un ajustado traje verde en el que lucía un escudo sumamente elaborado, cayó desde una azotea sobre el delincuente, le arrebató el celular (el del malhechor, no el de la víctima) y lo ejecutó sin piedad en el piso. Sobre el cuerpo dejó una tarjeta que lo identificaba como «El Trabajador Honesto de Familia que Paga los Impuestos para alimentar a los Pichis que después lo Roban», un nombre que, pese a su claridad indiscutible, dejaba en claro que no se trataba de un genio de la semiótica o la elipsis.

Estalló la polémica; el público ávido de justicia celebró la aparición de un auténtico defensor de sus intereses; la prensa afín acompañó este sentimiento legítimo de la población vulnerada; la prensa crítica vio una peligrosa regresión en el discurso populista que consideraba esto una respuesta adecuada a la situación, pero el fiscal Zubía entendió que no había nada objetable jurídica o éticamente en la administración de estos castigos; el Ministro se encogió de hombros y dijo: «Eso es lo que pedían, allí lo tienen».

Todos olvidaron la disputa entre el Ministerio del Interior y sus acusadores, obturada por las hipótesis acerca de la identidad del vengador. En los días siguientes se constató la aparición del mismo en más de treinta crímenes, crímenes que, de manera paradójica, tanto evitaba como cometía; jamás dejó indemne a un delincuente, jamás, ni siquiera en las faltas más insignificantes, bajó el listón de agresividad del límite máximo.

Las especulaciones sobre la identidad alcanzaron al senador Bordaberry, quien, preguntado sobre la coincidencia de su discurso con el del vengador, respondió coherentemente que era el mismo de todo uruguayo honesto preocupado por el tema de la seguridad. La policía, a su vez, dijo sentirse avasallada por la actividad incesante del encapuchado y, además, atada de manos por la Justicia, de modo que no podía dar respuesta a este nuevo escenario, de igual forma que en el anterior. El Ministro, una vez más, dijo no saber nada al respecto y recordó sus oportunas advertencias.

Dentro de esta normalidad surgió un elemento que alteró nuevamente el escenario: «El Trabajador Honesto de Familia que Paga los Impuestos para alimentar a los Pichis que después lo Roban» intervino en una extracción de garrafa en el patio de una casa pero, cuando se aprestaba a ejecutar al malviviente, otro enmascarado, vestido con un atuendo rojo proletario tardío, se materializó en su presencia tomándolo por sorpresa y reclamó para sí al desdichado, para luego propinarle al héroe una ejemplar golpiza y desaparecer en las sombras de Jardines del Hipódromo.

En las redes sociales (pero también en los medios tradicionales, con Channel 4 a la cabeza) se organizó una campaña en apoyo al «El Trabajador Honesto de Familia que Paga los Impuestos para alimentar a los Pichis que después lo Roban», en la que se llamaba a boicotear al intruso y detenerlo antes de que pusiera fin a la obra del protector de los pueblos libres.

Sin embargo, el sigilo y el anonimato eran comunes a ambos, y nada podía hacerse desde el exterior para modificar la relación de fuerzas que generaba su interacción.  Las batallas arrojaban resultados estables, ninguno de los contrincantes se imponía sobre el otro, y ahora, cuando todas las corrientes sociales se habían alineado detrás de uno u otro de los super héroes, sólo se trataba se esperar el momento en que uno resultara eliminado de la contienda.

Un menor, un pichi, un latero, no tuvo mejor idea que escalar un bolck de apartamentos del complejo América para «ganarse» una camiseta del Werder Bremen que se agitaba en la noche como un Willawaw multicolor. De inmediato y desde ninguna parte surgió  «El Trabajador Honesto de Familia que Paga los Impuestos para alimentar a los Pichis que después lo Roban», quien le dio la voz de alto. El joven, de bermudas deportivas cortadas, camiseta de los All Blacks y championes de marca le arrojó la prenda a la cara y se lanzó al vacío; antes de que impactara en el pavimento, el otro personaje fantástico lo recogió en sus brazos y le dio una moneda de dos pesos antes de despedirlo. El chiquilín, después de verse involucrado en semejante incidente, se pegó bruto latazo y prometió no volver a estar de cara en su vida.

El salvador trepó por el exterior del edificio y, una vez en el borde de la azotea, recibió una patada terrible del defensor de los honestos, pero logró rodar hacia el piso a considerable distancia de su agresor. Se insultaron brevemente y la emprendieron  a golpes de todo tipo, en una pelea que se extendió por toda la superficie del techo llevada por los ataques mutuos Nunca se habían enfrentado de ese modo, sin objeto por el que disputar, y no tuvieron más salida que combatir hasta el aniquilamiento. El hombre honesto consiguió arrinconar a su oponente contra el pretil y, sin decir palabra, se dispuso a arrojarlo como hiciera antes con el joven; sin embargo, el bolchevique anónimo se aferró con todas sus fuerzas al traje verde y no se dejó empujar. Lucharon un instante en esta posición, en un equilibrio sumamente precario que se rompió cuando ambos cayeron a la calle.

Casi instantáneamente se convocaron vecinos y medios de comunicación, policía y autoridades del gobierno, que retiraron los cuerpos manteniendo el secreto de los superhéroes.

La espera sólo incrementó los rumores. Se llamó a una conferencia de prensa para la jornada siguiente. En ella, sin embargo, el gobierno se limitó a anunciar, en un hecho que en nada respondía a los sucesos recientes, la lamentable pérdida en un trágico accidente de su Ministro del Interior, Eduardo Bonomi, y del Ministro de Desarrollo Social, Daniel Olesker.

Redemption song

Era fácil saber por dónde había pasado el Coquito, ya que allí donde había posado sus pies, pero sobre todo el peso de su alma desviada, sólo quedaban los vestigios del paisaje anterior, al cual los ojos civilizados estaban habituados, y las huellas recientes de un mal innominado cuyo nombre nadie se atrevía a sugerir.

