High IQ en el Cordón

Lo recuerdo desde el primer momento que entró en el bar, trayendo un recorte de diario en la mano, dirigiéndose a alguien con quien, según supe después, había tenido una discusión unos días antes. No sé por qué pero me llamó la atención ese paso arrogante, suficiente, esa mirada hacia ninguna parte que buscaba precisamente a esa persona que sabía iba a encontrar en el mismo lugar de siempre. Lo encaró aunque el otro no parecía darle pelota, lo llamó, agitó el papel frente a los ojos apáticos de su víctima y le dijo «Mirá, ¿ves? Yo tenía razón».

Jorge empezó así una indagación que lo iba a conducir a la locura que todos llegamos a conocer. Al principio nos pareció simpático, después se fue haciendo aburrido y terminó resultando penoso, pero Jorge experimentó, durante todo aquel tiempo, un placer que se fue incrementando con cada vertido de verdades que hacía en la cañada que era ese tema tan vulgar y que acabó por desbordarse y arrastrar las aldeas aledañas.

Nuestro amigo (yo todavía no lo conocía) sentía gran estima por su inteligencia, que todos cuestionaban o, en el mejor de los casos, tenían por normal. Jorge insistía en que no era así, que él era una eminencia y que podía probarlo, pero de manera indirecta, de acuerdo a índices y estudios que avalaban su afirmación. Ahí fue cuando se peleó con Adrián, que lo desafió a que demostrara su supuesta inteligencia empleándola de un modo que a todos pareciera concluyente. «No», dijo Jorge, «eso sería aceptar tu argumento; lo único que voy a hacer es mostrarte que no es necesario hacer nada extraordinario para tener una capacidad superior, como la mía». Y ahí arrancó todo.

Ese primer recorte que mencioné más arriba, el que me hizo reparar en Jorge y conocer su historia, citaba un estudio de la Universidad de Canberra, conducido por eminentes profesionales de la supremacía mental, que indicaba que los ateos poseen un IQ más elevado que quienes creen en Dios. Todos estaban al tanto de las convicciones de Jorge, ya que era muy recordado el incidente que involucraba al padre Aemilius, una cáliz lleno de orín y una escupida monumental del párroco sobre los feligreses al beber de aquella copa, perpetrado por el indecente en cuestión.

«Bah»- dijo Adrián, desechando el testimonio- «eso fue puro vandalismo. Además, ahí dice que los ateos tienen un coeficiente más alto que los creyentes, pero no aclara si estos son subnormales. Sos un pancho, Jorgito, seguí participando»- y le ofreció un trago de cerveza, que se reveló como… sí, pichí.

Indignado mas no rendido, Jorge regresó a los pocos días con otro periódico (y otra remera), que arrojó sobre la mesa que Adrián compartía con otros conocidos. En éste se leía que, de acuerdo a una investigación desarrollada por el Instituto Técnico para la Propagación de la Potencia Mental de Düsseldorf, Alemania, las personas con elevado CI retardan, o directamente declinan, tener hijos y formar una familia. Jorge, como todos sabían, estaba en contra del matrimonio y se negaba a reproducir sus genes por cuestiones de principios.

– ¿Viste gil? ¿Ahora que me decís?- espetó Jorge a su contradictor.

– Lo que la sabiduría de siglos de bar dice en estos casos: que sos puto, por supuesto.

– ¡Pero la sabiduría de bar es justamente el sentido común que estoy combatiendo aportando estos estudios! No seas malo…

– Mirá, pedazo de un maricón, vos estás tratando de convencer a un grupo común y corriente de parroquianos de bar de que sos un genio. Eso es contradictorio; o aceptás que sos puto o venís con algo mejor, porque eso, la verdad, es muy poco. Andá a hacerte dar, Jorgito, en serio.

– ‘Ta bien, dejalo así. Pero puta será tu vieja- Y desató una gresca que nadie en diez cuadras a la redonda va a olvidar aunque padezca Alzheimer prematuro desde ese mismo instante.

Y allá se fue Jorge a seguir leyendo diarios, portales, revistas científicas y cuanto material relativo al tema cayera en sus manos.

No se habló del tema por una semana, más o menos. Algunos dejaron de frecuentar el boliche por las lesiones y otros perdieron interés en la disputa, pero tanto Jorge como Adrián sabían que, de una forma u otra, aquello no había terminado. Así fue cómo, unos cuantos días más tarde como acabo de señalar, volvieron a cruzarse, y esta vez de forma definitiva. Jorge entró envenenado, no saludó a nadie, fue derecho a donde se encontraba Adrián y le propinó una nota de un diario guatemalteco que reproducía otra nota de un diario francés que a su vez se originaba en una de un semanario de Europa del Este. Adrián la apartó con desprecio, se bajó el cierre de la campera, extrajo del bolsillo interior un número descatalogado de la revista Muy Interesante y se lo extendió a Jorge, señalándole la pagina 87: «Investigación de la Universidad de Tubingen concluye que las personas que intentan probar su inteligencia a través de estudios académicos (no realizados en Tubingen) sufren de un bajo Coeficiente Intelectual, baja autoestima, inseguridades diversas, tendencias homosexuales latentes y tienen granos en la cara.»

La guerra y la paz

La escasa luz, el humo, el tumulto, no me permiten ver lo que ocurre. En los contornos distingo la silueta del miedo, de la amenaza, y extraigo el arma, que todo este tiempo estuvo esperando agazapada, como yo, este momento de ansiedad y acción diferida. Mis camaradas también presienten la proximidad del combate, un combate para el que estamos preparados desde siempre, para el que nos hemos entrenado en todo tipo de circunstancias. Pero el instante en que va a iniciarse no se parece en nada a las maniobras que hemos practicado con método criminal, con una determinación que jamás pareció necesaria. Hasta ahora, justamente cuando menos útiles parecen aquellos juegos torpes de jóvenes inexpertos, ignorantes del horror de la realidad, del olor concentrado en tantas armas indiferentes unas a las otras, listas también a atacarse entre sí desconociendo incluso las órdenes de sus superiores, o sea nosotros. Y eso no puede menos que provocar una sensación de inquietud que se transmite a las manos, que las hace temblar con la fragilidad de una criatura con sentimientos e ideas propias, que estima la situación de acuerdo a propósitos íntimos. Esto, quizá, sea lo más angustiante, la mayor diferencia con todo cuanto creíamos conocer acerca del tema; ¡ingenuos!

En el tumulto, alguien, acaso un francotirador, hace el primer disparo, ese que atraviesa a amigos y enemigos por igual constatando que ya no hay hacia dónde huir, que no hay regreso al punto de tenso equilibrio en el que estábamos apenas hace un momento. Y a ese disparo que inicia la carrera sigue otro de inmediato, y otro, y los corredores encauzan su instinto competitivo hacia la destrucción mutua. Vuelan partes de objetos irreconocibles, se oyen gritos anónimos, el lugar se transforma, por el efecto de la niebla de pólvora, en una obra de teatro con el telón bajo.

Mi compañero Sebastián me pide que lo cubra, que va intentar avanzar, pero enseguida lo veo caer agarrándose el pecho, y la única forma de cubrirlo que me queda es con diario.

Todo estalla a mi alrededor, incluidos mis amigos y enemigos, los que, dicho sea de paso, son indistinguibles a estas alturas. ¡Es un infierno! Las balas, una vez salidas del útero de las armas que las alojan, no tienen madre, no tienen familia; se cobran cualquier vida a su alcance, como zombies que ya no reconocen a aquellos a quienes pertenecieron y amaron en otros tiempos.

Como tantas otras cosas que se magnifican en este escenario, el fuego, al que creía conocer de tantos encuentros afortunados, se revela ahora como el marido perfecto que se convierte en un golpeador violento de buenas a primeras. ¡Cómo arde esto! El olor a carne cocida es otra novedad, ya que no se parece en nada al del delicioso asado que, según creo, no voy a volver a probar en mi vida. Esta no es una preocupación tan importante como parece a primera vista, puesto que tampoco puedo asegurar, y me inclino a pensar que es la posibilidad más comprometida, que vaya a saborear de nuevo el gusto simple de la vida. ¡Mis amigos están pasados de cocción! No es olor a carne cocida sino chamuscada lo que mi nariz rechaza con tanta indignación, eso a lo que trata, sin éxito, de cerrarle el paso como a una muchedumbre de testigos de Geová que avanzan con determinación hacia la puerta del incauto pecador.

Pecador fui en la vida que estoy a punto de dejar atrás, una lacra convencida de que los logros personales se oponen y son obstruidos por la felicidad general, razón que me permitió adoptar el credo de las armas y seguirlo al extremo de involucrarme en esta masacre absurda sin cuestionar en ningún momento la necesidad que la impulsa. Ahora comprendo que todo lo que asumí como natural era una construcción cómoda de la que me valía para ejercer una violencia injustificada, que sólo eran distintas paladas en la tumba que estaba construyendo para cuando llegara este momento decisivo: La Muerte. La Muerte es una enredadera, una madreselva, un clavel del aire que trepa, se desarrolla, se fortalece a lo largo de La Vida hasta que la absorbe por completo y acaba con ella.

Todo estalla detrás de mí, todo se derrumba, todo se termina. Mis amigos ya no existen; tampoco mis enemigos circunstanciales. El polvo y el humo se disipan, llevándose consigo los restos de esta noche que fue tantas noches. Yo me quedo en la vereda de lo que hasta hace unos minutos era el Inter, y sé que nunca voy a volver a salir a bailar a un boliche tropical después de hoy.