Apocalípticos y desintegrados

Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido. (Paul Valéry)

La biblioteca era para él la rampa más amplia de la ciudad, nada más. La visitaba para practicar maniobras como el Cervantes slide (aunque, desde luego, no sabía quién era el rostro de half pipe) para las que se prestaba naturalmente, pero jamás había entrado, no por razones ideológicas o creencias de algún tipo sino porque no lo dejaban entrar con la tabla. Esto le valía las burlas de sus amigos, quienes no se cansaban de fustigarlo con el lugar común de que los libros no muerden. Los muertos tampoco y sin embargo no entraba al cementerio sin motivo.

Mientras tanto, sus compañeros se tragaban los libros, negando la propiedad (eran anarcos matemáticos, como Sexto Empírico) conmutativa y demostrando de este modo que los humanos sí constituyen una amenaza para estas criaturas de papel. Así fue como se convirtió en el paria del grupo, todos brillantes alumnos. No por sus destacados logros académicos sino por asistir al liceo Ilmarinen de Fray Bentos, próximo a la planta de Botnia. Además de esto, eran alumnos brillantes en el sentido académico.
Pero a él no le preocupaba para nada esta circunstancia, ya que su opacidad quedaba ampliamente compensada por las habilidades patineriles de que ningún nerd podía presumir. Tenía onda. Y también chumbera, y gomitas, y cerbatanas de canuto de birome (de canuto para que no se las descubrieran) y no le importaba la dieta celulósica del resto de la clase. Los clásicos, según lo entendía, eran los equipos rivales de la papelera y Gualeguaychú.
Hasta el momento su desempeño estudiantil se había basado, como el acopio de granos de Saman, en los trenes. Los formaba de cualquier largo y características requeridos, ganándose el apodo de Lorenzo Carnelli. Los exámenes finales se acercaban y él mantenía un régimen de skate en el desayuno, almuerzo y cena, en contraste con la degustación de libros de los demás. Su padre, como casi cada persona que veía cómo patinaba hacia el infierno (recordando aquel gran disco de los Satanic Surfers, una de sus fuentes de inspiración, no así de agua -?-) lo instaba a que, bueno, agarrara los libros, porque no muerden, como todos saben. Pero él solo calculaba el largo del tren que necesitaba para la ocasión, como haría un buen ayudante externo en Bella Vista, por otra parte.
Cuanto más cerca de los exámenes estaba más crecían las exigencias del convoy, al punto de sobrepasar su reconocida capacidad para ensamblarlos. En este caso demandaba medidas que empujaban los límites, las que sólo el auténtico skater, o el más imprudente controlero de AFE, puede aplicar. Había más precauciones que en la línea a Río Branco. Entró en pánico. Debía cambiar la estrategia, pero tenía menos decisión que el delegado de Burkina Faso en la ONU. Faso, faso; sí, eso podía ayudar. Armó uno para ponderar con más calma las opciones. No ayudó demasiado, al menos en cuanto al problema que lo ocupaba antes. «Los libros no muerden»; la frase seguía rondando su cabeza como Tony Hawk el Vans Warped Tour, no obstante su inveterada enemistad con los seres hojaldrados aparecía como un obstáculo mayor que el nose slide logrado en 1999 tras años de ensayo.
Al otra día se dirigió a la biblioteca, pero en esta oportunidad no iba acompañado de su tabla, lo que causó una conmoción mayor que la caída del muro (de facebook) entre sus colegas. Entró rodeado de un silencio tan profundo que Nessi podría haberlo habitado sin ser descubierto, como de hecho sabemos lo hace en el lago Mike Ness. Atravesó las salas como si se tratara de la tumba del Faraón, fijándose en los detalles para arrancarles el secreto que guardaban, explorando por primera vez las frondosas paredes cubiertas de objetos prohibidos de tierras lejanas. Nadie se interpuso ni preguntó los motivos. Nadie solicitó una tarjeta o registro. Aquello era tan insólito, estaba tan fuera de lugar como Bordaberry en un parlamento democrático. Avanzó hasta el mostrador, se acercó a la sorprendida bibliotecaria, para quien un intento de violación habría tenido más sentido que las palabras que iban a brotar de su boca, y dijo: «dame los libros de texto de estas materias» extendiéndole un papel que, de acuerdo a los antecedentes, debía decir algo como «dame toda la plata y no hagas nada o sos boleta». La chica se paró y lo acompañó, abriéndose paso entre los incrédulos, que no atinaban a ingresar este dato incoherente en su sistema de creencias hasta recabar más información.