El Coquito nació en un barrio pobre, de calles de tierra, desagües precarios y ranchos construidos con la fragilidad de las soluciones habitacionales y las buenas intenciones que parecen todo menos buenas si se juzgan por el resultado. Tan precarias (y tan poco útiles como atenuante) como las condiciones edilicias, o más, eran las de la familia del niño: padre apenas identificado, o presunto, madre ausente la mayoría del tiempo, abuela alcohólica y abuelo drogón mal. Así y todo, el Coquito no salió delincuente, no al menos si por ello se entiende la persecución de un beneficio material a través de la violación de la ley; al botija le gustaba el bardo ontológicamente, sin mácula, el bardo en estado puro.

En la escuela, o en el jardín mejor dicho, el Coquito agitaba la clase como un presagio del vandalismo que desarrollaría en etapas posteriores de su vida. Atendía con especial interés a Martín, el hijo del dueño de un reparto de cigarrillos ilegales al que no le iba a nada mal. Lo hizo víctima de un primitivo drone de papel armado con una bolilla de metal que descargaba sistemáticamente en la cabeza del desgraciado. Pero ese no era el único truco que practicaba con el blanco escogido, ya que además ensayó diversas variaciones sobre las recetas de la merienda de Martín, como el yogur de aloe (o una suerte de, cuyo ingrediente jamás fue revelado) y el pan con mermelada de babosa. Martín jamás se quejó.

Toda su niñez fue un despliegue aleatorio de pequeñas travesuras, que fueron cobrando seriedad con la impunidad y el refinamiento propios de la acción repetida con constancia. El barrio fue terreno propicio, desde la distribuidora de cigarrillos (ahora atendida a domicilio) hasta la plaza convertida en una caverna platónica gracias al atinado ataque efectuado a la iluminación de la misma. Los contenedores de basura pasaron a contener cualquier cosa que la imaginación del Coquito pudiera producir, incluso vecinos sorprendidos arrojando sus desperdicios en el recipiente y empujados dentro sin consideración ni escrúpulos.

A los dieciséis años el Coquito descubrió el deporte. No la práctica del deporte sino la infiltración, el aliento, la intervención masiva desde la tribuna. Se hizo hincha, o agresor con derecho, de un popular equipo de camiseta a rayas, conocido por su tradición de devastar estadios y destruir tanto al rival como al público que lo acompañaba y las instalaciones en que tenía lugar la batalla. Una especie de tribu neobárbara surgida de algún modo inexplicable desde la Baja Edad Media atravesando las eras ya superadas por el progreso histórico, un residuo anacrónico del pasado guerrero de la humanidad. Ese era el sitio adecuado para el Coquito y su cruzada contra el caretaje y la falta de aguante.

Incidentes recordados hubo muchos, pero pocos como la criminal asonada a la ciudad de Florida, donde la barra liderada por el Coquito luchó, castigó, encerró y finalmente arrojó al río Santa Lucía a un feroz grupo de simpatizantes locales que pretendía defender su territorio a pesar de la superioridad evidente del visitante. El Coquito en persona, con una cadena oxidada recogida al pasar en San Cono, desató una, nunca mejor dicho, reacción en cadena en varias dentaduras, que sólo pudieron ser repuestas por hábiles cultores de la más moderna odontología científica. Sospechando, con sobrado fundamento, que jamás se erigiría una estatua en su honor, el Coquito grabó con un punzón artesanal la fecha y el número de enemigos cobrados en la Piedra Alta, que además capturó emulando a Eduardo I y trasladó a su feudo para regocijo de sus compañeros.

Poco después se hizo del comercio de drogas dentro de la barra. Con ese capital negoció mano a mano con la dirigencia del club, a la que pasó a financiar en lugar de recibir dinero de ella, como hasta entonces. Entre drogas y banderas, equivalente barrial de las guitarras y mate criollos, levantó un imperio personal casi inexpugnable. Al que además, como si faltara algo, se agregaron las armas de contrabando. Ahora el Coquito lideraba una banda de varios cientos de energúmenos, y si bien él no delinquía en persona, el conjunto, una entidad con vida propia, sí lo hacía, lo que a su vez aumentaba los medios para mantener la maquinaria en perpetuo movimiento.

El Coquito se sabía amenazado, tanto desde dentro como desde otras organizaciones, amén de los directivos despojados de su negocio y la policía, que oscilaba entre el cobro de una comisión y la gestión directa de la empresa. Pero ya no había regreso; la salida sería como un rayo escapado en una rueda girando a toda velocidad. El próspero emprendedor se aferraba al mando aunque el vehículo no respondiera a sus instrucciones.

Un día el Coquito caminaba por una calle deliberadamente oscurecida cuando lo abordó una sombra, o dos, o muchas más, quién sabe. Se escucharon varias detonaciones. Alguien quedó tirado en el suelo. Fin del episodio. Despertó en un hospital, con una túnica ghándica cubriéndole el cuerpo desnudo, que no conseguía mover. Un prelado de alguna orden jamás antes vista decía palabras incomprensibles sobre segundas oportunidades, caminos desviados, de encuentro de Dios, las señales no percibidas, esas cosas. El Coco quiso pararse y rajar, pero los miembros se obstinaban en permanecer inmóviles. Trató de obturar los oídos, sin éxito. Trató de tirarle una trompada al religioso, en vano, y no tuvo otra opción que escuchar el tedioso sermón. Cuando el cura terminó, el Coco hizo un nuevo intento por controlar su cuerpo rebelde, pero esta vez para mantener dentro de su cauce las lágrimas que no podía reprimir.

Cuando salió del hospital, con una serie de dificultades motrices permanentes, el Coquito ya no seguía a una pandilla de descerebrados duros como galleta de yeso, sino que seguía un nuevo rumbo, uno que se transitaba a ciegas (en parte debido al ataque) y con los pasos de la fe.

Empezó a colaborar en obras benéficas, se dedicó a la difusión del cambio espiritual, se entregó a su Benefactor invisible. Nadie en la comunidad le exigió nada, pero él aceptó el compromiso y prometió que, si cambiaba su vida, si lograba reformarse y no volvía a incurrir en el exceso y la locura linda de la droga, realizaría una acción pública resonante. Por ejemplo, devolver la Piedra Alta y humillarse ante San Cono en gesto sumiso y devoto.

