Fumar es perjudicial para la salud (de la República de Weimar)

– Che, van der Lubbe, ¿tenés fuego?
– Tomá…
– Gracias. Decime, ¿qué pensás de todo el tema este de Hinderburg y Hitler? Salado, ¿no?
– ¿Me vas a salir con tu discurso sacado del diario de mierda ese del KPD? No rompas las bolas…
– No, no te equivoques. Está claro que la lacra socialdemócrata es el enemigo principal, como bien dice Moscú. Pero… eso de andar votando a Hitler en las elecciones…
– Todo el asunto me chupa un huevo… pasame el faso… los rusos se pelean entre ellos, mandaron a Trotsky al exilio y nosotros discutimos si este o aquel tiene razón. Yo no le creo a ninguno. Que cada quien se ocupe de su chacra. ¿Linda noche, no?
– Sí, está refrescando. ¿Nos vamos?
– Dale. No tires el pucho ahí, Marinus, mirá si terminás incendiando el Reichstag y Hitler aprovecha para pedirle a Hinderburg que suspenda la Constitución de Weimar.. jaja..
– Este pucho está tan consumido como el nacionalsocialismo, compañero. No se preocupe. Andando.

El revés de la trama

El ordenanza se acercó al Gral. Medina y dijo:
– General, tenemos problemas: el Wilson viene hacia acá.
Todos los oficiales se reunieron en la sala mayor para sesionar; alguien tenía que detener al Wilson. No habían previsto esta circunstancia cuando decidieron encanutar las citaciones de la justicia, y ahora, enfrentados a ella, tenían que decidir un curso de acción. Curso de acción era lo que, al parecer, había tomado el Wilson en su exilio, puesto que se venía con una fuerza bárbara, como bárbaros habían sido ellos mientras gozaron de la impunidad que emana del poder supremo. El Wilson se proponía acabar con aquel orden, fundado en la arbitrariedad judicial, por medio de la violencia guerrillera que había practicado durante esos años. Nadie lo esperaba del Wilson, ni sus correligionarios, ni sus rivales (hasta entonces «rivales» entre comillas, como Sanguinetti, pero ahora rivales a secas, ya que el Wilson poseía las armas y estaba dispuesto a hacer cumplir la sentencia, que Julio pretendía ignorar a cualquier precio) El país no había dado una batalla dolorosa ni había cedido la democracia a los milicos para que le fuera arrebatada de buenas a primeras por los mismos milicos y sus cómplices; no importaba si los cómplices eran afines al Wilson o tenían colores diferentes; ninguno de esos colores, en todo caso, representaba las aspiraciones democráticas del Wilson, así tuviera que imponerlas por la fuerza extrema. Los generales entraron en pánico, no estaban preparados para que su monopolio de las armas fuera impugnado; ellos habían amenazado a la naciente democracia convencidos de que aún empuñaban su control remoto, pero el Wilson iba a tocarles los botones del televisor; no iba a tolerar un insulto más, demasiados había soportado en aquellos años, como su pueblo y toda la comunidad nacionalista. Acá no había voto ni elecciones que se colocaran sobre las convicciones más profundas, las mismas por las que había jurado venganza en el parlamento cuando se lo apagó con el referido control remoto. Los generales corrían por los pasillos como abejas en una colmena en llamas; el Comando Superior del Ejército era una colmena en llamas que el Wilson no tenía intención de sofocar; es más, traía un bidón de nafta nacionalista para intensificar el incendio, y que se fuera todo a la puta que lo parió: Sanguinetti, Medina, Tarigo y el plebiscito del ’80. Por algo a él no lo habían convocado; él no pactaba, era el exiliado, el renegado, la ficha que ni la izquierda tenía en sus filas, y ahora el dado de la libertad lo impulsaba con furia por el Ludo de las instituciones hacia la puerta del Comando, que si no se abría, y él no consideraba esta opción como más probable que cualquier otra, tendría que ser socavada por su arsenal-político ideológico o por su arsenal de guerra (no menor que el primero) a como diera lugar. Araújo podía arengar desde el micrófono todo lo que quisiera, bocinar, instigar a quemarlo todo, pero no era él quien asolaba el refugio de los milicos y los ponía entre la espada y la pared. Los generales montaron las metralletas, que sólo habían retirado para las inspecciones de la nueva jerarquía, las baterías anti-Wilson y los miguelitos (ignoraban si se trasladaba en alguna clase de vehículo, como Mad Max) y se atrincheraron debajo de las mesas. Jamás habían tenido que recurrir a este mecanismo extremo, ni siquiera aquella vez que los tupas quisieron tomar el cuartel con una garrafa de trece kilos y un yesquero Bic descompuesto que falló a último momento y fue desactivado por el mismísimo Coronel (R) Yací Rovira. Esto era peor, mucho peor, porque acá no había ley de excepción ni tu tía que valga; Sanguinetti no iba a interceder, la tropa no iba a acompañar, y al Wilson no se le metía el gaucho con otras armas que las M4 y el fusil del recluta Pyle. Esto era real, el Wilson era lo más real que hubiera acometido jamás contra las FF.AA. desde que la farsa comunista les sirviera de excusa para someter a la población civil a su dictadura. Qué dictadura ni dictadura, dejate de joder, acá nos borran a todos, dijo Medina mientras contemplaba sacar las citaciones del canuto o suicidarse como Hitler, pero él no era Hitler y el Wilson no era Churchill, sobre todo esto último, dado que Churchill jamás había empuñado el arma liberadora para correr al Führer a los cuetazos. A él sí lo iban a correr a patadas en el culo, o a plomo mejor dicho, y con seguridad no sólo en el culo, más que puntería tenía que tener el Wilson para asestarle una sucesión de disparos exactamente en el trasero; seguramente lo iba a picar como un queso. ¿Vendría cantando Los Olimareños? ¿Vendría haciendo la «V» de la victoria, o vendría con el dedo del medio erguido, haciéndoles un ostensible «fuck you»? ¿Acaso importaba? ¿Alguien se sabe la de Don José? Quizá así nos perdone la vida. ¿O le damos las citaciones? ¿Querrá llevarnos a la justicia ahora, después que lo engañamos, obligándolo a entrar en acción? No; es seguro que nos caga a balazos a todos y nos saca de las bolas a la calle. ¡Llamen al Goyo de urgencia! ¡Despiértenlo si es necesario! «Sí, diga… ok… entiendo… sí, sí; siempre lo supe, por eso elaboré una estrategia para esta contingencia. Ud. es un improvisado, Medina; le creyó a Sanguinetti, les creyó a los políticos, pero yo, camarada, me estoy preparando para esto desde el día que asumimos el control de nuestro país, Medina. Cada día, cada hora, cada segundo, mientras enviaba a mis soldados a torturar y obtener testimonios, mientras departía con el U.S.A., en mi mente sólo albergaba la idea recurrente del Wilson y su venganza, y para eso entrené noche y día, día y noche, acuartelándome en ocasiones, internándome en el monte en otras. Y ese día por fin llegó, Medina, y ud. se mete abajo de la mesa, cobarde, deshonra al uniforme, asco me da oír su voz. No haga nada, no asuma posición de combate ni disuasiva ni nada; quédese quietito debajo de la mesa y espere órdenes que yo voy para ahí. Y no llore». Sí, pero, ¿qué hacer mientras llegaba Álvarez? ¿Y si el Wilson llegaba antes? Ánimo, compostura, actitud castrense; el Wilson no puede acceder a nuestra fortaleza, pero en cualquier caso, si la cosa se pone muy fea, le grito por la ventana que espere un cacho que viene Álvarez. Se escuchó un estruendo: la puerta se estremecía. «¡Soy el Wilson, abranmén o tiro la puerta abajo hijosdeunagranputa!» A la pucha, llegó el Wilson primero nomás. «¿Qué pasa ahí adentro? Sé que estás ahí, Medina. ¿Estás abajo de la mesa, viviendo en el miedo? jaja ¿Por qué no llamás a tu amigo Julito ahora, a ver si te ayuda? Abrí, maula, carajo». Medina esperó un momento y, cuando cesaron los ruidos, imaginando que el Wilson se había alejado, salió despacito de abajo de la mesa y, con mucho cuidado, se arrimó a una ventana. Descorrió la cortina con cautela, espiando poco a poco a medida que se ampliaba el campo visual, y de repente, la cara del Wilson, portando una enorme sonrisa, se desplegó ante su vista. Las patas no le dieron para correr y meterse debajo de la mesa, pero por el camino recordó la cava de vinos, que disponía de un acceso ubicado bajo la alfombra. Allí se escondió para rezarle a Julio que lo sacara de ésta, ahora sí era la última, juró que si salía de la cava nunca más volvería a encanutar nada ni a indisponerse con la sociedad civil y hasta prometía darle al Wilson lo que es del Wilson, o sea la habilitación electoral y el cetro de Aparicio, otra de las cosas que había encanutado en el cofre fort… ¡ahí te agarré, hijo de una gran puta! Se le iluminaron los ojos cuando recordó que habían guardado en la caja fuerte, junto a las citaciones y la Constitución apócrifa que no se había logrado aprobar en el plebiscito, una máscara de Carlos Julio, el poder de Grey Skull, la fuente del poder nacionalista. Corrió a la habitación superior, desplazó el retrato de Artigas con mostacho militarizado y giró el dial de la caja quince grados a derecha, clic, veintitrés más a ultraderecha, clac, y otros números más, siempre a la derecha, hasta que oyó el clic final. La puerta se abrió. Allí estaban la Constitución (y con el viento en la camiseta que traía capaz hasta la promulgaba y todo) las citaciones (fuego) y la careta (pobre Wilson) Volvió a la ventana pero esta vez lleno de confianza, con la máscara oculta detrás de su cuerpo, que lentamente fue colocando sobre su cara cívico-militar, y corrió la cortina con toda la furia, esta vez con la sonrisa en su rostro (el auténtico y el falso) y no en el del contrincante. El Wilson surgió en el mismo lugar que la vez anterior, con la gabardina caqui de siempre, con el populismo en el rostro asqueroso, y entonces el General ejecutó su maniobra de inteligencia militar saboreando cada segundo: golpeó el vidrio justo frente a la despreciable cara del Wilson que, y esto la historia no lo registra, haya reconocido la estafa o no, oyó cómo su compadre le informaba que habían firmado el pacto y que él estaba proscrito una vez más, y se desvaneció súbitamente, dejando como único vestigio una mancha en la vereda, sobre la que se paró Julio María cuando venía a enterarse de la crisis institucional en curso.

Uruguayos campeones, de América, del mundo, del universo, de…

Uruguay, tal como acertadamente lo consignan periódicos serios como El País o La República, tiene un patrimonio político del cual enorgullecerse: el respeto a los tratados, la defensa de la legalidad y del derecho internacional, de los cuales es el primer y más firme garante. Este patrimonio se ha construido a lo largo de la historia con el esfuerzo de estadistas, diplomáticos y juristas de primera línea, que han colocado al país en un sitio envidiado incluso por las naciones más ricas y poderosas. Ellos imponen la fuerza de los recursos; nosotros imponemos la de nuestra ética.
No hay acuerdo bi, tri, multi o polilateral que Uruguay no ratifique, desde la declaración de guerra simultánea a Alemania y el Eje hasta la creación del estado judío, pero también, por qué no, la solución final y el genocidio armenio. Nada escapa al garantismo jurídico uruguayo, que está atento permanentemente a la aparición de nuevas normas a las que adherirse cual garrapata al lanar. Derechos humanos e inhumanos; comunismo y anticomunismo; castrocomunismo y liberalismo austriaco; proliferación nuclear y guerra química; mundo afro y violación de haitianos; vudú y racionalismo crítico; estas son sólo algunas de las convenciones aprobadas por nuestro país, que se apresura a poner su firma al pie de cualquier documento y luego destaca a un grupo de sus más prestigiosos juristas para que lo incorpore al resto del cuerpo de leyes, con algunas de las cuales, como es evidente, se encontrará en abierta contradicción. No importa, siempre habrá tiempo y recursos para resolver estos tecnicismos que emergen de la plenitud democrática a que aspira nuestro país.
Sin embargo, por mayor que sea el empeño de un estado, la amenaza de verse avasallado por la superioridad material de otros, más fuertes y menos atentos al cumplimiento de esa vasta red legal, siempre estará presente. Un paraguas es impotente frente al granizo; un libraco judicial lo es ante los cañones. