Llamado a la solidaridad

Estoy escribiendo nuevas historias, hojas en blanco de que te hablaba

Los TraidoresFragmentos de mí

Si alguien tiene la edición de Arca (creo que es la primera, aunque no lo dice en ninguna parte; es de 1986) de los Cuentos Completos de Paco Espínola, ¿sería tan amable de confirmarme si la grosera errrata de la página en blanco del primer cuento, El Hombre Pálido, es exclusiva de mi ejemplar o de toda la edición? Quien quedó pálido al descubrirlo fui yo.

En el primer caso, agradezco me hagan saber, a través de un comentario o mail, cómo llegó al rancho de Tiburcio. Gracias.

Se recompensará… con una hoja en blanco para corregir al talentoso Paco y crear su propio comienzo (quizá fuera esa la intención del editor, pero me niego a cometer semejante afrenta)

Maicol Darkthrone, amo de las tinieblas

Maldito el día (nunca mejor dicho) que se me ocurrió formar una banda de black metal en Oslo. Resulta que había ido a Noruega como estudiante de intercambio de la Universidad Anton LaVey de esa ciudad; mi lugar en casa lo ocupó Varg, quien en el breve diálogo que mantuvimos antes de que partiera me dijo (en noruego, idioma que yo dominaba parcialmente como requisito de la beca): «Allá mariconadas como esas que hacés acá de escuchar a Los Fatales (sick!) y esas manos no corren. Cambiate la ropa. Escuchá estos discos. Tené cuidado». A mi vez, le expliqué que sus costumbres también podían ser mal vistas acá y que anduviera con precaución: «No pises pollitos. No invoques al demonio a cada paso. No profanes tumbas. No quemes iglesias, especialmente a Fabián Iglesias. Y por lo que más quieras, ¡no mates a mis viej…!» Pero esta última advertencia no me pareció tan importante y la suprimí; con que Varg recordara las demás era suficiente.
Llegué a Noruega en medio de una tormenta Hellida que azotaba la capital. La familia de Varg fue a recibirme al aeropuerto entusiasmada, hasta que vieron mis ropas de cumbiero y huyeron en la dirección opuesta, invocando al diablo. Varg me había prevenido. Las autoridades, con sus uniformes negros con tachas de rigor, me arrestaron y condujeron a un lugar de detención en el aeropuerto. Tras aclarar que era estudiante de la carrera de antiteología en la universidad y que no pretendía ofender a su pueblo me liberaron, no sin antes vestirme de manera apropiada y adosarme un crucifijo invertido al cuello. Corrí a casa de los Vikernes algo asustado y esta vez sí me recibieron, previa revisación de mi maleta y descarte de libros y CD prohibidos (además del poster del «Fata» Delgado que censuraron por herético y quemaron en una hoguera oscura de maldad y tinieblas infinitas, según sus palabras)
Habían acondicionado muy amablemente un cuarto para mí. Por desgracia no pude verlo ya que las paredes estaban pintadas de negro, como todo lo demás en la casa: sábanas negras, espejos negros, vajilla negra, hermano negr… no, no, la hermana de Varg era rubia y extremadamente blanca, salvo cuando estaba cubierta por las cenizas de la última iglesia incendiada. Me acostumbré pronto a este reino de la oscuridad, puesto que se parecía a la casa de mi tío Carlos en Barros Bla… Negros, Barros Negros es donde vive el tío. Son medio umbandas también, yo qué sé, no entiendo mucho de eso. Sé que encanutan cosas de noche y por eso no prenden una luz ni que les paguen. De pronto mi familia era black metal y yo no lo sabía. En fin.
En los estudios me iba excelente: aprobé Satanismo I con 10, Luciferismo II con 9 y Dibujo (del pentagrama) con 10. En casa todo iba fenómeno; según mis viejos, Varg era atento y educado, a pesar de que todos los pollitos del barrio habían desaparecido y la señora Hortensia, que era católica y bastante hinchapelotas con eso, había muerto súbitamente por causas desconocidas. Ah, mi perro «Bola 8» también se había extraviado. Varg era tan respetuoso que usaba su cadena y collar desde la desaparición de «Bola 8». Esa fue la última vez que supe de mis padres; la siguiente vez que llamé a casa, una voz sepulcral en el contestador me informó que ellos no podían ni podrían atenderme en mucho tiempo. Ya los vería a mi regreso.
