El Gourmet

Lo peor de la crisis de 2008 no fue quedarme sin casa por no poder pagar la hipoteca, sino tener que mudarme al departamento de mi amigo Jimmy en el East Bronx. Además perdí el trabajo, y no podía ayudar a Jimmy ni siquiera a pagar nuestras drogas, por lo que empecé a venderlas. Pero ese no es el asunto.
Mi amigo, paleoantropólogo de profesión y confesión, trabajaba en el cercano Museo Egipcio de NY, donde, entre otras cosas, acondicionaba las momias para su exhibición. A mí no me interesaba particularmente su tarea, acaso iba alguna vez al museo a pedirle dinero para los gastos, y en esas raras ocasiones no reparaba en lo que estaba haciendo sino en lo que tenía dentro de los bolsillos.
Creo que trató de explicarme la importancia de ciertos ejemplares para la colección, su genealogía, historia y otros datos relevantes, pero mi delicada situación económica no me permitía evaluar los mismos con objetividad, y lo olvidaba tan pronto salía a la calle con la moneda. Supongo que esto frustraba más a Jimmy que mi presencia en su piso sin contribuir en nada, pero, aunque me esforzara, no podía evitarlo. Además Jimmy es muy aburrido, debo admitirlo. Él también debería hacerlo.
Mi interés principal era la fiesta alcohólica permanente, acompañada de algunas drogas, como señalé antes. No es que mi compañero llevara sus escrúpulos a tal extremo de censurar esta práctica, en absoluto, solamente no compartía mi exclusiva dedicación a ellas. Para él la ciencia (y el dinero que le procuraba, digámoslo con claridad) merecían igual dedicación. Allá él, me decía yo antes de volver a mis menesteres.
Cuando ya hacía algunos meses que me había instalado, ya cómodo y sin intenciones de conseguir otra cosa, Jimmy debió ausentarse algún tiempo en una misión de trabajo que lo llevó, según creo, al Tibet, lugar particularmente prolífico en humanos envueltos en momia. O eso me dijo, al menos.
No me preocupó quedarme solo, le pedí la llave y una cantidad de dinero razonable para mantenerme hasta su regreso y me dispuse a disfrutar de las vacaciones; él no pareció muy contento con aquella solución, pero un amigo no echa a la calle a su camarada en tiempos de necesidad, ni lo priva de los recursos correspondientes, le expliqué, y luego de una dura pelea a puñetazos (en la que vencí) estuvo de acuerdo con mi razonamiento.
Empacó y se fue la mañana siguiente, tras comprobar que yo no bromeaba. Sí amagó con reducir los fondos que le solicité, pero un oportuno recordatorio de mi supremacía física fue suficiente para revertir su insensata postura. Se despidió azotando la puerta con furia, pero, habiendo conseguido lo que me proponía, no me molesté en correrlo para rectificar su falta de educación. Sin embargo, escribí una nota y la pegué en la puerta de la heladera a fin de no olvidar el hecho para discutirlo a su regreso.
La consideración de Jimmy, arrancada a golpes de puño, me permitió vivir un largo mes de fiesta sin problemas, aunque pasado ese plazo empecé a notar que mi presupuesto se reducía escandalosamente. Lo llamé al hotel donde se alojaba, en el Tibet, para inquirir sobre el progreso de la expedición y fundamentalmente sobre la ubicación del dinero en la casa, que sabía estaba escondido en alguna parte. Después de otra larga disputa, si bien no logré sacarle la información, conseguí que volviera a casa. Según dijo, ya había encontrado lo que necesitaba, y era mejor regresar antes de que yo hiciera lo mismo. Estuve de acuerdo.
Fui a buscarlo al aeropuerto para asegurarme que no intentara ninguna maniobra con mi dinero, como depositarlo en algún banco por el camino o arrojarlo a los mendigos que operan en la zona. Lo esperé al pie de la escalera del avión y, para mi sorpresa, no venía solo. Tampoco venía con una tibetana fuerte como protesta del Dalai Lama, eso no sería propio de Jimmy; traía bruta momia bajo el brazo, el fruto de su increíblemente aburrida ocupación. No era mi problema y no escuché nada de lo que dijo hasta que sacó del bolsillo el equivalente de mi atención: cien dólares.
Camino a casa y en el apartamento, siguió contándome las somníferas aventuras vividas en aquellas tierras, que ninguna cortesía podía hacer que oyera, a menos que se expresara en alguna moneda, título o divisa de curso legal. Por fin dejó la momia en la cocina y se durmió, pero cuando pasé frente al refrigerador en ruta a mi cuarto, vi la nota que dejara allí antes de que Jimmy se fuera y lo hice pagar la antigua deuda. Esa noche durmió como un niño. Un niño víctima del acoso escolar.
Al otro día fue al museo a estudiar algunos papiros; yo, en cambio, hice algunas diligencias atrasadas (drogas) y volví cerca del mediodía a cocinar. No teníamos muchos víveres puesto que yo no solía comprar esa clase de cosas, de manera que armé un guiso rápido con lo poco que encontré en la despensa. Me tiré una siesta ya que no me cayó muy bien, y cuando Jimmy volvió del trabajo, el malestar se había agudizado. Escuché que hablaba del capital hallazgo que su momia representaba para el saber y no sé qué más.
– ¡Fua, muchacho, ¿te comiste una momia?!- dijo al percibir que me había desgraciado.
-…
– Vamos, es una broma…
-…
-Por Dios, ¡¿dónde está la momia!?
-…

