Herr Santiago

Santiago se levantó antes de que sus párpados despertaran, se dirigió al baño ayudado por las primeras luces de la mañana y se paró frente al espejo. Se disponía a afeitarse y para ello sacó del estuche la máquina eléctrica, buscó con los ojos de los dedos la crema en el pequeño armario debajo del lavatorio, la extrajo, quitó la tapa con un movimiento automático y colocó una capa de espuma blanca sobre el blanco de su cara poblada de brotes oscuros. Recién entonces abrió los ojos para comenzar la operación, pero la mirada se desvió un momento de la superficie nevada hacia un sendero que conducía desde el inicio de la frente hacia el interior de la cabeza, entre curvas y contracurvas de territorio desolado. Fijó la atención en el detalle, olvidando la tarea anterior; examinó el hallazgo con cuidado de antropólogo en la garganta Olduvai, y pronto descubrió que la calvicie, que no se había anunciado, ocupaba la zona como un invasor silencioso.
Se rascó la cabeza y su mano trajo de regreso un atado de cabello abatido por el agresor; monteador experto, aquél había procedido con rapidez, trabajando quizá por la noche para derribar los saludables ejemplares que ya no volverían a crecer.
Santiago pensó en la madurez y sus manifestaciones físicas, que reclamaban la compañía de una correspondiente organización emocional para la que no se había preparado. Era viejo; no, no viejo, maduro, esa palabra que la hipocresía ofrecía a cambio a los sorprendidos recién llegados que no terminaban de comprender la situación. «Santiago, sos un hombre maduro», pensó. ¿Maduro para qué? ¿Para que se alimente la muerte? Yo estaba verde hasta ayer nomás, hasta hace un rato, cuando dormía despreocupado sin pensar en estas cosas. Y ahora, así, de repente, y no producto del pensamiento sino de un manojo de pelos, soy un hombre maduro. No era justo, y decidió ganar tiempo para asimilar el cambio, atrasar el reloj contando con la ventaja de conocer el futuro.
Apretó con ganas el dispensador de crema de afeitar, llenó la palma de la mano derecha con el vómito del recipiente y lo distribuyó en la superficie de la cabeza. Ningún rincón escapó a la erupción del espeso Vesubio, desparramado ahora por los cuatro puntos cardinales del cráneo atacado por la alopecia. Santiago recobró la juventud, o un sustituto plausible para eventuales observadores, con los ágiles movimientos de la máquina en un terreno sobre el que jamás había avanzado. Dilató la consideración del conjunto de inquietudes recién surgidas para el momento en que otras expresiones trajeran una vez más el fenómeno a la superficie; ya se había hecho la hora de ir a trabajar.
Guardó la pelada debajo de un gorro de lana favorecido por el clima; nadie entre los pasajeros habituales del ómnibus advirtió la presencia de un nuevo Santiago en gestación. Él, por su parte, que aún no había atravesado la frontera, consiguió mantener el secreto, que incluso no acababa de afirmarse en su interior. Ya en el trabajo descubrió la obra de aquella mañana, el indicador de la bifurcación en el camino, que algunos compañeros se detuvieron a contemplar, ignorantes de que sólo apreciaban el cofre y no el contenido. Hubo risas y bromas y luego todos volvieron a sus ocupaciones; Santiago había establecido el primer tramo de la ruta que se aprestaba a seguir construyendo, aún cuando desconocía el modo en que lo haría.
Cerca del mediodía, cuando estaba por salir a almorzar, lo llamaron del Departamento de Importaciones. No sólo no frecuentaba la oficina sino que conocía apenas de vista a quienes la gestionaban; no tenía idea de para qué podían necesitarlo. Golpeó y, sin esperar la respuesta, abrió la puerta de vidrio corrugado que ocultaba una figura voluminosa de la que sólo vio el contorno:
– Santiago, amigazo, adelante, pase.
– ¿Me necesitaban? Estaba por salir a comer- Santiago sintió el impacto de la luz brillante y desvió la mirada; la pelada de su anfitrión era la responsable de la molestia.
– Es una pena que en una empresa tan grande uno no tenga la oportunidad de conocer, conocer de verdad, a todos sus empleados. Claro que sé quién es ud. y estoy al tanto de su desempeño, pero me refiero a otra cosa, cosas como las ideas que sustenta, los valores que practica, esas cosas, ¿entiende, amigo? -Santiago miró desconcertado; los ruidos del estómago se imponían y sólo le permitían pensar en una conversación rápida y formal para retirarse cuanto antes.
– Tiene razón, es una lástima, pero ¿le parece que el mejor momento para discutirlo es la hora del almuerzo? Si me permite…
– Sí, sí, es verdad, lo estoy demorando. Hagamos una cosa: mis amigos y yo nos juntamos todas las semanas en un saloncito que tengo en casa. ¿Qué le parece si el jueves se da una vuelta y hablamos más distendidos? Acá tiene mi dirección – le extendió una tarjeta personal de la pequeña montaña ordenada que había sobre el escritorio.