Mientras prosperaba en los estudios empecé a salir con los amigos de Helvete, la hermana de Varg. Ellos tenían una banda y me enseñaban extracurricularmente los rudimentos de su música y forma de vida. Yo traté de explicarles cómo era mi vida en Montevideo, yendo al Inter, quebrando todos los fines de semana, encarando minas cuyo patrón de medida era la cantidad de piezas dentales, cantándole a la tanga, etc. Me repudiaron por ello y tuve que hacer lo propio. Debí execrar a mis antiguos amigos y quemar una iglesia que se parecía al Inter como testimonio simbólico de mi paso al reino de las sombras. Ahora quebraba con Mayhem y la única tanga que veía era la de Euronymous en la tapa del disco De Mysteriis Dom Sathanas, en la edición Sudamericana, claro. Pero me cabía el metal extremo y me adapté rápidamente.
Empezamos a hacer muchas fechas con la banda, y lo que en principio era un hobby se convirtió en mi carrera. Todavía no tocábamos música, hablo de fechas de exhumación de cadáveres, blasfemia eclesiástica, discriminación racial y sexual, etc. Después vino la música, ¡y qué música! Nos volvimos muy exitosos, sobre todo con temas como Yo como niños (compuesto por un servidor) Yo como niños y después los vomito (escrito por Helvete) y Yo como niños y los vomito sobre la Biblia antes de quemarla, putos (escrito por el bajista) Grabamos nuestro primer disco, Pateándole los huevos a Dios (el nombre lo sugerí yo; me recordaba vagamente a la cumbia villera satánica y sentí nostalgia) e incluía, además de las composiciones antedichas, éxitos de los charts como Fumando los huesos de Jesús usando el Santo Sudario como chalaEl Asado de viernes santo; Todas las embarazadas van al Infierno excepto aquellas que engendran los hijos de Satán, que van al cielo y lo queman, El Aborto de MaríaEl amor es hermoso, sobre todo cuando estás colgado de los huevos en una mazmorra medieval y de él nacen bebés que son aplastados con un martillo por Satán (una balada que nos pasó el batero de Mayhem)
De inmediato crecimos en el Inner Circle y agrandamos su circunferencia, tanto que algunos comentaban que por allí podía pasar Satán cuando viniera a comerse a los bebés cristianos. Nos volvimos muy populares, vendimos millones de discos, quemamos miles de iglesias, matamos quién sabe cuántos homosexuales, alcanzamos la cima del black metal. Ojalá mis viejos pudieran verme ahora y sentirse orgullosos de su hijo, pensaba; el Maicol, el plancha, el falopero que hablaba de Dios cada vez que le pegaba mal la lata, cada vez que se rescataba yendo a la fundación Remar para consagrarse a Cristo. Ya no necesitaba nada de eso, Satán era la respuesta y estuvo allí todo el tiempo, frente a mí, o debajo de mí, no sé dónde está en realidad. Pero mis viejos no podían verlo porque estaban ocupados con Varg o porque este les había arrancado los ojos, vaya uno a saber.
Bajo mi seudónimo de Maicol Darkthrone conquisté el metal escandinavo. Era su amo; podía mandarlos a quemar el Clara Jackson en Montevideo y violar a todos los niños que los curas no hubieran violado antes, o demoler el Pereira Rossell y aplastar a los niños sobrevivientes como ratas, o demoler el Clara Jackson y abusar de las enfermeras del Pereira, no sé, lo que quisiera y les ordenara lo harían, porque era el Sumo Pontífice de lo diabólico, como Cotugno invert… bah, era igual a Cotugno en una palabra. Y con todo ese poder maligno a mi disposición, me estrellé. Un juez presentó una denuncia contra nosotros. Mensajes ocultos en nuestras grabaciones, sí. Fuimos ante el tribunal. Yo estaba dispuesto a defender nuestra música como Rob Halford cuando enfrentó los mismos cargos. Como él, me vestí de traje, enderecé la cruz que colgaba de mi cuello, enderecé mi propio cuello que giraba como el de Linda Blair, me lavé el maquillaje satanista, en fin, me corregí, renegué de mi Amo.
Era obvio, estaba en Noruega, ¿cómo pude cometer semejante error? La denuncia era por presuntos mensajes cristianos en nuestra música. Mi aspecto me incriminaba más que cualquier otra cosa, y el juez ni siquiera consideró las pruebas. Hoy estoy internado en la fundación Remar Contra Corriente para satanistas que abandonaron el camino del Señor de las Tinieblas.