Rescató niños de la cale, antiguos Coquitos a los que apartó del sendero que él había recorrido. Recuperó a varios tullidos, cancerosos, alienados, dormidos, golpeados, inmorales, detractores. Los puso, como autitos a fricción, en la ruta correcta y los echó a andar. Su espíritu experimentó la plenitud; ya no sintió el deseo ni degustó la tentación. Todo estaba en orden por fin, por una vez en su vida. Era hora de saldar su deuda.

Viajó a Florida solo, acompañado únicamente de la piedra, que depositó en su ubicación original. Oró, respiró hondo, se sintió renovado y se encaminó a la meta final de su carrera. Un nuevo Coquito había nacido de los escombros humeantes que el anterior, meteorito incandescente caído sobre el barrio, había dejado en su ruta de ruina y pánico mortales. Vio la capilla a lo lejos, sintió un calor interno terrible, se estaba despojando de su piel quemada por el odio y el resentimiento. Volvía, volvía…

Se detuvo frente a la entrada, compungido. San Cono entendería, sentiría su fuego, lo perdonaría. Entró. Unos pocos fieles estaban agazapados ante el icono. Oró con ellos, luego esperó que se retiraran y se acercó más al capitán de su nuevo equipo. Le habló con franqueza, arrepentido, suplicó su absolución; San Cono callaba. Imploró, mojó la túnica que revestía la estatua, le pidió una prueba de su aceptación. Nada. Se entró a calentar. «¿No contestás, puto? ¿No viste nada de lo que hice, los guachos con una gamba, los torcidos, nada? ¿Los comedores que levanté, la guita que devolví, los kilómetros que caminé? ¿¡Nada!? ¡Hablá, la puta que te parió! ¡A mí se me respeta! ¡Coquito las pelotas, oligarcón: Señor Coco!»

Creo que alguien rescató de entre los escombros la cruz de la capilla, única pieza que las llamas dejaron intocada.

High IQ en el Cordón

Lo recuerdo desde el primer momento que entró en el bar, trayendo un recorte de diario en la mano, dirigiéndose a alguien con quien, según supe después, había tenido una discusión unos días antes. No sé por qué pero me llamó la atención ese paso arrogante, suficiente, esa mirada hacia ninguna parte que buscaba precisamente a esa persona que sabía iba a encontrar en el mismo lugar de siempre. Lo encaró aunque el otro no parecía darle pelota, lo llamó, agitó el papel frente a los ojos apáticos de su víctima y le dijo «Mirá, ¿ves? Yo tenía razón».

Jorge empezó así una indagación que lo iba a conducir a la locura que todos llegamos a conocer. Al principio nos pareció simpático, después se fue haciendo aburrido y terminó resultando penoso, pero Jorge experimentó, durante todo aquel tiempo, un placer que se fue incrementando con cada vertido de verdades que hacía en la cañada que era ese tema tan vulgar y que acabó por desbordarse y arrastrar las aldeas aledañas.

Nuestro amigo (yo todavía no lo conocía) sentía gran estima por su inteligencia, que todos cuestionaban o, en el mejor de los casos, tenían por normal. Jorge insistía en que no era así, que él era una eminencia y que podía probarlo, pero de manera indirecta, de acuerdo a índices y estudios que avalaban su afirmación. Ahí fue cuando se peleó con Adrián, que lo desafió a que demostrara su supuesta inteligencia empleándola de un modo que a todos pareciera concluyente. «No», dijo Jorge, «eso sería aceptar tu argumento; lo único que voy a hacer es mostrarte que no es necesario hacer nada extraordinario para tener una capacidad superior, como la mía». Y ahí arrancó todo.

Ese primer recorte que mencioné más arriba, el que me hizo reparar en Jorge y conocer su historia, citaba un estudio de la Universidad de Canberra, conducido por eminentes profesionales de la supremacía mental, que indicaba que los ateos poseen un IQ más elevado que quienes creen en Dios. Todos estaban al tanto de las convicciones de Jorge, ya que era muy recordado el incidente que involucraba al padre Aemilius, una cáliz lleno de orín y una escupida monumental del párroco sobre los feligreses al beber de aquella copa, perpetrado por el indecente en cuestión.

«Bah»- dijo Adrián, desechando el testimonio- «eso fue puro vandalismo. Además, ahí dice que los ateos tienen un coeficiente más alto que los creyentes, pero no aclara si estos son subnormales. Sos un pancho, Jorgito, seguí participando»- y le ofreció un trago de cerveza, que se reveló como… sí, pichí.

Indignado mas no rendido, Jorge regresó a los pocos días con otro periódico (y otra remera), que arrojó sobre la mesa que Adrián compartía con otros conocidos. En éste se leía que, de acuerdo a una investigación desarrollada por el Instituto Técnico para la Propagación de la Potencia Mental de Düsseldorf, Alemania, las personas con elevado CI retardan, o directamente declinan, tener hijos y formar una familia. Jorge, como todos sabían, estaba en contra del matrimonio y se negaba a reproducir sus genes por cuestiones de principios.

– ¿Viste gil? ¿Ahora que me decís?- espetó Jorge a su contradictor.

– Lo que la sabiduría de siglos de bar dice en estos casos: que sos puto, por supuesto.

– ¡Pero la sabiduría de bar es justamente el sentido común que estoy combatiendo aportando estos estudios! No seas malo…

– Mirá, pedazo de un maricón, vos estás tratando de convencer a un grupo común y corriente de parroquianos de bar de que sos un genio. Eso es contradictorio; o aceptás que sos puto o venís con algo mejor, porque eso, la verdad, es muy poco. Andá a hacerte dar, Jorgito, en serio.

– ‘Ta bien, dejalo así. Pero puta será tu vieja- Y desató una gresca que nadie en diez cuadras a la redonda va a olvidar aunque padezca Alzheimer prematuro desde ese mismo instante.

Y allá se fue Jorge a seguir leyendo diarios, portales, revistas científicas y cuanto material relativo al tema cayera en sus manos.

