444: The number of the beast

Almendras, informado de que por fin había ocurrido, no pudo ocultar la enorme sonrisa mientras corría al móvil para hacerse a la calle cuanto antes. Dada la situación, o al menos la presunción de estar frente a lo que por tanto tiempo habían esperado, el canal no escatimó la cantidad de cámaras y equipos puestos a disposición del operativo.
Según el anónimo, buena parte del centro ya había sido tomado y estaba bajo control del sujeto social posmoderno más apreciado por canal 4: menores marginales drogados, delincuentes de nuevo tipo, deshecho humano, en resumen. El bigote de Almendras, como el perro de Pavlov, se humedeció producto de la baba que escurría por la comisura de sus labios; sus ojos, funcionando a modo de cámaras, escrutaban el horizonte en busca de una señal de la masa lumpen derramándose por las calles de Montevideo.
La camioneta se desplazaba a toda velocidad hacia el punto indicado, girando velozmente en las esquinas sin tomar ninguna precaución. Vilar, desde estudios, semi desvanecido, apenas era capaz de presentar los crímenes insignificantes que, comparados con la primicia que su imaginación acogía, eran lo que un choque de bicicletas a un desastre múltiple carretero.
Por fin Almendras hizo contacto ocular. La baba rabiosa surgió de la boca contra su voluntad como un volcán en erupción; aquello era mejor de lo que cualquier testimonio podía haber adelantado. El recuerdo fugaz de 2002 lo asaltó como un pichi lleno de pasta base a un autoservicio sin 222: miles de planchas avanzando a los tumbos debido a las drogas destruían y vandalizaban todo a su paso, ¡sobre todo a los transeúntes! El espectáculo de mutilación y sangre era ciertamente lo que canal 4 había estado esperando en vano por años, llenando horas y horas de programación con pequeños robos y arrebatos con la esperanza de que un día sucediera. Ahora estaba sucediendo y era como si la mente creativa de un guionista del canal lo hubiera escrito, pero los detalles superaban cualquier cosa que las noches solitarias de un jefe de informativos salvaje pudiera concebir. Indigentes, miles de ellos, sin ningún motivo (nada que explicar, pues), ejercían la violencia a discreción y ni siquiera se apoderaban de los objetos que en otro momento habrían justificado semejante conducta. Esta era una manifestación de irracionalidad perfecta, síntesis de la belleza aristotélica en la sociedad posindustrial, hecha a la medida de un noticiero neutral cuyo propósito es oficiar de medio entre las imágenes sin editar y el espectador ávido de ellas.
Almendras los contempló desde el móvil pero no pudo resistir el impulso primitivo que anima al periodista a confundirse con la masa bárbara y se entregó a ellos, micrófono en mano, para absorber de primera mano las declaraciones espontáneas de los protagonistas. Ya en la calle, la orgía de sangre nubló su razón dotándola de una felicidad que un triste cronista no suele experimentar; planchas, planchas por todas partes, peinados exóticos de colores brillantes, championes marca Nike y gorras por doquier cubiertas con la sangre de inocentes comerciantes de clase media ofreciéndose en cuadros capturados, como los adolescentes imputables, en alta definición.
Vilar extasiado pedía más planos de niños desmembrados, que por suerte Almendras recogía a cada paso sin olvidar los suvenirs para los compañeros. Mientras tanto, un sociólogo convocado de emergencia encontraba difícil aclarar lo que estaban viendo; su conjetura se basaba en una nueva droga experimental obtendia por accidente, como hiciera Dee Dee Ramone en Rock ‘n roll Highschool; sin embargo, el Ministro del Interior no tenía mayor dificultad para hacerlo, enviando a todos los efectivos bajo su mando a reprimir la revuelta.
Se levantaron barricadas que pronto se descubrieron inútiles para contener la situación. Los policías, héroes del canal, también se convirtieron en víctimas de los desclasados. Un comisario cuya cabeza reposaba gentilmente al final de su macana traducía el estado de emergencia desbordante mejor que ninguna otra cosa (salvo quizá alguno de sus subordinados ajusticiado con igual exceso para satisfacción del embelesado Almendras, quien ya no distinguía entre amigos y enemigos del orden, atrapado como estaba en un sueño largo tiempo acariciado, como el niño que por fin consigue ser escupido por Cacho Bochinche y vuelve a casa con una sonrisa junto al gargajo que se descuelga, cual Tarzán, por su cara)
Los árboles lucían cuerpos destrozados como adornos de una Navidad temprana; los bebés eran los caramelos que servían de postre al festín bestial que se estaba desarrollando; las viejas se disipaban como papel arrugado en el viento; los jóvenes de bien eran el plato más suculento de la bacanal lumpen.