José Pedro (B)arela

Pero si las escuelas son el lugar inapropiado para aprender una destreza, son lugares aún peores para adquirir una educación.

Ivan Illich

Algunos encuentran difícil reconocer algún mérito a la derecha, al fin y al cabo, son un montón de fachos de mierda. Sin embargo, quienes opinan que la derecha sólo piensa en reprimir y dar golpes de estado y ve todos los problemas a través de la mira de su fusil, no recuerdan el prodigio realizado por Pedro Bordaberry allá por el 2012.
Pedro Sin Apellido estaba preocupado por una cuestión fundamental: los jóvenes y su tendencia natural al delito y la drogadicción. Le daba vueltas al problema como si de un cubo Kubrick se tratara, intentando que encajaran sus convicciones antidemocráticas con una legislación que al menos permitiera a los hijos de las clase acaudalada salir a Lacalle sin ser arrestados de inmediato. Fue en ese momento cuando la sinapsis represora se produjo, vinculando, para sorpresa de quienes piensan que eso no es posible, dos problemas distintos bajo la misma óptica: la inseguridad en los centros educativos y la causa de la misma, los adolescentes pobres. No, no sugirió integrar a estos últimos a los primeros, sino que ocurrió la más original de las combinaciones reaccionarias, hacer que unos se enfrenten a los otros (‘ta bien, no es lo más novedoso del mundo, pero hay que darle crédito igual)
El proyecto preveía que los delincuentes faloperos se encargaran de la seguridad de los liceos, con el consecuente resultado positivo múltiple: unos tendrían trabajo pero no educación, y los otros tendrían educación pero bajo el estricto control de sus pares menos favorecidos y, por ello, más propensos al resentimiento marginal.

