A fuego lento

Rodolfo, quizá debido a su educación infrecuentemente baja, quizá por dificultades propias e inextricables de constitución, no conseguía adaptarse en ninguna parte. Su paso por la escuela, como la declamación del poeta callejero, fue breve y no dejó huellas en su espíritu; en su casa, a pesar de la aparente riqueza de que gozaba, no recibió una formación adecuada, y de este modo fue quedando paulatinamente excluído de los lugares de socialización correspondientes a su edad.
Los otros niños lo veían como un pichi con plata, que es lo que era; su padre lo rechazaba por el desempeño académico, y su madre por las tendencias piromaníacas que manifestaba; por último, la empleada había solicitado no tratar con Rodolfo ya que lo consideraba su inferior, y así transcurrían sus días, solitario y enajenado.
Tras algunos incidentes con fósforos y animales domésticos se decidió que Rodolfo estudiaría en una escuela técnica para muchachos sin habilidades cognitivas; él se mostró de acuerdo, suponiendo que allí aprendería más sobre el fuego y la combustión, únicos elementos por los que sentía verdadera pasión.
El primer día de clases surgieron algunas dificultades: el local tomó fuego. No se encontró al responsable pero las clases fueron suspendidas y, de este modo, Rodolfo perdió la oportunidad de obtener algún tipo de calificación. Su única habilidad comprobable era encender la flama que arrasa, la energía primordial de la destrucción, los tentáculos abrasadores del pulpo ígneo. No parecía suficiente para progresar.
Un día Rodolfo caminaba por el barrio abstraído, contemplando las construcciones e imaginando de qué manera las llamas las transformarían, qué nuevas formas y colores podrían darles, cómo sus cálidos dedos dibujarían sobre ellas, cuando, desde la puerta entornada de una casona, alguien tiró de su brazo y lo introdujo en el edificio.
– Rodolfo, ¿verdad?
– Sí, pero ¿cómo me conocen?
– Eso no importa. Decime, Rodolfo, ¿te gustaría tener un trabajo con buen sueldo, donde los compañeros te respeten y los superiores no te desprecien?
– Claro, pero lo que pasa es que yo no sé hacer muchas cosas…
– No te preocupes, nosotros lo sabemos. Hay una detalle, solamente, pero nada que un muchacho inteligente y dedicado como vos no pueda cumplir.
– ¿Y eso sería…?
– Bueno, somos anarcosindicalistas. Para conseguir el trabajo tenés que afiliarte y militar con nosotros. Nada importante.
– Pero yo no sé nada de anarcosindicalismo.
– Sí, también lo sabemos. Vos hacenos caso a nosotros y no vas a tener problema.
– Otra cosa es que a mi padre no le gusta el anarcosindicalismo. Es patrón.
– Nosotros nos encargamos de eso. Empezás a trabajar mañana. Enrique te va a ir enseñando algunas cosas.
Rodolfo salió a la calle conmocionado, con una sensación que apenas reconocía, la misma que experimentaba cuando las llamas poseían a su víctima y la sometían a la violencia arrasadora de su poder primitivo, la misma fuerza primordial a la que apela el anarcosindicalismo y que, quizá por esa razón, haya encendido la yesca húmeda de Rodolfo. Recorrió las cuadras que lo separaban de su casa en un estado de tranquilo vacío, de satisfacción recién creada, de haber arribado al mundo desde otro lugar sin ser capaz de establecer la diferencia con el anterior.
En casa lo recibió su padre, quien, al ver la expresión sosegada y a la vez inquieta de Rodolfo, sospechó que pronto vería la negra cuerda de humo buscando anudarse al cielo y oiría a continuación las sirenas vociferantes que presagian la tragedia.
– ¿Qué hiciste?- preguntó el padre.
– Nada… oleme.
– ¡Salí! Vos andás en algo, te conozco.
– Bueno, conseguí trabajo…
– ¿Trabajo? ¿Y se puede saber quién te dio trabajo, inútil? ¿Sabe que incendiás todo lo que se te pone enfrente?
– Esto es distinto, papá. Ya no quemo cosas. Acá me respetan.
– Dejate de joder, quién te va a respetar. Pero bueno, contame de ese trabajo que conseguiste.
– No sé de qué se trata; son anarcosindicalistas…
– ¡¿Lo qué?! Entendelo bien: ¡Nunca, jamás, alguien de mi familia, ni el pirómano inútil, va a ser anarcosindicalista! ¡Que te quede bien clarito, eh! Mañana mismo le decís a tus amiguitos que se metan su trabajo donde mejor les quepa.
– ¡Pero papá…! ¡Vos no entendés…!
– Claro que entiendo. Nada de anarcosindicalismo. Y no quiero escuchar esa palabra otra vez en esta casa, ¿estamos? Rajá de acá.
Una nube cubrió la hoguera de Rodolfo, que se retiró a su cuarto confundido. Se durmió y comenzó a soñar con paisajes agradables: la fábrica de su padre en llamas; el estudio de su padre visto en un falso atardecer furioso, de intenso rojo; su padre mismo enfundado en los colores infernales que no puede quitarse; y así una larga procesión de escenarios de efecto sedante para Rodolfo.