Vilar insistía en categorías que se estaban desplazando tan rápido como la masa por la cuidad, el fracaso del INAU, la falta de valores, la DROGA, así, destacando en el collage pero poco eficaz para abarcar los fenómenos que se posaban ante sus ojos. Como un brote imprevisto de una planta seca en otoño, la explosión del reactor apagado de Fukushima, un Tsunami surgiendo de una bañera sin agua, eso era lo que estaba ocurriendo, algo que ni la ciencia ni el sentido común tenían herramientas para interpretar. Peor aún, o mejor según se lo mirara, este desborde conceptual que había capturado a la audiencia como un secuestrador armado se dirigía hacia Paraguay y Tajes.
Se montó un dispositivo especial de transmisión en medio del holocausto; el satélite se destinó a este solo efecto, se canceló toda la programación (si es que algo quedaba para entonces fuera de los informativos casi permanentes) y cada cámara y micrófono fue asignada a este hecho definitivo. «¿Por qué no escucharon a Pedro cuando se los advirtió, insensatos?», clamaba Vilar, reportero del apocalipsis, increpando a una audiencia nunca lo suficientemente comprometida con la baja de la edad de imputabilidad y la mano dura. Ahora la mano dura la aplicaban los pichis en represalia por la laxitud de un pueblo de guampudos cuya irresponsabilidad frente al delito los había colocado al borde del abismo, corriendo y con las suelas gastadas.
Todo esfuerzo fue estéril. Ya no quedaban fuerzas leales de ningún tipo en ninguna parte, y tal vez solo Vilar, quien durante años había sido el último baluarte del uruguayo honesto, resistía pese a la adversidad incontenible. Por fin llegaron al canal. Almendras se abrió paso hacia el Centro Montecarlo de Noticias, convertido en refugio de Fernando y su escopeta de caño recortado, parapetado detrás de su escritorio y relatando en vivo la entrada de su colega.
Lamentablemente, aquella muchedumbre informe no procedía de donde siempre la había esperado canal 4, de los asentamientos, ni era un populacho miserable buscando revancha, sino que provenía del cementerio Central y estaba encabezada por el mismísimo Jean Georges Almendras, muerto hacía años en un procedimiento policial en el barrio Borro.

No hay enchufes en el paraíso

Cuando el nuevo integrante de la familia llegó a casa, Carlos sintió que por fin su dicha era completa, que había realizado todos los proyectos que se había trazado y que de allí en más podía entregarse al disfrute de sus logros. Prisionero de una esposa y dos hijos, la compra del reproductor de DVD tanto tiempo diferida se transformó en la única vía de escape que no involucraba la violación de alguna ley. Aunque hasta entonces lo había considerado un aparato bastante inútil, como su esposa, cambió de opinión cuando su amigo Daniel le regaló una colección de películas porno en ese formato (DVD, no esposa) y salió corriendo hacia el Necrociclo más próximo, comercio importador de artículos electrónicos con defectos inmensos y precios correspondientemente rebajados. Fue así como se hizo con un Onix tailandés armado en Filipinas por esclavos birmanos pagados con hojas de laurel y coquitos de palmera en estado de descomposición.
Carlos no podía esperar para introducir en él las copias ilegales XXX y dejarse arrastrar por el deleite artificial pero por eso mismo despojado de discordias que prometía, pero tuvo que irse a trabajar cuando volvió del Necrociclo. Su hijo se apoderó del aparato provisto de una cantidad absurda de capítulos de Pokemón 3D, Las Criaturas Convulsivas, popular caricatura oriental acusada de producir una ola de epilepsia y la fusión de la central de Fukuyima en su país de origen. Poco después, fue hallado por su madre petrificado frente al televisor y fue estéril todo intento de reactivarlo (el DVD). De esta incidente surgió el DVD oficial del sepelio del niño, filmado en alta definición por un amigo de la familia a un costo irrisorio de U$ 30.000 más gastos de envío. Carlos renegó de su mala suerte: en lugar de 2001 Teniendo sexo en el espacio, tendría que inaugurar el dispositivo con el bodrio del entierro del nene.
