1,2, Ultraviolento

Editorial

Antes de decir nada más voy a adelantar la conclusión: el problema de la violencia en el fútbol se reduce a hacer bien las cuentas. A ajustar las cuentas, como quien dice.

Ultraviolencia en el fútbol. El deporte más popular del mundo, el que representa la fraternidad humana alcanzada a través del dinero y la exposición impúdica en los medios, el que aspira (*) a expandir este modelo a toda otra forma de socialización humana, está en riesgo.  No quizá en todas partes (aunque pueda sospecharse que la plaga que lo aqueja localmente también reside en otras latitudes), no quizá como negocio paradigmático del capitalismo tardío, sino en su aspecto más visible de canal natural de las pasiones populares.

Fútbol y violencia no son ajenos, como algunos comentaristas pretenden creer y hacer creer; fútbol y violencia tampoco son necesariamente socios, y eso vuelve más complejas las soluciones e incluso el mismo planteo del problema. Si fuera tan sencillo bastaría con suprimir el fútbol para acabar con la violencia relacionada con el mismo; si fuera tan fácil, sería suficiente alejar al público de las canchas y conservar el negocio intacto mediante su propagación televisiva.

Evitar la concentración de aficionados, vender entradas codificadas con años de anticipación en locales especialmente adaptados para este fin, controlarlos uno por uno, aislar a quienes causan los desmanes, detenerlos durante la disputa de los partidos (todos los partidos, entiéndase; desde los que se juegan en el Centenario hasta aquellos que tienen lugar en el hemisferio opuesto al del agresor) son todas medidas encomiables, quizá necesarias. Pero no son la solución.

Transmitir los partidos por cable (no por televisión para abonados sino por cable, usando tarjetas con textos que den cuenta del desarrollo del match a los potenciales clientes de este servicio de Tenfield), partidos que se jugarían en canchas sin tribunas, rodeadas de muros electrificados, a su vez rodeados de efectivos de la Guardia Republicana, quienes por último estarían custodiados por ninjas ocultos en los árboles adyacentes, podría disminuir el nivel de violencia, pero no erradicarlo, por la elemental razón de que esta se trasladaría a los ámbitos privados donde se reciben las tarjetas con la información del encuentro; los fanáticos se congregarían allí para amasijarse lejos del alcance del estado punitivo montado para prevenir dicho fenómeno.

Pero dejemos las paparruchas laterales que sólo pretenden bucear en la superficie, hallar remedio para las consecuencias sin abordar las causas. Y las causas, de acuerdo con los expertos radiotelevisivos que, por su contacto directo con el drama cotidiano, son sus mejores jueces, son los 200, quizá 300, por qué no 400 violentos que asolan las canchas con su equivocado mensaje de destrucción y drogas y sexo oral bajo las banderas, los trapos, las sábanas que cubren las corrupción moral de los pocos que arruinan la fiesta colectiva de la familia uruguaya.

Lamento discrepar con los expertos. Lamento no poseer la solvencia ética ni los códigos de barrio que permiten abordar en profundidad el asunto, pero me hago una simple pregunta: Si hace 30 años eran 200, 300 o 400 los violentos, y 10 años más tarde eran 200, 300, o 400 los violentos, y 10 años después eran nuevamente 200, 300, 400 los violentos, ¿no debería haber, por cuestiones aritméticas nada más, a estas alturas, más violentos que honestos dentro de la familia del fútbol?

Porque si fueran únicamente 400 como se argumenta, y considerando que el argumento se ha extendido, cual calzón de gordo, durante dévadas, ya se habrían extinguido o, en el peor de los casos, serían un grupo de hooligans de edad avanzada fácilmente controlables por una fuerza policial de edad igualmente avanzada.

(*) Paco y merca, como todos saben, son sustancias que derivan una de la otra.