No se habló del tema por una semana, más o menos. Algunos dejaron de frecuentar el boliche por las lesiones y otros perdieron interés en la disputa, pero tanto Jorge como Adrián sabían que, de una forma u otra, aquello no había terminado. Así fue cómo, unos cuantos días más tarde como acabo de señalar, volvieron a cruzarse, y esta vez de forma definitiva. Jorge entró envenenado, no saludó a nadie, fue derecho a donde se encontraba Adrián y le propinó una nota de un diario guatemalteco que reproducía otra nota de un diario francés que a su vez se originaba en una de un semanario de Europa del Este. Adrián la apartó con desprecio, se bajó el cierre de la campera, extrajo del bolsillo interior un número descatalogado de la revista Muy Interesante y se lo extendió a Jorge, señalándole la pagina 87: «Investigación de la Universidad de Tubingen concluye que las personas que intentan probar su inteligencia a través de estudios académicos (no realizados en Tubingen) sufren de un bajo Coeficiente Intelectual, baja autoestima, inseguridades diversas, tendencias homosexuales latentes y tienen granos en la cara.»

La guerra y la paz

La escasa luz, el humo, el tumulto, no me permiten ver lo que ocurre. En los contornos distingo la silueta del miedo, de la amenaza, y extraigo el arma, que todo este tiempo estuvo esperando agazapada, como yo, este momento de ansiedad y acción diferida. Mis camaradas también presienten la proximidad del combate, un combate para el que estamos preparados desde siempre, para el que nos hemos entrenado en todo tipo de circunstancias. Pero el instante en que va a iniciarse no se parece en nada a las maniobras que hemos practicado con método criminal, con una determinación que jamás pareció necesaria. Hasta ahora, justamente cuando menos útiles parecen aquellos juegos torpes de jóvenes inexpertos, ignorantes del horror de la realidad, del olor concentrado en tantas armas indiferentes unas a las otras, listas también a atacarse entre sí desconociendo incluso las órdenes de sus superiores, o sea nosotros. Y eso no puede menos que provocar una sensación de inquietud que se transmite a las manos, que las hace temblar con la fragilidad de una criatura con sentimientos e ideas propias, que estima la situación de acuerdo a propósitos íntimos. Esto, quizá, sea lo más angustiante, la mayor diferencia con todo cuanto creíamos conocer acerca del tema; ¡ingenuos!

En el tumulto, alguien, acaso un francotirador, hace el primer disparo, ese que atraviesa a amigos y enemigos por igual constatando que ya no hay hacia dónde huir, que no hay regreso al punto de tenso equilibrio en el que estábamos apenas hace un momento. Y a ese disparo que inicia la carrera sigue otro de inmediato, y otro, y los corredores encauzan su instinto competitivo hacia la destrucción mutua. Vuelan partes de objetos irreconocibles, se oyen gritos anónimos, el lugar se transforma, por el efecto de la niebla de pólvora, en una obra de teatro con el telón bajo.

Mi compañero Sebastián me pide que lo cubra, que va intentar avanzar, pero enseguida lo veo caer agarrándose el pecho, y la única forma de cubrirlo que me queda es con diario.

Todo estalla a mi alrededor, incluidos mis amigos y enemigos, los que, dicho sea de paso, son indistinguibles a estas alturas. ¡Es un infierno! Las balas, una vez salidas del útero de las armas que las alojan, no tienen madre, no tienen familia; se cobran cualquier vida a su alcance, como zombies que ya no reconocen a aquellos a quienes pertenecieron y amaron en otros tiempos.

Como tantas otras cosas que se magnifican en este escenario, el fuego, al que creía conocer de tantos encuentros afortunados, se revela ahora como el marido perfecto que se convierte en un golpeador violento de buenas a primeras. ¡Cómo arde esto! El olor a carne cocida es otra novedad, ya que no se parece en nada al del delicioso asado que, según creo, no voy a volver a probar en mi vida. Esta no es una preocupación tan importante como parece a primera vista, puesto que tampoco puedo asegurar, y me inclino a pensar que es la posibilidad más comprometida, que vaya a saborear de nuevo el gusto simple de la vida. ¡Mis amigos están pasados de cocción! No es olor a carne cocida sino chamuscada lo que mi nariz rechaza con tanta indignación, eso a lo que trata, sin éxito, de cerrarle el paso como a una muchedumbre de testigos de Geová que avanzan con determinación hacia la puerta del incauto pecador.

Pecador fui en la vida que estoy a punto de dejar atrás, una lacra convencida de que los logros personales se oponen y son obstruidos por la felicidad general, razón que me permitió adoptar el credo de las armas y seguirlo al extremo de involucrarme en esta masacre absurda sin cuestionar en ningún momento la necesidad que la impulsa. Ahora comprendo que todo lo que asumí como natural era una construcción cómoda de la que me valía para ejercer una violencia injustificada, que sólo eran distintas paladas en la tumba que estaba construyendo para cuando llegara este momento decisivo: La Muerte. La Muerte es una enredadera, una madreselva, un clavel del aire que trepa, se desarrolla, se fortalece a lo largo de La Vida hasta que la absorbe por completo y acaba con ella.

Todo estalla detrás de mí, todo se derrumba, todo se termina. Mis amigos ya no existen; tampoco mis enemigos circunstanciales. El polvo y el humo se disipan, llevándose consigo los restos de esta noche que fue tantas noches. Yo me quedo en la vereda de lo que hasta hace unos minutos era el Inter, y sé que nunca voy a volver a salir a bailar a un boliche tropical después de hoy.