A la vuelta del cementerio dispusieron todo para ofrecer un ágape con proyección incluida, y en el preciso instante en que esta iba a comenzar, los presentes se retiraron a la cocina para servirse algunos licores que favorecieran la recepción del aburrido espectáculo. La hija de Carlos quedó a cargo del DVD, y cuando los invitados volvieron a la sala, el único espectáculo visible era el cadáver de la muchacha arrollado en el piso, con los miembros rígidos en posición de difunto recién salido de fábrica. Quiso la fortuna que esta segunda fatalidad se produjera en el lugar adecuado y la fiesta continuó como extensión de la primera, como cuando una operación de rutina se complica y acaba en una extracción de órganos.
Carlos se culpó en un primer momento por la negligencia que había demostrado, pero pronto olvidó el episodio ya que la vida sigue y no tiene sentido preocuparse de lo que no tiene solución, como el matrimonio y la muerte. Por eso mismo al día siguiente ya estaba trabajando con más ahínco, pensando en las nuevas adquisiciones que podría hacer, pensando también que todo aquello no había sido en vano al final de cuentas, y pensando por último en lo pajeros que habían sido sus hijos. Ahora se encontraba con una nueva oportunidad; quizá, tras este primer ensayo fracasado, podría hacer un par de hijos en serio, más parecidos a él y menos propensos a la dispersión lúdica. Había sacado dos limones en el tragamonedas genético; ahora tenía otra ficha para probar fortuna y esa también era una bendición. Ya tendría tiempo de pensar en eso con calma junto a su esposa, quien seguramente se hallaba aún presa del dolor por las pérdidas experimentadas (una baja directa y otra como daño colateral)

Sin embargo, la esposa de Carlos no le dio tiempo de accionar los mecanismos del destino, de poner en juego las estrategias del olvido para impulsarse fuera de una situación angustiosa y precipitarse por la empinada pendiente de la negación para terminar estrellándose en el verde prado de la desilusión. Porque, como decíamos, la mujer interrumpió este proceso en un arrebato de desesperación; tratando de evocar las imágenes de los días felices con los niños, hizo capturar en DVD los viejos VHS de las vacaciones familiares, y la quedó tratando de verlos. Carlos enfureció al enfrentarse a este nuevo difunto, y con ira descontrolada arrancó el Onix del toma corriente y salió disparado hacia el Necrociclo con él debajo del brazo, como un niño que hubiera cometido una travesura y se lo llevara a sus padres.
Llegó hasta el mostrador y, tirando el DVD sobre el mismo, gritó al empleado.
– ¡Los mató a todos, ¿entendés?!
– ¿Y yo qué quiere que haga, señor? Haga la denuncia…
– ¡Es un electrodoméstico, la puta que te parió! ¡¿Cómo querés que lo denuncie?!
-Digo que denuncie a la empresa si no está satisfecho con el producto, señor. Pero le informo que la garantía establece claramente que Necrociclo no se hace responsable por la eventual ola de muerte generada por sus aparatos. Mire, acá está.
– ¡¡Los mató a todos!! ¡¡Está fallado!!- gritaba Carlos furioso.
– Por lo visto sí; a ud. no lo mató.
– ¡Pero si serás….! Guacho atrevido… ¡¿no te das cuenta que perdí a mi esposa y dos hijos por culpa de esta cosa?!
– Si quiere se lo cambio, pero no le puedo ofrecer otra cosa.
– Está bien, dame otro.
Carlos llegó a su casa, se sirvió un whisky, preparó una picada y se dispuso, por fin, a ver algunas películas para distraerse de tantos problemas. Fue encontrado por la empleada la mañana siguiente, tendido junto al DVD.

Estimado Director de La República:

Yo, señor Director de La Reputísima… República, perdón, Federico Fasano Martens, tenía un kiosquito cerca de Tres Cruces, ¿me sigue? No me siga que le meto un cuetazo; estoy armado, he matado antes y no tengo ningún problema en volver a hacerlo. Le decía, señor Director de La Reputísima madre… La República, Doctor Federico Fasano Martens, que yo tenía un kiosquito cerca de Tres Cruces, en Juan Paullier y Sandokán.