La ley se votó por unanimidad e incluso contó con la proposición de Jorge Saravia de entrenarlos a todos en el manejo de las armas, que lamentablemente no prosperó, no por falta de voluntad política sino de armas suficientes. Pero bueno, se obtuvo lo más importante, la posibilidad de que unos castigaran a otros de igual a igual sin la molesta intromisión de las leyes obtusas que impiden a la policía dar palo y palo (gracias García Pintos) a chiquilines de 13 años.
La aplicación de la misma resultó tan satisfactoria que Pedro empezó a carburar diferentes alternativas para los conflictos sindicales, salariales, comunales, raciales y hasta existenciales, mas su marchita mollera no logró ensamblarlas debidamente y se desperdició un enorme talento. No por esto su figura declinó en años posteriores, todo lo contrario, pudo dar un golpe y alcanzar la presidencia como manda la tradición familiar, pero esto no se tradujo en mejoras sustantivas del código penal, excepto por la Ley de Caducidad Eterna que aprobó antes de abandonar el cargo. El legado más importante del período fue la recuperación de su apellido, que su hijo debió suprimir tiempo después reeditando el ciclo B. Pero estos son detalles que no interesan a nuestra historia.
Los liceales ya no tenían que preocuparse por los robos y las agresiones puesto que eran custodiados por sus propios agresores, a los que podían desafiar legítimamente a pelear en la azotea, cual Bruce Lee en su Hong Kong natal. Esto tuvo como resultado, además, la liberación de policías al pedo para enfrentarse a sus correspondientes hostigadores, pero en esta área el efecto no fue tan positivo como se esperaba debido al poder superior de los delincuentes, en mejor forma física que los sedentarios guardianes del orden. En cambio, entre los jóvenes el desarrollo físico suele ser similar a esa edad, pero incluso cuando no es así, el uso de tretas descalificadoras está mejor visto que en el caso de los adultos, que enseguida piden refuerzos o sacan el bufo, desvirtuando el combate.
Tan exitosa resultó esta disposición que, por recomendación de las autoridades de primaria, se extendió también a las escuelas, donde pronto pudo verse luchas casi tan emocionantes como las que ofrecían los mayores. Germán Rama aplaudió la disciplina que sus métodos no habían conseguido imponer, a pesar de la semejanza que esta reforma mantenía con la suya. Los padres se adaptaron a la nueva situación con cierto recelo en un principio, pero luego de ser retados a medir fuerzas por sus hijos (ahora mucho mejor preparados que ellos) se dejaron de romper las bolas. En todo caso debieron reconocer que la lucha callejera los capacitaba mejor para el futuro de miseria y desigualdad que los esperaba que las viejas competencias académicas.
Pero una excelente idea puede degenerar en muchas formas, y esto fue lo que sucedió con la efectiva reforma de Pedro. Para empezar, la riña es un fenómeno bastante azaroso, que con frecuencia deriva en resultados imprevistos para sus practicantes e instigadores. Además, acostumbra ocupar todo el tiempo disponible del adolescente, restando importancia a los estudios, motivo original de esta norma, al menos formalmente. Por otra parte, no es raro que los contendientes sufran la pérdida de valiosos componentes tales como un finger (o varios) piezas dentales y, Dios no permita, una vista, costosos de reparar y cuyo peso recae sobre las cuentas públicas.
Pero lo que en realidad condujo al abandono de este sistema fue la simple corrupción del mismo, al entrar en juego fuerzas completamente ajenas a los propósitos iniciales. Tenfield, siempre atento a las manifestaciones masivas del ávido público, compró los derechos de transmisión de los combates juveniles, que vendió a canal 4, uno de los mayores impulsores de las causas de Pedro. Paco Casal, propietario de los derechos del fútbol, básquetbol, carnaval, quilombos, trata de blancas (y negras eventualmente) y venta de choripanes, propuso algunos cambios para transformar en algo redituable el incipiente negocio: las azoteas de los liceos debían ser cercadas; se suministrarían árbitros profesionales de nivel internacional, como los que juzgan a Chris Namús; se instalaría un quilombo en el primer piso, con las profesoras ejerciendo la prostitución (sí, esto no era una novedad, ya sé) y se colocarían puestos de choripanes atendidos por Francescoli y Gutiérrez, armados con sendas pistolas para evitar la presencia de Gabito.
Llegado a este punto, el proceso se había acercado tanto a un liceo pre-reformado que se juzgó inútil profundizar la experiencia.

Las cenizas de Olaf

Hold onto my hands, I feel I’m sinking, sinking without you (The Cranberries. When You are gone)