El ruido y la furia

Roberto se sienta frente al televisor, cómodo, con una bebida fría en la mano, que apoya sin reparar en el gesto sobre una mesita ratona ubicada junto al sillón. Enciende el aparato, quizá ya parcialmente alienado, sin pensar en nada, con la intención de distraerse. Su vida no es fácil, como tampoco lo es la operación que está realizando en este momento, puesto que Roberto es sordo. Del aparato surgen imágenes, como siempre, aunque distintas a otras que ha visto antes; sin embargo, el audio sí conserva la regularidad de otras experiencias, la misma de todas sus experiencias, mejor dicho, ya que, como dijimos antes, Roberto no oye. En la pantalla hay sonrisas vacías de contenido, aunque, pensándolo mejor, quizá lo tengan, pero el caso es que Roberto no consigue descifrarlas. El contenido debe estar codificado en las palabras, y para traducirlas se necesita tener la clave para acceder a ellas, que en este caso consiste en ciertas ondas físicas que están en el medio circundante pero que su oído es incapaz de capturar. Los muchachos y muchachas ríen, disfrutan, comparten de un modo al que Roberto es ajeno y del que no puede, ni podrá, participar jamás. Jamás, palabra contundente que se dice a sí mismo pero no pronuncia porque no tiene caso hacerlo, dado que tampoco puede escuchar su voz, como sí lo hacen esos imbéciles de la televisión, que se burlan de su discapacidad tocándose las orejas, haciendo gestos propios de zoquetes que se conectan unos con otros a través del habla. Toma un trago, se irrita, odia cada vez más a los cretinos que parecen burlarse abiertamente de su problema, y piensa que si él pudiera intervenir en ese comercial de mierda no hablaría, claro que no, gritaría, gritaría con fuerza dentro de la cavidad auditiva de cada uno de esos pedazos de basura felices que lo ignoran. Él los ignora a ellos pero por otra razón, porque no puede hacer otra cosa que verlos desde la distancia, verlos como figuras repulsivas que bailan y cantan y cantan y hablan y la puta madre que los parió. Ahora tiene la certeza de que no es una publicidad cualquiera, es un comercial dirigido a los de su condición, a quienes carecen de la capacidad de oír, ya que todo lo que hacen involucra de alguna manera esos artefactos que se desprenden ominosamente a cada lado de la cabeza, esos conos inútiles que rodean al orificio, embudos por los que se escabulle el discurso, todo aquello que merece la pena ser retenido por toda persona normal, esos que no son como él, esos Robertos enteros, sin fallas, salidos quién sabe de dónde, de padres iguales a ellos, con seguridad. Padres con tímpanos, con yunques, con todo el equipamiento, con el apartamento amueblado y listo para habitar. Él no tiene baño individual ni vista al mar, es un monoambiente en pleno Bronx donde vive un dealer que se enfrenta a tiros a la policía y a otros traficantes para mantener el dominio de su barrio, y para ello necesita, le es imprescindible, un oído afinado que lo ponga en alerta ante cualquier riesgo. Y puntería, y armas de calibre absurdo para disuadir a los polizontes que pretenden quedarse con su negocio luego de haberlo exprimido durante años con sobornos que ya no consigue pagar. Pero para todo ello es fundamental oír lo que ocurre, justamente lo que Roberto no puede hacer, y por eso no aspira a convertirse en un líder mafioso, ni siquiera en el triste botón que lo extorsiona y comparte los frutos del comercio ilegal, paradójicamente, gracias al amparo que le procura la ley. Mientras tanto, en el emisor de mentiras silenciosas se agrupan los guampudos danzarines con las manos colocadas detrás de las putas orejas de Bambi, o Dumbo o quien puta sea. Roberto no es un puto elefante, no escucha una mierda, le pueden tirar una bruta bomba de hidrógeno en la mismísima jeta que no la va a escuchar explotar aunque la radiación lo haga desaparecer al instante. Le encantaría imaginar que si un general hijo de puta («la bomba, Dimitri») toma la decisión de lanzar una bomba nuclear justo en su living al menos va a tener el consuelo final de escucharla detonar, pero sabe que eso no es cierto. ¡Ni la puta bomba va a escuchar Roberto, ¿entendés?! Ni el piff que hace al caer de doscientos mil kilómetros de altura a trescientos mil kilómetros por segundo; un hueco repleto de radiación y a la mierda Roberto, como si lo atómico estuviera sobre lo jurídico, frase memorable pronunciada por algún desafortunado mandatario afecto a la acumulación personal de poder por medio del populismo de manual. Manual parece ser ese aparatito que manejan los soretes de la televisión, que se lo meten en el oído (cuando bien podrían metérselo en el orto, piensa Robert con furia) como si quisieran demostrar que ellos tienen tal don de la audición que pueden incluso escuchar sonidos tan próximos a su cerebro que dejarían a cualquier otro ser humano en un estado de… de Roberto, sí, es lo único que falta que digan en la propaganda, es tal el desprecio que muestran por él que sólo falta que lo señalen y divulguen sus datos personales; nombre: Roberto; cédula de identidad: tal y tal; enfermedades, disfunciones, etc.: sí, sordo de nacimiento, sordo como una tapia, sordo como la Suprema Corte frente al reclamo de justicia, no tienen vergüenza, culorrotos, defienden a los milicos manteniendo este paraíso de impunidad, traigan un camión de neonazis y métanselos de a uno en el ojete, cavila Roberto, que ahora ya tiene problemas con el estado de derecho y, además, se cree en todo su derecho de tenerlos. Los pajeros dejan de burlarse en la pantalla; Roberto se para, caliente, y cuando gira para alejarse se pierde de ver el producto promocionado por Teleshopping, el Listen Up!, audífono que podría haber solucionado sin más sus inconvenientes auditivos. Pero no hay peor sordo que el que no quiere oír.

La última vuelta

Tumbadigger llega  hasta la barra del bar, arrima una silla, pide un whisky sin hielo, lo toma sin mirar el vaso y pide otro. En eso se acerca, sin que él lo note, un muchacho medio desprolijo, no muy limpio, con los pantalones caídos que permiten ver los calzoncillos blancos; también desplaza una silla y se sienta junto a Tumbadigger. El mozo no lo mira ya que está ocupado limpiando la tanda de vasos que acaban de traerle, por eso el joven tiene que llamarlo. Chista; también llama la atención de Tumbadigger, que gira la cabeza para mirarlo, pero vuelve enseguida a su copa y a sus pensamientos.

El recién llegado pide lo mismo que está tomando Tumbadigger, e invita a este otro trago. Tumba, como le dicen en el boliche, vuelve a mirarlo y acepta con un gesto de la cabeza, sin pronunciar palabra. El mozo desaparece detrás del mostrador cuando se agacha para alcanzar la botella, momento que el muchacho aprovecha para mirar con cuidado lo que hay a sus espaldas. Se detiene en la caja, la estudia, trata, a pesar de la poca luz, de adivinar cómo funciona, cómo se abre y dónde se aloja el dinero, pero no dice nada y desvía la mirada hacia el final de la barra.