Lo tenía prolijo, bien surtido; me costó un huevo mantenerlo, le diré, gracias a los impuestos que su gobierno «progresista» me encajó para regalarle la guita a los vagos faloperos que después me lo robaron. Porque me robaron, sí. No una, ni dos, sino ¡tres veces, señor director de La Reputísima madre que lo… La República, doctor Federico Fasano Martens! ¡Tres veces me afanaron! ¿Entiende? Y no me afanaron más porque cerré, no porque su gobierno «progresista» haya hecho algo para protegerme de los lateros a los que les regala la plata que me saca en impuestos para que después vengan a robarme.
Con el kiosquito iba tirando (sí, como los chorros cuando se alejaban después de robarme: tirando); mandaba a mi hijo a un colegio privado, el Clara Jackson, con mucho sacrificio; no quería que los tupas de su gobierno «progresista» le lavaran el cerebro en esas escuelas de guerrilleros que pusieron en lugar de los liceos de Rama; «no quiero que el gobierno te coja de parado como a mí con los impuestos para mantener vagos», le decía, hasta que un cura del colegio se lo cogió de parado. Ese es otro tema. Yo supongo que el cura era uno de esos tupas putos que ahora, gracias a su gobierno «progresista», se pueden casar y quieren hacer putos a la fuerza a todos los chiquilines bien. Un tapado, dirían en Maroñas. En fin, el botija ahora está con psicólogo porque quiero evitar que se haga puto como ud. y su gobierno querían; no le voy a dar el gusto, señor tupamaro Director de La Reputísima madre que lo recontra mil parió… La República, Doctor Federico Fasano Martens.
De pronto me vio en canal 4 después del último intento de robo, cuando decidí cerrar para poner un club de Pedro y juntar firmas para mandar a todos esos faloperos, que ud. y su gobierno financian con mis impuestos, en cana, donde deben estar.
Algo hay que hacer; entre los putos y el gobierno «progresista» al que sólo le preocupan los derechos humanos de los chorros y no los nuestros, los uruguayos honestos, no sé a dónde vamos a ir a parar. Bah, sí sé, como lo sabe también ud., puto reprimido, tupa, Director de La Reputísima madre que lo recontramilpariólaconchadetuhermana, Doctor Federico Fasano Martens: nos vamos a convertir, si ya no lo hicimos, en un asentamiento gigante habitado por faloperos putos y pichis, chorros, vagos, en fin, no sigo porque más me caliento.
¿Le parece justo? Mi hijo, un chiquilín que nunca tomó ni fumó ni aspiró ni se picó ni se endrogó con nada, un chiquilín que sólo iba de la casa al colegio y del colegio a misa y de misa a la oficina del cura director del liceo, ahora está con psicólogo porque un tupamaro puto se lo cogió. Yo, que toda la vida trabajé y pagué mis impuestos para que la policía me proteja, resulta que le estaba pagando la pasta base a los pichis que me robaron el kiosquito. ¿Esa es la justicia tupamara, la justicia de los pichis como me decía Pedro mientras me abrazaba cuando vino a inaugurar el club que pusimos en el local donde funcionaba el kiosquito? Bueno, permítame decirle que esa justicia se la puede meter en el culo, señor Director de la Reput… La República, Doctor Federico Fasano Martens. Yo y el resto de los uruguayos derechos, tan derechos como el brazo de Pedro (para señalar dónde están los pichis gracias a este gobierno, no entienda mal; ¡allá arriba están!) no la quiero.
Para finalizar, termino de contarle mi historia (sí, hay más): estoy preso. ¡Ah, cómo te pusiste, tupa, saltás como pelota de goma! Como tantos uruguayos honestos, ya que en su gobierno «progresista» sólo progresan los pichis, putos, vagos y faloperos, me vi obligado a hacer justicia por mano propia. Ocurrió el 31 de octubre próximo pasado, a eso de las 22 hs. Yo me encontraba sentado junto a mi hijo, mirando Telenoche 4 vigésima edición (un menor escapado del INAU, o puesto en libertad por su gobierno tupamaro, mejor dicho, había robado un comercio; eso me recordó mis experiencias y me puso en alerta) cuando sonó el timbre. Un menor de no más de 7 años, seguro fugado del INAU también, con el rostro cubierto con una máscara de Freddy Krueger, mostrando una bolsa, pretendió asaltarme al grito de «trato o treta», que estimo significa en dialecto plancha algo así como «la guita o la vida». Le pegué tres cuetazos y andá a cantarle a Gardel.
