Estábamos en la sociedad de 25 de agosto. Conocía las historias sobre los fenómenos paranormales que alberga, pero al verga que esto escribe jamás le parecieron más que mentiras burdas. Aquella noche también escuché incrédulo varios de esos relatos antes de irme a acostar.
Jorge fue el primero en retirarse ya que era el primero en tomar servicio la madrugada siguiente. Los demás nos quedamos charlando un rato más, pero la conversación se fue extinguiendo casi sin advertirlo, como el vino de la caja y las luces de las pocas casas cercanas. En el silencio que se apoderó de la habitación, sólo las tenebrosas sombras de los árboles que rodean la casa nos sacaron del estado de perplejidad en que habíamos caído. Sin decir una palabra, todos nos levantamos y nos dirigimos a nuestros cuartos.
Me metí en la cama mientras escuchaba los pasos firmes en el piso de madera, procedentes de las otras piezas. Luego, otra vez el silencio; no quedaba nadie despierto excepto yo. No quería comportarme de forma sospechosa, sobre todo porque hacerlo me habría delatado ante mí mismo y me habría encontrado aceptando algunas de aquellas fantásticas historias. Sin embargo, estaba atento y no quería ceder al sueño, a pesar de haber cedido (y mucho) a sus cómplices más cercanos: el alcohol y la apatía. Mantuve la vigilancia gracias a una voluntad que ni el vino más picado podría quebrar. Las horas brotaban del reloj con lentitud y saltaban al vacío de la noche sin titubeos. Podía escucharlas ejecutar su acto con la regularidad con que un plancha acude a su proveedor de drogas. A las 3:30 a.m. Jorge se fue a trabajar, alterando apenas la profunda quietud, que regresó tan pronto como él se hubo marchado.
De pronto, alguien se despertó, se levantó de la cama y salió fuera de la casa sin motivo alguno. Antes de que pudiera ensayar una explicación, otro lo siguió con la misma inquietante determinación; y así, uno a uno, los demás hicieron lo mismo con la exactitud con que Gardel revive en las horas pares en radio Clarín, para volver a morir durante la hora siguiente, como un zombie con temporizador incorporado. ¡Todo era verdad!
Tenía que investigar. Primero investigué, cual gourmet preparando tortilla española, si tenía huevos suficientes para investigar. Pero no había tiempo para sutilezas; si me quedaba esperando, era probable que terminara lanzándome afuera como el resto. Escuché una música lejana y decidí averiguar de dónde venía y si tenía algo que ver con los extraños acontecimientos que acababa de presenciar. Un poco arrastrándome (no por necesidad sino por el miedo), otro poco a tientas (no por la oscuridad sino por el pedo) llegué hasta el umbral de la puerta principal. Estaba abierta, signo inequívoco de que habían salido por allí, o de que alguien había entrado y mis compañeros se habían tirado por el water, quién sabe. Estaba solo. Otro hecho paranormal considerando que ni siquiera soy ferroviario. ¿Qué hacía allí?
Vi una luz roja cruzando la calle; la música brotaba de ahí. ¿Un templo umbanda, un rito satánico, un portal al más allá? Nada de eso: un quilombo, y allí estaban todos. Misterio resuelto.
Volví a la cama, solo, tranquilo, a esperar que amaneciera. Cerré los ojos. Cuando me estaba durmiendo volví a escuchar pasos, ahora mucho más cerca y aproximándose cada vez más. Me había distendido de tal manera que ahora el terror fue mucho más intenso; estaba paralizado y era incapaz de hacer nada. La figura cobró forma ante mis ojos y no tuve duda de lo que estaba viendo: «¡Sos el fantasma de Jorge!», grité, pero la voz contestó con tanta rapidez que no tuve tiempo ni de morir infartado: «Fantasma tu hermana. Me olvidé del termo, tragaleche», y se alejó haciendo un ostensible fuck you.