El mozo deja los dos vasos frente a los clientes y sigue refregando el trapo contra el vidrio sucio de alcohol, aunque no parece importarle el resultado de la operación, puesto que los pone nuevamente en circulación con evidentes restos de los líquidos anteriores.

Tumbadigger, al descubrir esto, mira su vaso con una mueca de asco e intriga, y extiende la curiosidad al recipiente de su compañero, que no parece haber notado el hecho. No tiene ganas de hablar, no las tenía antes de que llegara el extraño y tampoco se le despertaron con la amabilidad de éste, de modo que no dice nada y toma un trago largo, que le hace picar la garganta. El otro lo mira como si se hubiera saltado algún procedimiento, parte del protocolo; dice “salú” y también bebe, sin esperar la respuesta de Tumba. Pide otra ronda para los dos y se levanta para dirigirse al baño.

Tumba no quiere aceptar más cortesías, pero no dice nada, mira al mozo y abre las manos como dando a entender que no conoce al tipo ni le importa. Quiere pagar e irse, ya no siente placer con el alcohol, ya tuvo suficiente por hoy, pero se queda en el mismo lugar, golpeando con los dedos la madera húmeda, tocando una melodía que lleva en la cabeza hace días y le hace olvidar otros pensamientos cuando se presenta. Así, no tiene que tomar ninguna decisión inmediata, puede esperar un poco más, aguantar un trago más sin preocuparse por la forma de sacarse de encima a aquel tipo. Que se vaya solo como llegó, piensa.

El otro vuelve del baño y se acomoda donde estaba, pero no parece estar conforme con la ubicación y corre un poco la silla hacia Tumba. Esto lo molesta, lo pone incómodo, pero ya es demasiado tarde, lo dejó ir y volver, lo esperó, ya no hay manera de retirarse sin ofrecer una excusa, que no tiene ni quiere buscar, y se queda adosado al asiento como si forma parte del mismo.

El otro mira a su alrededor y deja los ojos un instante en algún lugar lejano, hacia el final de la barra. Tumba no lo ve, sigue distraído tamborileando y está a punto de acompañar la percusión con la boca cuando se da cuenta del error, y para. El otro gira hacia él, agarra el vaso y repite “salú” antes de lanzarlo en picada por su garganta; Tumba dice “salú” como preludio de la retirada, y también se inunda las entrañas con el líquido furioso. Ahora sí está decidido a irse, y se pone de pie, pero el muchacho le indica que se siente y Tumbadigger no lo contradice. No es que quiera desentrañar los motivos de su conducta, más bien no tiene nada mejor que hacer ni ganas de entrar a discutir.

– ¿Ves a aquel tipo de allá?- le susurra el otro.

– ¿Cuál?- pregunta Tumba sin ninguna curiosidad.

– Aquél, el de camisa azul, ¿lo ves?

– Sí, ¿y?

– Lo vi sacar un montón de plata del cajero, en la esquina.

– Ah, mirá- dice Tumbadigger, cada vez más aburrido.

– Tengo un fierro… pero preciso que me ayudes, que lo saques del boliche, porque a mí ya me vio antes de entrar. Vamos a medias.

Tumbadigger no se sorprende, aunque tampoco muestra interés. No necesita la plata, no quiere la plata, pero, por otra parte, ¿qué le importa? Es una oferta, algo que hacer, no está mal. El otro espera, no está impaciente, parece que estuviera acostumbrado y que estuviera seguro de lo que va a responder Tumbadigger.

El tipo de la camisa azul se para, deja un billete sobre la barra y se pone la campera. Tumbadigger se acerca a él y le pide un cigarro; el otro le extiende la caja y Tumba lo invita a fumar afuera. Salen juntos y, un par de minutos después, el muchacho va tras ellos. Los ve contra la pared, conversando, iluminándose alternativamente con cada pitada; toca el revolver, lo saca del cinto y lo coloca junto al cuerpo, escondido.

Entonces avanza con decisión, saca el revólver cuando está muy cerca para no darles tiempo a nada, pasa frente al tipo de la camisa azul, empuja a Tumba contra la pared y aprieta el gatillo.