¿Ud. señor Director de La Reputa… La República, Doctor Federico Fasano Martens, no habría hecho lo mismo en mi lugar? Seguro que no, tupa puto defensor de los pichis.
Atentamente.
J.J.

Cardona

Abordé el ómnibus en la terminal; era de noche. Viajaba a Cardona a un casamiento: el mío. Me pareció que el guarda, al recibir el pasaje, me miraba con cierto aire de desprecio. Fui a ubicarme en mi asiento, el único en el medio de una fila de tres, en el centro del pasillo. A un lado tenía a una viejita, bastante simpática a juzgar por la sonrisa amplia que mostraba a todo el mundo; no la suya sino una robada seguramente a una chica más joven y conchuda; del otro lado, una negra grande comía sánguches de ojos que me miraban con asombro mientras eran deglutidos.
Cuando subió el conductor, que tenía un aspecto bastante desmejorado, nos pusimos en marcha. La vieja me preguntó dónde bajaba:
– En Cardona, en el kilómetro 181- dije.
– Cardona está en el 183, donde se separan las rutas 2 y 364- respondió.
– No, está en el 181, donde se abren las rutas 2 y…- pero no me dejó completar la oración cuando empezó a lanzarme todo tipo de insultos de lo más ordinarios. Yo tenía ganas de pelear, hacía tiempo que no entrenaba mis puños, que rápidamente adoptaron la posición de combate. Me arrojé sobre la vieja; el guarda tuvo que separarnos porque si no me mataba, me dio una paliza tremenda. Por suerte la cambiaron de asiento, de lo contrario no sé qué habría pasado.
Viendo a la negra comer se me despertó al apetito. Saqué mis sánguches de pelo comprados en la terminal; le ofrecí uno a la negra ya que la mirada en los ojos de su sánguche me conmovió, pero lo rechazó con el argumento de que el pelo se le metía en los ojos. Es cierto, eso suele suceder; si no fuera así, harían sánguches de pelo y ojos como de jamón y queso, todojunto. Hice la típica broma de colocar un sánguche sobre la calva de otro pasajero: nadie río y entonces me quedé quieto.
A todo esto, ya habíamos llegado a la zona de los puentes colgantes ondulados y empecé a sentir un malestar, producto de estas infames construcciones, con seguridad. Pero lo más preocupante era que el chofer también parecía estar experimentando la misma indisposición, puesto que el vehículo comenzó a balancearse imprudentemente y hacer peligrosos zigzags de un lado al otro de la ruta. Consulté el reverso del pasaje, donde se incluye una tabla con las enfermedades más habituales que padecen los conductores y el grado de compromiso correspondiente; los síntomas exhibidos se indicaban con un círculo rojo, gravedad extrema, y ciertamente el tipo se mostraba muy afectado, pero no disminuía la velocidad. Los demás pasajeros no parecían preocupados, sólo los ojos del sánguche a medio comer de la negra miraban extrañados a su alrededor, como si buscaran una respuesta o un par de lentes.
En las primeras filas, un niño cuya madre cebaba mate en una olla de guiso, vomitó profusamente. De inmediato el guarda lo agarró furioso de un brazo y lo condujo a un pequeño recinto transparente en el fondo (pasando sobre mi asiento en la maniobra) cerrado herméticamente. La madre siguió cebando mate. Alguien explicó que aquel sitio, llamado «vomitorio», funcionaba como disuasor de la náusea; la teoría era que el niño vomitaría quizá hasta que las emanaciones alcanzaran el nivel de la garganta o un poco menos, pero dejaría de hacerlo cuando estuviera a punto de ahogarse. Parecía plausible y nadie volvió a ocuparse del chiquilín.
El conductor, en tanto, seguía descomponiéndose, y ahora se detenía en cada templo que veía para venerar o algo así. El padecimiento era de tipo espiritual o psíquico, aunque acompañado de manifestaciones físicas como una copiosa transpiración y la decoloración de la piel. Siendo las iglesias abundantes en esa región, a pesar de pertenecer a diferentes credos (lo que no parecía detener al chofer) las paradas se volvieron muy frecuentes y algunos pasajeros comenzaron a inquietarse.