Alguien piense en los niños

El pequeño Tommy se levantó al sonar el despertador como todas las mañanas. No necesitaba que lo llamaran desde que había empezado la escuela tres años atrás; es más, él se encargaba de despertar a sus padres para que fueran a trabajar. Escuchó a su madre en la cocina preparando el desayuno; sólo tenía que sacar de la cama al padre, por lo que se apuró a ponerse las pantuflas y correr al cuarto contiguo antes de que aquél lo sorprendiera con uno de sus típicos «ataques matutinos», tapándolo con la frazada después de tirarse un pedo bajo las mantas.

Entró al cuarto corriendo y vio el bulto sobre la cama: perfecto, el padre aún dormía. La habitación estaba oscura, apenas iluminada por unos escasos rayos de sol que más bien parecían esconderse en las sombras. Se tiró sobre él sin pensarlo dos veces, como tantas otras mañanas. El padre estalló. Se desintegró bajo las sábanas. Se hizo polvo.

Tommy, alarmado, bajó la escalera corriendo, incapaz de hablar o gritar, en busca de su madre. Ella lo vio llegar mientras arreglaba la mesa para servir el desayuno, suponiendo que el niño ya había despertado a su esposo y que éste bajaría a continuación. Tommy, sin detener su carrera, trató de aferrarse a la pollera de la mujer, pero cuando hizo contacto con ella, su madre también explotó. Tommy lloró desesperado; sus dos padres acababan de evaporarse frente a él sin explicación y no sabía qué hacer, y en esas circunstancias, razonó con su inteligencia infantil, lo mejor era seguir adelante, ya que la vida no se termina y no hay tragedia que no se arregle con un alfajor y un paseo al parque de diversiones.

Tomó el desayuno, que su madre había tenido la prudencia de dejar listo antes de estallar, se puso la túnica y salió rumbo a la escuela. Además, no podía esperar a contarle a sus amigos lo que acababa de suceder; sin duda, eso haría a Tommy más popular que sus perfectamente normales y biparentales compañeros, una manga de chupapijas inmaduros que no podrían siquiera atarse los cordones si sus padres se desintegraran repentinamente.

Llegó a la parada y se dispuso a esperar el transporte escolar; debido al contratiempo, no tendría que esperar demasiado. No había nadie más que Tommy en la intersección de las calles Norris y Seagal, y era mejor así, ya que no quería verse en la incómoda situación de tener que explicar por qué nadie lo acompañaba ese día, como de costumbre.

El ataúd amarillo con ruedas surgió a lo lejos de la calle, como si brotara de la fosa donde descansa por la noche antes de salir a cumplir su innoble tarea. Tommy le hizo una seña para que se detuviera y subió, sonriente, para encontrarse con sus amigos. Saludó al conductor, un muchacho de gruesas gafas y abundante acné llamado Arnie, simpático hasta ahí nomás, puesto que a veces discutía con el tipo de la tienda de revistas y el malhumor le duraba semanas. Tommy dijo: «¿Qué tal va todo hoy, Arnie? ¿El señor Bronson te trajo tu número de Cretin Man?», y le dio un golpe en el brazo. Arnie se esfumó. El ómnibus perdió el control y, de no ser porque iba a muy baja velocidad después de la parada, podría haber ocurrido un accidente terrible. No pasó de un brusco choque con el edificio de la escuela, sin consecuencias.

Las maestras salieron a ver qué ocurría. Todos los niños estaban bien aunque algo aturdidos, más por la extraña desaparición del conductor que por la gentil colisión. Sabrina corrió a abrazar a su maestra para alejarse del perverso Tommy, pero no consiguió hacerlo puesto que la señorita, por supuesto, explotó como un globo, tan sólo con tocarla. Los niños se miraron incrédulos pero sin entrar en pánico, y poco a poco, tímidamente al principio, más sueltos después, fueron contando sus experiencias de aquel día; eran pocos los que no habían hecho reventar a algún adulto con sus inocentes manitos, y los pocos que habían escapado a dicha suerte era porque tampoco habían tocado un mayor.

Ignorantes de las consecuencias a largo plazo de tan curioso fenómeno, aprovecharon a deshacerse cuanto antes de los molestos viejos que acaparaban el mundo para sí, prohibiéndoles toda diversión a menos que estuviera supervisada y autorizada por ellos. Reinó una anarquía súbita, demencial, incontrolable; no había tiempo que perder, los adultos tarde o temprano comprenderían la situación y tratarían de remediarla o, en el mejor de los casos, refugiarse y prepararse para el enfrentamiento decisivo. Los niños, con una ventaja circunstancial tan abrumadora, no podían permitir que los tiranos se reagruparan y utilizaran sus recursos superiores para retomar el control. Antes que estos lograran siquiera sospechar lo que sucedía, los niños, con su ingenuidad y ternura, los habían eliminado casi por completo. No necesitaron más que ir por las casas golpeando puertas y repartiendo abrazos para consolidar su dominio.

Una vez asegurada la supresión de los mayores, los niños se entregaron a un frenesí de consumo irracional: golosinas, hamburguesas, juguetes, cosas brillantes, porquerías de colores, conductas desbordadas, fiestas permanentes. Ninguno pensó en la limitación de los recursos, que siempre habían conocido en las tiendas, sin saber de dónde provenían ni de qué forma se producían. Todo parecía inagotable ahora que se lo podía tomar con libertad, y así fue mientras el suministro se mantuvo abundante y los alimentos no se vencieron. Pero, tras varias semanas de este desenfreno incontenible, que las autoridades de los estados vecinos no se atrevieron a interrumpir, ocurrió lo previsible (para un adulto, claro): el abastecimiento empezó a agotarse. De rponto, a los niños ya no les parecían tan divertidos los excesos a que se habían acostumbrado; al pánico siguió la apatía; algunos comenzaron a presentir que necesitaban un líder, alguien maduro capaz de hacer frente a la preocupante situación.

Desorganizados, vagaron sin rumbo varios días, recogiendo las últimas provisiones que encontraban a su paso y consumiéndolas inmediatamente sin ningún plan. Tommy fue el primero en comprender que no podían seguir así, que habían ido demasiado lejos en su exagerada celebración. Reunió a todos los niños y pasó a explicarles, en tono pausado y muy razonable, que era imprescindible poner algún orden a todo aquello si querían sobrevivir. Mientras daba su sensato y bien estudiado discurso, Billy, aburrido, lanzó una bola de barro hacia el estrado, que dio de lleno en la cara de Tommy. Tommy estalló.