Firecracker

La Navidad tiene un significado diferente para cada persona: algunos recuerdan a sus familiares, otros intentan en vano olvidarlos, y otros lo logran por medio del alcohol. Yo recuerdo, cada año, esta historia de mi infancia.
Estaba en sexto año de escuela, iba a la número 666, pública, y hasta re-pública si se me permite, ya que así se llamaba, República, y a pesar de que me llevaba bien con todos mis compañeros, tenía un pequeño grupo de amigos con quienes también compartía tiempo fuera del salón de clases. Ellos eran Rolando (motas, palmera capilar, simpatía, ingenio), Gerónimo (negro, habilidades deportivas, gregario) y Líber (hosco, torpe, semi-iletrado), y los cuatro formábamos una banda para todos los propósitos escolares y no escolares habituales, como la pelea en el patio y el fútbol de los domingos, donde nos convertíamos en la línea de cuatro del equipo Serial Killers, del barrio Maraca-na.
Siempre que salíamos del barrio se armaba alguna, por lo general sin motivo, en muchos casos por la provocación que suponía la pegunta «¿Así que uds. vienen del Maraca?» Al principio contestábamos verbalmente, pero luego vimos que la única respuesta aceptable era a través del idioma universal de las calles, que dominamos muy pronto, para asombro de nuestros enemigos. Por lo visto, teníamos condiciones naturales, aunque repartidas de forma desigual, pero la naturaleza no conoce ni el vacío ni el invicto, y más temprano que tarde, proclama al delfín en el lugar donde antes se alzaba el monarca.
Una tarde volvíamos de un partido en la cancha del Old Satans, quienes habían derrotado en la semifinal al Old Christians, cuando, luego de haberlos vencido en el terreno de juego y en el más prestigioso terreno del honor, nos hicieron una encerrona en la esquina de Zubizarreta y Busquets. Asumo que el lector la conoce ya que no ha cambiado nada en estos años: enfrente del bar «Los Bárbaros», que sigue allí, se encontraba la cantina «El Bajo Imperio», que cerró a causa de los incidentes reiterados (invasión incluida) que se producían entre los parroquianos de uno y otro. En fin, lo cierto es que los Old Satans, más sus amigos, padres, madres, tutores y docentes, nos habían emboscado y nos la iban a dar. Mis amigos adoptaron posición de lucha, pero yo, que en situaciones favorables ya era jodido, estaba dispuesto a negociar una retirada. No me importaba que fuera digna o humillante; el verano estaba cerca, mi viejo había alquilado una casa en Parque del Plancton y yo no quería pasarme las vacaciones en una silla de ruedas. Con suerte. Me adelanté para decir unas palabras a un adulto, un hombre morocho con una cicatriz bastante intimidante en la cara, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, cayó fulminado por un cadenazo de origen indeterminado; de inmediato, mis amigos empezaron a repartir más que cartero con anfetaminas, y yo no tuve más remedio que sumarme a la trifulca. Líber, a quien apodábamos «líder», no por el carisma sino por sus dones de pelea, embocó a un grandote bastante polenta, y siguió atendiendo su negocio con la eficiencia profesional de costumbre; Rolando, cuyas destrezas eran apenas inferiores, se encargó del escalafón siguiente; el Gero encaró a uno de su tamaño y no encontró dificultades. A mí no me faltaba experiencia, ya sabía cómo se ponían las cosas cuando el polvo empezaba a levantarse del piso, los ojos se nublaban, en la cara iban apareciendo marcas donde antes no había más que algunos granos perdidos, y los dientes se cambiaban de lugar como en el juego de la silla. Sin embargo, en este caso no sucedió nada de eso, y cuando por fin se disipó la polvareda, vi a mis amigos satisfechos, abrazados con un botija medio reo que trataba de zafarse para vilipendiar a las víctimas caídas, y eventualmente robarles los relojes y billeteras, como pude comprobar enseguida.
El pibe reo resultó ser Carlitos, desde ese momento el quinto integrante de nuestra pandilla, el vértice faltante de nuestro pentagrama. Pese a ser el ganador moral y material de aquella batalla, no se valió de ese argumento para ponerse al frente del grupo, por lo que, si la memoria no me falla, supusimos que lo había hecho por vocación o afán de venganza contra sus vecinos, y nosotros, aún menos propensos a las formalidades o la gratitud, lo integramos como un igual, sin concederle ningún privilegio.
Ahora recorríamos los barrios confiados, metiéndole el gaucho a quien fuera sin reparar en los riesgos, y como dice la canción, llevando la alegría por turnos a cada uno de ellos; incluso surtimos a un peludo con una guitarra en la esquina de Durazno y Convención, y lo comprometimos a escribir una canción sobre nuestras proezas. No sé en qué habrá quedado; ya estoy viejo para cobrar esa deuda, de todos modos.
La cosa es que que se venía la Navidad, como dije antes, y yo conservaba el mecanismo intacto gracias a Carlitos. Eso merecía un festejo especial, más teniendo en cuenta que era nuestro último año de escuela y quién sabe qué sería de nuestro grupo el año siguiente. Pensamos que sería lindo vandalizar la escuela como despedida, pero al final decidimos armar un Judas atómico, como dijo Carlitos, metiéndole más cuetes que si sacaras un crédito a veinte años con la tarjeta de falopa esa que da el gobierno bolchetupaputofaloperoafrouruguayo.
Necesitábamos harapos, y el padre de Carlitos los tenía; era su uniforme de trabajo. Más que un Judas, teníamos un mendigo verosímil, que lucía como el padre de nuestro amigo y podía ocupar su lugar unos días. Pero sucedió algo extraño: la gente lo reconocía y no le daba un mango, ya que el veterano, según parece, había sabido meter sus buenas manos también, cuando joven al menos. Mi viejo me relató una historia con la que me identifiqué al instante, la historia de una pelea monumental en la que el padre de Carlitos lo trajo a sopapo limpio hasta la puerta de casa y le dio un par de cachetadas frente a su mujer, o sea mi madre, y le prohibió volver a pisar su zona, bajo amenaza de quemarle la chabola. En realidad no tenía nada que ver conmigo; Carlitos estaba de nuestra parte, disculpen esta pequeña digresión, sólo quería explicar los sentimientos que inspiraba esa familia entre mi gente.
Pasaron los días y la lata siguió famélica. Aquello no estaba dando resultado, y, con la Nochevieja comiéndonos los garrones, decidimos llevarnos el Judas para el barrio de Carlitos, a ver si en su hábitat recaudaba mejor; de lo contrario, nuestra última Navidad juntos sería más embolante que un volcán F1 (Fuego interno sin humo en la escala internacional) Le pedí a Carlitos que se quedara frente a casa mientras nosotros probábamos suerte, y él, extrañamente razonable, accedió. Suerte que no lo hicimos nuestro jefe, pensé. Sentí un poco de pena al dejarlo allí solo, sucio, sentado contra el muro cual Judas orgánico, pero no había alternativa, era eso o laburar.
Nosotros depositamos a don Carlos cerca del «Bajo Imperio» y nos ocultamos detrás de un contenedor de basura; fue todo un éxito. Los borrachos salían y lo veían ahí como siempre. «¿Cómo está, don Carlos?» «Tome, vecino» «Para que se eche una», decían aquellos bolos parlantes mientras se alejaban tambaleándose hacia la oscuridad. Cuando el último de los envases dejó el boliche, contamos las monedas y nos dimos cuenta de que éramos ricos.
Corrimos a compartirlo con nuestro amigo mientras decidíamos cómo gastar la pequeña fortuna: cuetes de todo tipo, unas sidras, un regalo para la vieja, un…Cuando estábamos a un par de cuadras, llevados por las piernas que se movían sin que se lo ordenáramos, vi la columna de humo y me detuve un momento. Los otros también se frenaron, sorprendidos, y yo les señalé las nubes que circulaban a contramano. Corrimos con más ganas que antes hasta que me topé con mi padre, quien, cadáver de fósforo en mano, señalaba orgulloso el gran fuego que había encendido con el Judas que le habíamos dejado.
¡Oh Carlitos! Oh the humanity!