Uno de ellos, un muchacho que al parecer iba de vacaciones, con una enorme mochila, dijo al guarda que él no deseaba seguir el viaje en aquellas condiciones. El guarda, calmado pese al violento carácter que había ostentado antes, le señaló que eso no era posible, que era un riesgo inconmensurable, inmenso, terrible; la compañía no podía permitir de ninguna manera que uno de sus clientes quedara abandonado a su suerte en medio de la ruta, ya que, de ser así, el último koala vivo mantenido en cautiverio en la oficina del director sería violado y sacrificado sin más. Y él perdería su trabajo. ¿Acaso quería dejarlo sin trabajo, con una esposa y tres hijos, dos de ellos hombrelefantes y el otro un semi autómata en parte hecho de silicio? Y eso sin entrar a hablar de la mujer. El joven atendió el razonamiento del guarda, pero dijo que él era responsable de sus acciones y que la empresa estaba en infracción por la demora. No era su culpa. En ese caso, él podía hacer dedo.
– ¿Ah, si? Bueno, si podés hacer dedo andá haciéndote uno- dijo y procedió a cortarle el pulgar, anulando el instrumento de señalización.
Nadie se movió de su asiento. Este guarda era algo serio, tanto como el religiómano que se apeaba del ómnibus ante cada cruz para orar. Estábamos detenidos en algún paraje no identificado, en medio de la oscuridad más absoluta, junto a un pequeño altar con una virgencita diminuta, casi invisible. Yo, tranquilo, seguí comiendo sánguches de pelo hasta que una bola de cabello se me atoró en la garganta; pedí con desesperación, por medio de gestos, un vaso de agua; el guarda, completamente fuera de sí, con la camisa abierta y el cabello revuelto (tanto como el que se agitaba dentro de mi laringe) extrajo una manguera de refrigeración y me endilgó, desde el primer escalón, un chorro enfurecido de agua del radiador, que recibí con regocijo pese a la temperatura. Los pelos liberaron el estrecho túnel que obstruían y continuaron rumbo a mi estómago, adonde pertenecían.
El conductor volvió a su puesto y retomamos el viaje. Parecía más aliviado, o esa al menos fue la impresión que me transmitió, hasta que de repente advertí que la velocidad disminuía brusca y sostenidamente, como si se hubiera presentado un peligro repentino. En efecto, desde mi asiento logré ver que un camión que circulaba delante nuestro lo hacía muy despacio y la colisión parecía inevitable, no obstante los esfuerzos del chofer por evitarla. Este abrió una puerta lateral junto a su butaca, se arrojó fuera sin pensarlo, y rodó por el pavimento ferozmente, destrozando sus ropas, magullándose con salvajismo todo el cuerpo. El coche por fin se detuvo, antes de impactar; el guarda corrió en busca de su compañero, que estaba de rodillas frente a una cruz insignificante, apenas visible desde el ómnibus. Ambos se incorporaron y, según pude ver desde mi lugar, la bestia irreflexiva que nos mantenía encerrados y amenazados consolaba a su amigo con imprevisto cariño. Yo miraba cómo, afectuosamente, componía los pocos harapos que le quedaban al chofer, los disponía de manera que conservaran alguna armonía, considerando en especial el decoro de la compañía. Al reparar en cómo yo me fijaba en este delicado mecanismo de compensación, dejó de ocuparse por un instante de aquellos cuidados y corrió colérico a mi ventana extendiendo el puño; bajé la mirada con la esperanza de que de ese modo el incidente quedara olvidado. Colocó al conductor en su lugar y trancó firmemente la puerta por la que se había tirado, en prevención de otro episodio similar.
Más allá de que estaba inusualmente inclinado sobre el volante, con un tono verdoso en la piel y los ojos tan abiertos como la ranura de una máquina tragamonedas, luego de esta peligrosa situación todo pareció volver a la normalidad. A partir de entonces manejó con destreza, incluso cuando tuvimos que atravesar algunos de aquellos puentes sinuosos que presuntamente fueron el origen de la enfermedad. No fue necesario que el guarda acudiera a poner orden entre los viajeros, que, tras diversas exposiciones a su iracundo comportamiento, habían aprendido a estarse quietos y callados hasta llegar a destino.
Yo sólo quería llegar a Cardona aunque no recordara para qué. Caí en un sueño leve a causa del cansancio y la agitación; el sonido cálido, monótono, del motor acelerado y los gritos del guarda curiosamente armoniosos en aquella melodía hicieron el resto.