– De acuerdo, nos vemos el jueves entonces- dijo Santiago mientras guardaba la tarjeta en la billetera y giraba para retirarse.
– Ah, si le parece bien vaya vestido de negro. No es obligación pero preferimos cierta uniformidad. El espíritu de comunidad y todo eso- agregó el otro.
– Bien, no hay problema.
No volvió a cruzarse con el encargado de Importaciones durante la semana, y tampoco volvió a pensar en la invitación del jueves hasta que llegó el día. Esa mañana dejaron en su escritorio una nota autorizándolo a retirarse más temprano. No tenía ganas de asistir al compromiso pero le gustó el gesto de su jefe y decidió aprovechar la oferta y salir más temprano. Caminó un rato distraído, mirando vidrieras rumbo a su casa; en una de ellas vio una camisa negra muy elegante que compró en honor al tiempo libre que estaba usufructuando. Descansó alrededor de una hora y luego se dirigió a la dirección señalada en la tarjeta. Desde la vereda podía escucharse la música, pero no del tipo que suele animar las fiestas de amigos o compañeros de trabajo, sino una especie de himno épico con palabras en un idioma que no lograba reconocer. Tocó el timbre y casi de inmediato, un pelado vestido de negro se presentó como la imagen en un espejo. Le entregó la tarjeta y éste lo hizo pasar. Lo primero que convocó su atención fue el águila imperial ubicada al fondo, sobre un estrado; detrás de la misma, una bandera roja con un círculo blanco en el centro exhibía la cruz inconfundible que le produjo tantas sensaciones confusas. No se alarmó, no era eso lo que sentía, pero de algún modo tenía que incorporar aquellos datos que no formaban parte de su visión habitual.
– ¡Santiago, está acá! ¡Y se acordó de la ropa!- dijo el gordo de Importaciones- Venga, le voy a presentar a algunos amigos, sírvase lo que guste. ¿Te puedo tutear?- «Sí», pensó Santiago, «y espero que también tutees al jefe de Inteligencia cuando te denuncie mañana, facho de mierda».
– Sí, tuteame. Y a propósito, ¿cómo te llamás?- no se le había ocurrido leer el nombre en la tarjeta.
– Pedro. Espero que te sientas cómodo, andá a juntarte con la gente que vas a ver que te caen bien. Acá somos todos iguales, el que se destaca es porque se gana el respeto de los demás, por ninguna otra razón. Y otra cosa: nosotros no estamos en contra de nadie, estamos a favor; a favor de lo que es mejor, de la jerarquía natural, que es la más sabia, y de los valores auténticos, que son eternos y no dependen de las opiniones ni de las decisiones de iluminados bienintencionados. Pero vos eso lo sabés tan bien como yo, por eso estás acá. Andá a divertirte.
Santiago no dejó que el rechazo que sentía le impidiera participar; habló, rió, bebió, invitó a una chica a salir, cantó en alemán por fonética y escuchó el discurso del líder que cerraba la conferencia.
Al otro día, como para cerciorarse de que en realidad había visto y oído lo que recordaba con vaguedad, llamó a su amigo Ricardo para contarle la historia y de esa forma volverla objetiva al sacarla de sí mismo.
– ¡No sabés lo que me pasó anoche! No sé ni por dónde empezar a contarte. Resulta que el otro día me voy a afeitar y cuando me miro en el espejo, veo que tengo una entrada en el pelo… no, pará, dejame contarte. Ni la pensé; antes de quedarme pelado me rapo yo, dije, y en lugar de afeitarme la barba me afeité la cabeza. Entonces en el trabajo me llaman de una oficina con la que no tengo nada que ver, voy, el loco me invita a una fiesta, agarro y voy, y ahí viene lo interesante: ¡son neonazis! ¡Skinhead! ¡Me habían confundido con uno de ellos! No sabés, todos de negro, rapados, y ‘ta, qué iba a hacer, seguí pa’delante. No, no los denuncié todavía… ¡claro que no soy facho, la puta que te parió! Nos conocemos de toda la vida, bo’. Pero ya que estoy adentro y creen que soy uno de ellos, les voy a seguir la corriente hasta que pueda. Voy a tener cuidado, sí. Cualquier cosa te aviso. Sí, no te preocupes, yo te llamo.