Arrebato

Camino en dirección al gimnasio, como todos los días después del trabajo. Está ubicado en la zona del puerto, por eso el viento sopla fuerte y me despeina el cabello que intento acomodar, pero no logro hacerlo. Voy mirando los adoquines grises, humedecidos por la lluvia que cayó esta tarde, quizá también por el agua del río azotado por el constante viento del sur. Me gusta la forma en que reflejan mis movimientos, y aunque en un principio posé la vista en ellos para esquivar los charcos que se forman en los desniveles, ahora no puedo dejar de mirarlos de manera desatenta, casi indiferente.
De pronto golpeo algo con el hombro; es un muchacho alto, corpulento, aunque no del mismo modo que yo, que soy producto del ejercicio practicado con regularidad, más bien posee una rudeza basta, cultivada en los depósitos desvencijados. Sin detener por completo la marcha, pido disculpas y me dispongo a reanudar el paso, pero el flaco no responde según las convenciones aplicables a estos casos; sin decir una palabra, me empuja contra unas cajas apiladas a nuestro lado. Antes de que adopte una posición ventajosa, le doy una trompada que lo lanza hacia atrás, aunque a menor distancia de lo que había previsto; se recupera y me golpea varias veces, utilizando los dos puños, incluso juntos.
La pelea se torna salvaje; algunos curiosos se reúnen a nuestro alrededor y comienzan a gritar pidiendo más; a nadie se le ocurre separarnos o llamar a la policía. Tampoco a mi rival le interesa detener la gresca, y yo, que no quiero continuarla, me veo obligado a hacerlo. Me gusta pegarle en su despreciable cara, empiezo a disfrutarlo, pero sus ataques son más efectivos, y mi nariz y labio superior sangran abundantemente. El dolor es insoportable, y apenas puedo defenderme; me tiro al piso intentando apelar a su compasión y a la de los espectadores, pero esto sólo vuelve más furiosos a uno y a otros; el animal me patea en el suelo sin misericordia, es claro que disfruta peleando en la calle, sin reglas.
Me incorporo como puedo, tambaleando, aprovechando una pausa de mi contendiente, y lo pateo con fuerza, al menos con lo que, desde mi punto de vista, es toda la fuerza que tengo. Resulta insuficiente y sólo me procura una nueva paliza, que, a pesar de la costumbre, no recibo con menos inquietud; presiento que algunas partes de mi cuerpo no conservan la postura ni dureza normales, y la prueba más inmediata de esto reside en las piezas dentales que bailan dentro de mi boca. Entonces decido morderlo, sospechando que quizá sea la última mordida que dé, al menos con el equipamiento original; tampoco surte efecto, y en efecto, quien termina surtido soy yo, una vez más.
Me retuerzo como anguila, inclinando el cuerpo en un inútil intento de contener el sufrimiento, que, incluso si pudiera ser detenido, se vería aumentado muy pronto con nuevos embates de mi verdugo. Ahora trabaja la espalda, descuidada por el gesto de proteger el frente; caigo otra vez en la acera, la misma acera que me devolvía una imagen más saludable de mi cuerpo apenas hace un rato. Me arrastra hasta unos cajones de madera y me azota contra ellos, los rompe como rompe mis huesos, con una determinación que adivino criminal. La calle es insegura, pienso, ¡pero yo venía por la vereda! Rectifico: toda la maldita ciudad es insegura, sin importar cuán entrenado esté uno para evitarse este tipo de situaciones. De hecho, anoche, justamente, me jactaba frente a mis amigos, mientras tomábamos una cerveza en (¿dónde más?) la vereda, que el único problema que supone la inseguridad es carecer del poder suficiente para contrarrestarla. Ahora voy a tener que cambiar el gimnasio por un buen dentista. Eso si la cuento. Y si fuera ese el caso, ¿debería hacer que lo pague mi agresor?
Mientras divago tratando de desviar el padecimiento corporal, mi ejecutor toca con sus puños un ritmo monótono sobre los laterales que tanto esfuerzo me demandó obtener. Es una lucha desigual, hace rato que no meto ninguna mano, ni siquiera estoy seguro de tenerlas adheridas aún a los brazos. Sí, allí están: las está pisando, ¡qué dolor! Eso que crujió no creo que tenga reparación.
Hago números (mi tío Adrián es médico traumatodontorrinolarongólogo, estoy familiarizado con los costos de estos incidentes) y cuando termino la cuenta, bajo una erupción vesúbica de agresiones, decido que no vale la pena arreglar los daños; como el auto que sobrevive al accidente fatal, es mejor comprar nuevo. Y si mi alma recibe una indemnización justa, como estimo merece la violencia a que estoy siendo sometido, no va a tener dificultades para adquirir un cuerpo más resistente que el actual. Además, el alma de mi rico tío Adrián puede otorgarle un préstamo en caso necesario, a saldar en una vida siguiente. Sí, es probable que la mejor opción sea apagarme.
Pero, habiendo dispuesto la sucesión de mis bienes más preciados, me encuentro más animado e incluso consigo pararme. Él está desconcertado, duda, me pega un poco pero ya no es tan efectivo como antes; yo, por mi parte, conecto algunas tímidas caricias y poco a poco recupero la forma, hasta encajarle un sopapo que lo arroja contra los tanques de combustible. La afición se entusiasma, vitorea, me aclama, y yo sigo pegando como si no hubiera estado al borde de la muerte. Lo acorralo, pego más que Poxi-Pol-Pot, todo cambió en un segundo, la victoria es mía, su alma debe estar llamando a Pronto para pedir un préstamo, yo arremeto y devuelvo el castigo que recibí, pateo, escupo, salto, machaco, suministro dolor, miministro calamidad, no reculo ni para tomar impulso, someto, maltrato, humillo, torturo impunemente como milico en dictadura (y democracia) aprieto adelante, abajo, adelante + B y Ryu cae por fin derrotado.