Al otro día se dirigió a la casa de los anarcosindicalistas a la hora acordada. Sin preámbulos, dijo a quien lo recibiera el día anterior:
– Mi padre se opone al anarcosindicalismo, se opone a que trabaje con uds.
– Lo sabemos, muchacho. No debiste decírselo, pero de todos modos no es obstáculo para que trabajes con nosotros. Nosotros nos encargamos.
– Pero él me amenazó…
– Silencio. Está todo bien. Ahora andá con Enrique que te va a indicar lo que tenés que hacer.
Rodolfo no discutió y se puso de inmediato a las órdenes de Enrique, que pasó a explicarle algunos de los principios que guían la práctica anarcosindicalista, los que para Rodolfo resultaban tan comprensibles como el bosón de Higgs, dicho sea de paso, y tras esta introducción le indicó su primera misión: pintar el nombre de un reconocido carnero en el muro de la fábrica donde trabajaba el traidor.
– Pensé que iba a trabajar en algún tipo de producción- dijo Rodolfo.
– Se trabaja en lo que la organización decide, no en lo que uno quiere- respondió Enrique.
Rodolfo se marchó con la lata de pintura y, una hora más tarde, cuando Enrique fue a supervisar la tarea, halló un impecable mural estilo proletario tardío condenando la infidelidad del operario.
– Muy bien, Rodolfo, vas a hacer carrera en el anarcolsincalismo- señaló Enrique antes de enviarlo a casa- Mañana a la hora de siempre en el local- agregó.
Para sorpresa de Rodolfo, su padre no lo molestó al llegar a casa, no hizo preguntas ni insinuaciones sobre lo que había estado haciendo. Y más sorprendido aún se encontró al notar que el viejo no trató de averiguar nada más sobre el asunto con el correr de los días, en los que Rodolfo se fue afianzando dentro del organigrama anarco. Como consecuencia de un desempeño irreprochable fue convocado por el líder supremo del distrito, curioso por la actividad incesante del joven.
– Rodolfo, sos uno de nuestros mejores elementos, estoy orgulloso de vos…
– Gracias.
– No me interrumpas…
-Perdón…
-Callate, por favor. Te vamos a encargar un trabajo muy delicado; confiamos en que vas a saber resolverlo. Sabemos de tu tendencia pirómana; pues bien, eso en el anarquismo es muy apreciado. Lo que tenés que hacer es lo siguiente: mañana se va a declarar una huelga general y se van a ocupar las fábricas. ¿Te acordás de la procesadora de pescado a cuyo patrón explotador denunciaste en una magnífica pintada? Bueno, mañana le vas a quemar la planta, y después desaparecés por un tiempo. Te vas a alojar con nuestro compañero y máximo teórico del movimiento, quien está tan al tanto de tu valor como yo. ¿Preguntas?
– No, todo claro como un cielo en llamas.
Rodolfo estuvo muy ansioso aquella noche. Intentó evitar el escrutinio de su padre, que ya antes había tenido la perspicacia suficiente para desentrañar sus andanzas. Cenó en su habitación con la excusa de que no se sentía bien; de hecho, apenas comió para ponerse cuanto antes bajo el mando del sueño, de donde esperaba extraer instrucciones de lo profundo de su ser que aseguraran el éxito de la empresa.
Se despertó temprano, con la radio de la mesita de luz transmitiendo las primeras informaciones sobre la huelga general que se había desatado esa madrugada. Esa era la contraseña, y Rodolfo salió rápidamente a la calle cargando los bidones y antorchas que iban a iluminar la jornada. Los compañeros corrían nerviosos de un lado al otro de la ciudad; las calles estaban tranquilas por el momento, pero se esperaba el despliegue de la policía a la brevedad. Rodolfo debía actuar rápido y huir como se había convenido. Llegó hasta la fábrica esclavista acompañado de un enlace, uno de los trabajadores que conocía mejor el lugar, que se retiró luego de explicarle dónde estaban los accesos y lugares de escape. Rodolfo procedió a vaciar los bidones que, como satisfechos elefantes, vertieron por todos los rincones el contenido de sus hinchados estómagos. Se alejó derramando las últimas gotas de combustible y caminó hacia la salida con un fósforo encendido apresado entre sus dedos, ágiles Prometeos que replicaban la operación que mejor conocían, y por fin lo dejó caer. Las llamas empezaron a escalar los muros como si quisieran escapar a su propia maldición; las sirenas, invasores estruendosos, ocuparon el lugar precediendo la entrada de la policía; Rodolfo dejó su identidad junto al fuego y corrió hacia la esquina donde lo esperaba el vehículo que lo sacaría de allí.
Con los ojos vendados fue trasladado a la casa que le daría cobijo, la residencia del agitador anarcosindicalista más prestigioso, el hombre cuya voluntad raspaba cada fósforo y arrojaba cada piedra de aquella inmensa movilización. Bajó del auto y alguien lo tomó del brazo para dirigir sus pasos. Se detuvieron. Una mano descubrió los ojos a Rodolfo, que se encontraron con otra mirada, la mirada orgullosa de su padre que sostenía la venda.