La caries

Daniel estaba desparramado en el sillón algo incómodo del living, mirando una película donde el héroe rescataba a su esposa, secuestrada por un terrorista islámico/traficante de drogas marxista/latino/pichi mediante una explosión nuclear que arrasó un poblado de chabolas, cuando sintió un pinchazo en la muela. En el primer momento pensó que se trataba de un efecto de la tremenda acción que se desarrollaba en la pantalla y lo ignoró, pero luego de que el musculoso arruinara la fuente de agua de la población rebelde, el dolor se repitió.

Daniel se incorporó, fue al baño, revolvió el botiquín, encontró una pastilla suelta que juzgó más promisoria que cualquiera de las envasadas y se la tomó con un trago de agua de la canilla. Asco. Al regresar frente al televisor, el ofendido marine escapaba con su esposa pateando como balones a los niños negros hambrientos que pretendían devorarlo en un holocausto caníbal y vengar el ataque a su villa. Apagó el aparato y se concentró en el proceso del dolor, que seguía incrementándose exponencialmente con el transcurso de los minutos; entonces llamó a la dentista y agendó una cita para la mañana siguiente. Por si acaso, antes de acostarse se recetó otro medicamento de interesante color y consistencia.

Alguna de las drogas (no todas procedentes del botiquín) surtió efecto: Daniel se durmió más allá de la hora convenida con la dentista, y además descubrió que el sufrimiento era aún más terrible que la noche anterior. No había tiempo para medicarse; llamó a un taxi y, durante el viaje, buscó alguna excusa más convincente que la adicción farmacológica para el retraso, pero no halló ninguna y optó por hacerse bien el boludo. Sin embargo, al llegar se encontró con que otro paciente había ocupado su lugar, de modo que sólo podía sentarse a esperar su turno y padecer los ataques que, cual terrorista secuestrador islamofascista, la caries descargaba en su maltrecha encía.

La sala de espera, vitral alto, puerta también de vidrio (en este caso ahumado) al fondo de un pasillo y el, suponía, consultorio frente a él, estaba bien iluminada, por lo que Daniel retiró una revista de la mesita que, con sus tres patas breves como la vida de un terrorista inmoral, no podía escapar del acoso de los clientes que apoyaban sin escrúpulos sus pies encima de ella. Sí, como el marine que pone sus botas militares sobre la corrupción generalizada de los habitantes de la periferia. De pronto, Daniel escuchó un quejido, algo como una exhalación, el registro de una sensación primaria. Se examinó a sí mismo para corroborar que no era una reacción involuntaria de su cuerpo al dolor; no lo era. Buscó el origen. ¿La mesita? ¿La estaba pateando? Sí, la estaba agrediendo, pero no era la clase de objeto que emite un sonido en respuesta a eso. No oyó nada más y continuó la lectura, ya que la vida de la vedette prostituta letona (terrible letona según dejaban entrever las fotos, por cierto) también resultaba intrigante. La joven, actriz de escasa capacidad interpretativa y más que cuestionable poder intelectual, por alguna razón no del todo clara, había terminado al frente de la empresa petrolera estatal anteriormente controlada por el Buró Político del Partido Comunista Letón. El hecho de que hubiera mantenido relaciones sexuales con todo el aparato de gobierno fomentaba las especulaciones de la prensa y los opositores, y todo este intrincado mecanismo de traspaso de propiedades lograba que Daniel olvidara el sufrimiento que lo había llevado allí.

Y de repente, el grito. Esta vez no podía esconderlo detrás de los sucesos de la Federación Rusa. O él estaba gritando por alguna cavidad desconocida o el otro paciente la estaba pasando muy mal. Bajó la revista, alzó los oídos y allí estaba una vez más, un gemido, un lamento. Daniel no conocía a la profesional, tenía el teléfono gracias a un volante repartido en el barrio, y pensó que eso era una enorme contrariedad, una gran imprudencia; quién sabe dónde había estudiado, a cuántos habría mutilado para lograr esa posición; se le ocurrió que podía tratarse de una situación análoga a la de Letonia, el intercambio espurio de favores, tráfico de influencias, en fin, esas cosas que el marine combatía en las películas antes de que se extendieran y perjudicaran a un Juan Pueblo como él. Recordó que la Universidad, aunque no el país, estaba regida por el comunismo marxista, y empezó a pensar que esas tramoyas que hasta hacía un momento le eran tan ajenas podían estar ocurriendo justo en sus narices. Justo en su muela, mejor dicho.

Daniel se estaba poniendo nervioso, no podía concentrarse en la página, cada palabra se relacionaba con su caso, la vedette letona, los favores sexuales, la dentista, el vínculo del comunismo, la gran película de la noche anterior, todo coincidía, todo tenía sentido para él; el dolor había comenzado durante la película, eso lo había conducido a la odontóloga, en el consultorio se había topado con la revista (que por algo estaba allí, para advertir a los más lúcidos, pensó) y entonces los gritos, la tortura troskofascista para obtener sus bienes, el engaño, la extracción de una firma bajo compulsión (alguien que tuviera acceso a su boca lesionada fácilmente podía hacer que firmara cualquier cosa) y quién sabe qué más, la más siniestra mala praxis médica de que tuviera noticia, algo que ni siquiera se podría denunciar dado su alcance increíble.

El otro gritaba como si ya no resistiera más, y Daniel estaba decidido a rajar de allí como fuera, por puerta, ventana o banderola, pero no veía el modo de hacerlo. ¿Y luego qué? ¿Pedirle disculpas, explicarle que se le había pasado el dolor, que había acudido a otro colega? ¿No serían todos como ella? ¿Hasta dónde llegaban los tentáculos de la subversión?
El hombre gritaba, gemía, rogaba, todo a la vez, y Daniel lloraba por su mala suerte, por haber descubierto de la manera más inocente la mayor conspiración terrorista de la historia, y sobre todo porque no podía hacer nada para detenerla, si tan solo fuera como el marine que salvaba al mundo libre sin ninguna dificultad.

Oyó un largo gemido, y luego, silencio. Inquieto y curioso a la vez, se acercó a la puerta, la empujó apenas y logró ver lo que pasaba sin que nadie lo advirtiera: la mujer se abrochaba la camisa y el hombre los pantalones. Daniel sintió un dedo en su espalda, que lo llamaba; la dentista lo invitaba a pasar al consultorio, situado justo al final del pasillo.