Llegaron a una sala acondicionada, según parecía, para esta eventualidad, ya que no se veía a nadie cerca. La chica subió una escalera con la agilidad de una cucaracha o una bibliotecaria, que no suelen ser muy distintas ni es posible distinguirlas la mayoría del tiempo. Reptó, crepitó, chilló y se escabulló entre los estantes con la familiaridad del hábitat natural, recolectando los volúmenes descritos en la esquela. Luego hiló una fina cuerda de seda arácnida y bajó con toda la bibliografía solicitada. Muy útil invento evolutivo las bibliotecarias. Él la miró con una mezcla de incredulidad y ternura, seducido por la demostración. Miró los recipientes del saber con la misma extrañeza pero mucho menos cariño. La joven desplegaba sobre su materia el mismo virtuosismo que él sobre la patineta, y eso los emparejaba en cierta forma. Sin embargo, desde otro punto de vista, ella seguía siendo un insecto, un habitante del polvo y la sombra, y él un bicho que rodaba por el asfalto en un mundo iluminado por el cosmos. Ambos comprendieron con amargura que lo que sugería ese fugaz contacto era imposible.
Ella se inclinó para decirle algo al oído, abrazando los textos como la madreselva al árbol que la sostiene y del cual se vuelve una parte inseparable. Él le sonrió con la simpatía de la maestra preescolar al tomar a su cargo a un niño, sabiendo lo que le espera (al niño, claro) La muchacha se corrió un mechón de pelo o un ala hacia atrás, fijando sus dos grandes (o quién sabe cuántos, en realidad) ojos inquisitivos en el chico, ojos que alojaban una pregunta compartida por todos los que lo conocían y quizás una advertencia que no se atrevía a pronunciar. Pasaba los dedos o patas por la cubierta de los tomos como si leyera en ellos el secreto en braile que las bibliotecarias custodian. Él seguía el ritual con la distancia que impone lo desconocido, suponiendo que esa era la manera habitual de entregar aquellos objetos en el templo que los protegía. Imaginó razones de toda índole para este procedimiento, sin olvidar que trataba con una criatura cuya esencia le era completamente ajena. Estaba a las puertas de unos dominios que sus pies no habían pisado ni sus ojos visto antes. Estiró una mano hacia la chica como muestra de confianza, y la apoyó en su brazo, dándole a entender que era el momento apropiado, que estaba listo para ingresar en aquella hermandad exclusiva a la que no pertenecía. Ella parecía abrigar una duda que se refugiaba detrás de estos gestos, escondiéndose cada vez más atrás ante cada avance, como una cucaracha en una biblioteca, pensó. Pero parecía inútil toda resistencia ulterior. Algo se estaba quebrando, deshaciéndose sutilmente como una bola de algodón, apenas perceptible. Había llegado a la frontera de su territorio y debía dejar que el extraño se adentrara más allá, no tenía ninguna potestad que alegar, aún si la duda se obstinaba en quedarse junto a ellos, mojón y aviso al mismo tiempo. Le indicó con la mano libre un escritorio coronado por una lámpara cenital donde podía ubicarse, sosteniendo todavía con fuerza los libros con la otra. Se resignó a verlos partir desde aquel muelle sin río, y sintió como una lágrima pugnaba por abrirse paso desde algún lugar no identificado de su interior. Hizo un esfuerzo por asumir lo inevitable y contener la inundación incipiente, luchando en dos frentes como el régimen nazi. Tal como este, se derrumbó sin ofrecer batalla. Alargó la mano escolta con los valores indefensos, susurrando con una sonrisa de aprobación: «¿viste que no mordían?» El chico los tomó con la ceremonia correspondiente, sin eludir la generosidad de la alimaña, y se alejó hacia el sitio asignado por ella. Cuando por fin quedó a solas con los libros, éstos lo devoraron con el deleite de una venganza largo tiempo esperada.