Anunciaron el arribo. El guarda empujó a varios sin más trámite por la escalera, arrojándoles los bolsos al azar, de forma agresiva. El conductor estaba derrumbado sobre el volante, cubiertos sus andrajos de transpiración, aferrado a una estampita arrugada; le dejé la bandeja con sánguches de pelo junto a su mano. Al bajar, vi que estaba en la terminal de Montevideo. Un ojo del sánguche de la negra me hizo una guiñada.

Un lugar sucio y mal iluminado

¿Eso? Mágica, eso. (Rodríguez. Francisco Espínola)

Entró al boliche pateando la puerta violentamente con el borcego derecho. La puntera metálica del zapato brilló con la luz tenue de la lámpara que robaba espacio a la oscuridad casi completa; el golpe levantó el polvo asentado en el piso por tanto tiempo que se sacudió como un perro sorprendido en medio de la siesta. Dos gauchos acodados en el mostrador se dieron vuelta para mirar al desconocido. Jacinto, el dueño, lo apuñaló con el ojo derecho, paseándolo de arriba a abajo como si lo escaneara para fijarlo definitivamente en ese lugar. El ojo izquierdo lo había perdido en una pelea y no hacía más que apoyar las conjeturas del otro. Al fondo, en una mesa, otros cuatro gauchos jugaban al truco con una botella de caña señalando el medio del terreno, como una boya indicando la entrada al puerto. Siguieron jugando sin fijarse en el hombre que acababa de irrumpir.
El extraño se arrimó a los dos paisanos del mostrador y pidió una botella de vino a Jacinto. Éste se la alcanzó junto con un vaso, como si formara parte de la solicitud, pero el hombre rechazó el vaso con desprecio, diciendo que sólo quería la botella. Uno de los parroquianos contaba una historia de aparecidos a quien quisiera oírla, como si fuera una radio más que un cristiano hablando, sin pausas que permitieran comentarios o preguntas. El recién llegado no parecía prestarle atención; de vez en cuando daba un trago a la botella y enseguida volvía a la posición anterior, indiferente, con la mirada fija en algún sucio cartel de la pared anunciando yerba Yaguarao o tabaco Paja Brava. Sacó las hojillas del bolsillo de la camisa; buscó el tabaco en el pantalón, tanteando y deteniéndose dentro de los bolsillos como si tuviera ojos en la yema de los dedos y mirara con ellos en cada rincón. No encontró nada y pidió un paquete de Paja Brava al pulpero, que se lo entregó mecánicamente, sin mirar dónde lo guardaba, como si el tabaco surgiera del gesto de tomarlo. Lo puso desafiante sobre el mostrador, cerca del desconocido, que lo dejó allí como una invitación diferida a decir alguna palabra. Siguió callado, escuchando el relato del gaucho barbudo que lo desplegaba sin cortes, como un mantel sobre el que pondría luego otras anécdotas sostenidas por la credibilidad de la presente. Por la forma de hablar se veía que aquel paisano se había protegido de la soledad de los años guardándose de las dichas de mozo, para que los recuerdos no lo acompañaran en la vejez. Andaba con lo puesto, que sacaba todos los días allí donde llegara: el facón, el poncho, el caballo, las leyendas, toda la fortuna encima, sin recuerdos que la lastraran. No tenía más, pero tampoco cedía nada de lo suyo, sobre todo las leyendas que cambiaba por un rato acompañado en algún boliche más pobre que él.
-… y cuando llego al arroyo, tuerzo como quien rumbea para el pueblo y en eso un novillo arranca caminando despacito, despacito y se va solo para el cerro, ¿vio? Una cosa que no se vio nunca. Yo lo seguí pero no lo veía, se había ido lejos, atrás del cerro, quién sabe. No podía llegar con un novillo menos, el patrón no iba a entender, así que seguí atrás de él. Atrás de él es un decir, porque yo no sabía dónde estaba. Mire acá, ¿ve? Este aujero en la camisa me lo hice allá en los espinillos, usté está baquiano ahí, Agustín. Allá de lejos llegué, y ni rastro del bicho ese. Me había alejado pila, entrando en el monte…
El extraño lo oía sin hacer ningún gesto. Estiró la mano como una culebra sobre el mostrador hasta el paquete de tabaco, sacó una hojilla y armó un cigarrillo que de inmediato cubrió el salón con una niebla espesa, olorosa, que los otros alimentaron desde puchos casi extintos vueltos a pitar. La luz retrocedió un poco más, achicándose como el sol en las últimas horas de la tarde, colgada de un rincón del techo como un murciélago brillante. Uno de los jugadores se puso de pie, tosió dos o tres veces y se acercó al tuerto Jacinto a pedirle otra botella de ginebra. Escuchó que el gaucho del cuento ya andaba por Tambores siguiendo al ternero; agarró la botella sin decir nada y volvió a la mesa donde los otros tres esperaban para seguir el juego, el de cartas, el de la bebida y los otros menos visibles pero igual de presentes.