Olaf llegó a la costa arrastrado por vientos salvajes como jamás había visto en su vida de pescador. No le preocupó mayormente este traslado, ya que se encontraba al final no sólo de su vida de trabajo sino de su viaje vital, y Noruega o cualquier otra parte servían del mismo modo a ambos fines. Las travesías confluyen para los pescadores, cuyo retiro consiste en un funeral vikingo navegando en su barca, y él lo sabía desde el primer día, como sabía ahora que el último día estaba tan próximo como Østfold de Akershus.
Su padre le dio un único consejo antes de lanzarlo al mar por primera vez: «Norge om nordiska medborgares rätt att använda sitt eget språk», que puede traducirse como: «La muerte, ese es nuestro oficio. No lo olvides nunca. Matamos para vivir, y así ha sido siempre para nuestro pueblo por generaciones. No dudes en hacerlo, sea un pez, un lobo o el animal más despiadado y cruel de todos: el hombre. Tú no tienes parientes ni amigos, tienes una barca para proveer tu sustento y un alma vikinga para asegurar la integridad de la barca. Ella es tu compañera en tierra y mar, cuida de ella y ella cuidará de ti. Ahora debes partir, pero antes debes cumplir tu deber de hijo… de hijo de puta, pero hijo al fin. Mátame, hereda mi barca y ofréceme un funeral que honre y respete nuestras tradiciones. Adiós» (la repetición de los pronombres es un tema de la declinación, no del idioma sino del noble pueblo noruego) Olaf colocó a su padre en la barca del homenaje, encendió el fuego y la impulsó hacia las heladas corrientes fiordicas que un día harían lo mismo con él.
De esto hacía muchos años ya, tantos que Olaf apenas recordaba el momento, aunque al acercarse su hora estas imágenes ocupaban sus sueños y vigilias con mayor frecuencia, a pesar de que aún se sentía fuerte para hacerse a las aguas cada mañana junto con el sol que lo arrastraba tras de sí. Olaf no tenía un hijo que hiciera por él lo que él hiciera por su anciano padre, de manera que tenía que proveer su propia ceremonia de pasaje a la tierra de Hela, y para ello debía tomar los recaudos necesarios desde ya. Por esa razón llevaba en la barca, además de los instrumentos de pesca y seguridad, una antorcha inmortal resistente al agua, capaz de iluminar el camino de la Muerte cuando esta decidiera que el momento había llegado. La antorcha, a su vez, debía ser la encargada de iniciar el fuego sacro que envolvería la embarcación convirtiéndola en un ataúd apropiado. Olaf sabía todo esto gracias a los discos de Burzum y Mayhem y no a su padre, menos versado en mitología y rituales noruegos que Chuck Norris en literatura anglosajona del siglo XV.
De su tierra había traído, junto a los implementos de trabajo, el inclemente ají nórdico conocido como Hvis, que rápidamente floreció como la quema de iglesias en torno al círculo del black metal. Esta hierba más mala que el mismo demonio (el ají, no el black metal) se transformó en su segundo medio de subsistencia (o tercero en las épocas de auge del metal extremo, cuando importaba discos de su patria para consumo de los pescadores más radicales; a propósito de esto, es conveniente recordar la oleada de paganismo que se propagó acompañada por las llamas en la costa allá por el ’97, obra de esta música satánica y de los pescadores ebrios que la adoptaron como sustituto del culto católico -o de pendejos al pedo con una botella de nafta, según otra versión igual de sostenible-)
Sus noches estaban ahora pobladas de ídolos ígneos e indignos que traían informes ignominiosos de un inframundo que lo invitaba a inclinar la cabeza y someterse a su destino con indiferencia y desdén imposibles. Los tormentos despertaban en su lecho junto a él y lo acompañaban adheridos a los últimos retazos de sueño, rumbo a la costa. Parte de la provisión diaria era alguna comida sazonada con aquellos ajíes indocumentados que pegaban más fuerte que el martillo de Thor.