Literal Mente

Me acerco al kiosco a comprar unas pastillas, contando el cambio para el ómnibus. Las pido sin levantar la vista, ocupado en reunir la cantidad justa. El hombre me las alcanza y entonces sí veo su rostro; pienso que es William Faulkner pero no me atrevo a preguntárselo. La idea es absurda, y sin embargo, detrás de ese bigote envuelto en la bruma que emana de la pipa, creo que está el escritor. Intento estirar la conversación.
-Disculpe, ¿me cambia las pastillas por unas de naranja?
-Sí, cómo no. Tomá.
Se desentiende, mira hacia atrás, acomoda algunas cosas.
-Es linda la luz de agosto, ¿no le parece?- No responde, sigue en sus ocupaciones.
-¿Me da un alfajor de coco? Las palmeras salvajes no tienen cocos, ¿sabe?
-Acá tenés. ¿Algo más?
Continúa aferrado a su rutina de dependiente, está dispuesto a defender este último refugio. Su esgrima verbal es perfecta hasta el momento. Le pido una revista de chismes a ver si dice algo. No lo hace, se limita a entregármela como el resto de las cosas. Soy un intruso en el polvo para él. Se me ocurre que puede estar escribiendo algo y lo estoy importunando, pero si fuera así, no debería haber puesto un kiosco en la terminal Río Branco, pienso.
-Sí, deme una lapicera y un bloc. Tengo que tomar algunas notas, ¿sabe? Es que me gusta escribir mientras agonizo. Supongo que no le importa, disculpe.
Me da los útiles sin agregar nada. Pago, pago para ver como en el póker, pago una vez más las cosas que no necesito, que sólo necesito para que William Faulkner me revele su identidad.
-¿No se le ocurrió poner el kiosco en el Sur de los Estados Unidos? Ahí debe caminar- Lanzo una ofensiva más directa, pero fracasa una vez más.
-Nene, estoy ocupado, ¿querés algo más?
-¿Usted es William Faulkner?- digo sin tomar más recaudos. No puede negarse a responder una pregunta directa; si atiende un kiosco, no puede permitirse tamaña descortesía. No lo hace.
-No. Hay gente esperando, ¿querés algo más o no?
No, no quiero nada más, William. Quiero que me dediques este libro que traigo en la mochila, que me digas cómo se te ocurrió un nombre tan feo como Yoknapatawpha County, quiero saber si esos rumores sobre tu crapulez son verdaderos, pero me quedo con lo que me das, ese ruido, esa furia, esa incomodidad que no podés disimular, maldito farsante; querés esconderte en un kiosquito de Montevideo, querés escapar al asedio de quién sabe que fantasmas que invocaste en tu escritura, querés deshacer todo lo que construistes (sic), Old Ben, querés escapar a los cazadores, querés imponerte a la codicia de tus lectores. Pero dejame decirte algo, William, que el sur también puede habitar un humilde kiosquito de Montevideo, que la tensión racial, la misera material y espiritual de tus personajes no es sólo patrimonio de tu tierra, que aunque hayas querido exorcizarla está en vos, y en mí, y en el conductor de CITA que te pide un agua mineral para llenar la botella con tequila y lanzarse a la ruta sin respetar, irónicamente, la ruta que su empresa establece para ese servicio, llevándose consigo a todos los pasajeros y unas cuantas ánimas a un yermo perdido en la inmensidad del mar verde sin agua y ponerlos a trabajar como sus esclavos plantando hierba para venderla a otros conductores con anhelos similares pero mucha menos determinación, y después vender los esclavos a una minera del espacio exterior que pretende extraer los recursos de la Tierra no para provecho propio sino para arrebatárselos a sus habitantes y consumir sus reservas hasta agotarlas y desembocar en una guerra devastadora donde todos pierden y el planeta queda abandonado a sus depredadores. Y vos les vas a vender un paquete de pastillas como si nada sucediera, Faulkner, quizás el último paquete de pastillas que se haya producido, y te vas a guardar el cambio mientras un niño paraplejista y sillaruedista suplica por una mísera pastilla, no por el paquete entero, por una sola pastilla, que el psiconauta del espacio saborea frente a la silla de ruedas antes de empujarla por la rampa que da a Galicia y ver cómo el último 230 lo levanta por el aire y lo deposita en el techo de tu kiosco, dejándolo más paralizado que antes, porque ahora ya ni la lengua puede mover, y vos sacás una pastilla que tenías encanutada y lamentás, con sorna, que no pueda saborearla, y entonces para qué desperdiciarla, te la ponés en la boca llena de tabaco y cerrás el kiosco como cerraste tu carrera literaria, sin grandes gestos, viendo cómo se va todo a la mismísima mierda (¿cómo no se va a ir si entre vos y el marciano le arrebataron una pastilla a un minusválido?) y ponés el cartel de CERRADO, pero no el cartel de siempre, no, un cartel de CERRADO POR INVASIÓN INTERPLANETARIA y ya ni escrúpulos te quedan para enfrentar tu destino con el aplomo de tus personajes.
Me doy media vuelta. Me estoy yendo cuando el kiosquero me llama.
-Servite.
-¿Qué es esto?
-Una rosa para Emily.