Se sintió aliviado, respaldado, luego de transferir el tema a un amigo de confianza. Estaba determinado a continuar la farsa hasta donde pudiera, de todas formas, nadie sospechaba nada y cuanto más lejos llegara más información podría reunir. Comenzó a notar ciertos cambios en el trabajo, ciertas concesiones, privilegios que, aunque no eran otorgados explícitamente, tenían un origen evidente. Santiago se sabía inmune a estas formas de corrupción, y por eso mismo disfrutaba de ellas sin la culpa de aceptarlas junto a lo otro, aquello, que estaban separados por un muro formidable en su interior. Siguieron también las fiestas de los jueves, y las charlas sobre temas que desconocía, en las que asentía casi sin decir palabra, y otras invitaciones que declinaba y aceptaba alternativamente para no parecer complaciente en extremo ni antipático a los ojos ajenos. Y por último vino Frieda, Frrieda, con la «r» acentuada, la muchacha tan simpática a pesar de su nacionalsocialismo, tan inteligente, tan vital, tan inmundamente fascista, la que siempre tenía un chiste sobre judíos y Zyklon B en la punta de la lengua y que cada vez estaba más cerca de él, cosa que a Santiago no le importaba demasiado. Ella podía cambiar y él podía ayudarla a hacerlo, y esa le pareció una causa más noble que abandonar a la chica a las necedades de la supremacía aria y ocuparse solamente de él.
En los encuentros en casa de Pedro, Santiago fue volviéndose más popular con el transcurso de las semanas, en parte gracias a su vínculo con Frieda, pero en buena medida gracias a sus condiciones personales, que se habían relajado lo suficiente como para que pudiera cantar con convicción y deslizar de cuando en cuando un chascarrillo racista de los que antes lo ponían en guardia. De cualquier modo sólo había adoptado las disposiciones de la farsa, y sin ellas no había farsa convincente, pensaba Santiago cuando se planteaba la cuestión. Un paso fuera de la senda no significaba que se desviase del camino, y él no tenía intenciones de hacerlo, nunca las había tenido. Mientras el perro supiera quién era el amo, podía dejársele morder el hueso un poco más.
Santiago se sentía dichoso, satisfecho; toda su vida estaba en orden, un orden nazi-fascista pero orden al fin. Había encontrado el amor en Frieda, la camaradería en los muchachos del sótano y el reconocimiento en su empleo, pero sobre todo, estaba convencido de que podía prescindir de todo ello cuando lo dispusiera, y en esto consistía la prueba definitiva de una personalidad íntegra.
Una nota, procedimiento que se había vuelto habitual, llegó a su despacho el miércoles: «Querido Santiago: esta semana tenemos una sorpresa muy especial para ti, que esperamos aprecies y honres tanto como a nosotros nos honra otorgártela. Esta comunicación responde a nuestro deseo de que afrontes el momento como un deber y una responsabilidad. Conocemos tu capacidad, por tanto, no dudamos que mañana nos harás sentir orgullosos de la decisión que tomamos en común. ¡Y no olvides vestir el uniforme! Tómate el día libre para meditar». Sí, para meditar, pensó Santiago; para denunciarlos por fin, para caer con una unidad especial de la policía y disfrutar viendo cómo los meten en cana y recrean Auschwitz con ustedes, para verlos derrumbarse como la montaña de basura que son, para eso no necesito tiempo, necesito hacer un par de llamadas y nada más. O para llevar a mis amigos y hacer justicia de la forma que les gusta a ustedes, por fuera de las instituciones, al margen de la legalidad, con palos y cadenas.
Se fue a su casa a esperar el jueves. Resolvió no avisar a nadie, de pronto impulsado por una curiosidad que no se atrevía a confesarse, cubriéndola con la persuasión de que se trataba del último episodio y que entonces sí, todo acabaría. La noche del jueves se presentó vestido con el uniforme gris que le habían regalado en algún momento y nunca había usado, las botas de cuero impecablemente lustradas, la gorra rematando el conjunto, el sudor intransigente que presagiaba lo que Santiago se negaba a admitir.
La fiesta transcurrió como cada semana, nada en el ambiente anunciaba un desvío en los patrones que obedecían desde el principio, hasta que se apagaron las luces y sólo quedó iluminado el estrado con su águila y la bandera. Pedro llegó a él desde algún lugar protegido por las sombras; su calva se instaló bajo el reflector e imitó la facultad de emitir luz de aquél; todos se quedaron en silencio. Dirigió un breve discurso a sus correligionarios, en germano antiguo, exaltando las virtudes del nuevo compañero, enfatizando su lealtad a Frieda y a las ideas que los impulsaban, su devoción a la cruz y al águila, a la tradición y al pueblo, el volk, la nación unida por la sangre pura. Entonces invitó a Santiago a subir a la tarima y, cuando lo tuvo a su lado, con los primeros acordes de Deutschland über alles sonando, saludando con el brazo en alto, llamó a vitorear al nuevo Führer.
Santiago quedó paralizado un instante. Luego, alzó su mano y pronunció las palabras que serían seguidas por una ovación interminable: ¡Sieg Heil!