-… de repente salgo del otro lado del monte, en el medio de la noche; no podía ver nada aunque ya no había árboles, Agustín. Era peor que la oscuridá de los árboles, porque ahí por lo menos tenía la esperanza de encontrar una luz cuando saliera, ¿me entiende? La cosa es que luz encontré, pero no de la Luna o de un rancho, no, una luz mala machaza, enfrente mío, que salió así de la nada. Yo me di vuelta lo más rápido que pude, tan rápido que ni el caballo tuvo tiempo de darse vuelta conmigo y se salió el recado. Resfalé de canto como la taba, Agustín, y no veía para atrás. El zaino salió disparando del julepe y no lo vi más, como el novillo. Pelé el facón y me di media vuelta, junando pero con los ojos cerrados, no fuera cosa que la luz aquella me dentrara por las vistas. Entonces, Agustín, sentí que aquella cosa se achuraba en el facón. Pero espere, usté no va a creer: cuando lo miré ensartado era el novillo, pero ya no refusilaba, lo apagué con el cuchillo, Agustín. Lo tuve que carniar y llevar para las casas, no me quedó otra, todavía ando escapándole al patrón.
El hombre, ahora sí, lo miró fijo, apagando la colilla del cigarro con el pie que colgaba libre del banco. El humo se disipó como si dejara paso a las palabras que todos presentían iban a seguir.
-Usted es un gaucho mentiroso- dijo.
-¿Cómo dice?
-Me oyó bien: que usted es un gaucho mentiroso.
-No le permito, atrevido…- y se llevó la mano al facón al tiempo que pronunciaba las palabras.
-Epa, compañero- dijo el otro levantándose apenas la camisa para mostrarle la empuñadura de un revólver- No vine a matar a ningún gaucho mentiroso, no se asuste, pero sí vine a matarle las mentiras, así que escúcheme bien. No hay ninguna luz mala; lo que hay es un gaucho atorrante que roba el ganado que cuida y después inventa una historia fantástica para no decir la verdad.
El paisano lo miró con aire vacilante. Él mismo dudaba entre invitarlo a pelear sabiendo que el otro iba a matarlo o explicarle las cosas y dejarlo creer lo que quisiera. El forastero estaba de paso y lo mejor era que siguiera camino con las ideas que traía de la ciudad; tarde o temprano, alguien, en algún otro pago menos hospitalario, lo iba a poner en su sitio.
-¿Cuánto hace que anda en el campo usté, compañero?
-Llegué hoy y me voy mañana; voy a Rivera por un asunto y me vuelvo a Montevideo cuando lo solucione. Pero no me gustan los gauchos embusteros.
-Sabe lo que pasa, que allá en la ciudá está llenito de luces y uno no sabe cuáles son las malas, pero acá se sabe.
Los del fondo habían bajado las cartas y miraban atentos, como el bolichero, que estaba a un metro de los hombres enfrentados. El desconocido hizo una mueca desdeñosa como dando a entender que no valía la pena discutir con aquellos tipos y se levantó de la silla. Puso un billete cerca del dueño y salió sin despedirse. Afuera era de noche y tenía por delante unas cuantas horas de viaje hasta Rivera. Enfiló por el camino que muy pronto se perdía en los campos; el pueblo no tenía más que unas cuantas cuadras de largo y se hundió enseguida en la negrura sin término. A lo lejos vio una luz pálida que se dibujaba solitaria en la inmensidad sin contornos. Titubeó un instante y desvió el rumbo, dejando que la luz se perdiera a sus espaldas en la soledad perfecta sin que llegara a reconocerlo.