La semana empezó con buena pesca, pero para el martes había declinado a un puñado de cangrejos y tres dientudos que vendió a cambio de una carpa llena de espinas (pésimo negocio si me preguntan) Los malos presagios se veían agravados por la recurrente visita onírica de las figuras más espantosas que conocía, aquellas depositadas en la niñez por un padre imprudente como luchador de sumo de 50 kilos. Las llevaba con él a todas partes como un elemento más de su equipo, carnada quizá para algo que no quería atrapar conscientemente pero que de todas maneras nadaba bajo las turbias aguas de su intimidad más profunda y que eventualmente saldría a la superficie. Y ese momento incierto parecía más próximo que nunca.
El miércoles, gracias a una excelente dotación de ajíes, consiguió sacar un esquivo pez jalapeño con chile y guacamole, que vendió al instante a buen precio. Esa noche las alucinaciones remitieron y se levantó con los primeras rayas del jueves. Sí, rayas y no rayos dije, puesto que lo que lo sacó de la cama fueron unas de esas tremendas criaturas llevadas a su lecho por cortesía de un tifón local devastador, que barrió con el resto de los pescadores de la zona. Ese día no pudo hacerse a la mar aunque la mar se hiciera a él. Olaf sabía perfectamente que eso no cuenta para el balance, lo que le dejaba un solo día para justificar su permanencia en la tarea atrapando algo de valor singular o sería retirado, lo aceptara o no. Al atardecer llamó a su amigo Karalambos para que lo ayudara a preparar las redes con particular esmero. Por un momento se le cruzó la idea de atrapar a Karalambos en las redes y ofrendarlo al Dios correspondiente, pero comprendió de inmediato que aquella trampa infantil era inútil. Bebieron unas copas y comieron ajíes con chile, lo que a su vez demandó la ingestión de más alcohol.
La madrugada del viernes despertó con un severo malestar gástrico, una profunda preocupación metafísica y una acuciante necesidad de explicar al griego hereje la urgencia de la ocupación. Pero Karalmbos parecía haber entendido todo por su propia cuenta, o se hizo bien el gil y salió rajando antes que la desgracia lo alcanzara también a él. Olaf lo halló tirado afuera cuando se iba, en pedo como no podía ser de otra manera. El griego había escapado sin alejarse de la choza, en un alarde de lucidez envidiable. Para Olaf era demasiado tarde, incluso para dilapidar un par de minutos cobrando justicia al helénico traicionero. Le infligió la maldición noruega de la desdicha (infalible a juzgar por los registros) y partió hacia la playa.
El mar estaba revuelto tras la tormenta; un agua marrón con espuma formaba remolinos burbujeantes que devoraban trozos de junco y ramas como si fueran su alimento natural. El viejo no tenía duda de que en esas condiciones la pesca era imposible, y aún sin esperanza, remontó el bote sobre las sucias olas para internarse en la inmensidad opaca. Cerca del mediodía comenzó a sentir hambre y rebuscó en procura de algún ají con algo. La noche anterior había sucumbido a su violencia pero eso ya no importaba; todo a su alrededor era testimonio de la violencia creciente de los elementos y él mismo era parte de ese orden y ejecutor de sus leyes. Comió con ganas, sin detenerse a pensar en otra cosa, disfrutando de la pausa como si todo lo demás también se acogiera a ella. Después del almuerzo volvió a los implementos de pesca, pero no había nada en ellos que indicara que su suerte habría de cambiar, y se recostó bajo el fuerte sol de una tarde húmeda posterior a la tormenta. Despertó cuando el sol estaba cayendo, justo a tiempo para sostenerlo e impedir que se precipitara sobre la barca. El malestar brotó de sus entrañas con furia y cesó casi al instante. Olaf comprobó que las redes no alojaban ningún pez. Otro feroz arrebato estomacal reclamó su atención, pero esta vez se presentó acompañado de una llamarada rojiza que iluminó la embarcación casi a oscuras. La claridad alcanzó también el entendimiento de Olaf: el plazo había terminado y sufría de combustión humana espontánea. No sabía si una cosa era consecuencia de la otra, no importaba ahora; los ajíes habían hecho el camino desde su tierra junto a él que, falto de descendientes que cumplieran la obligación final, habían florecido en el nuevo suelo y alimentado sus últimas ilusiones antes del descenso definitivo. Olaf se estiró en la cubierta sin intentar combatir las llamas que se extendían a la barca desde su cuerpo. Una imagen, el destello de la embarcación de su padre desapareciendo en las aguas, pasó fugazmente ante sus ojos en el último segundo.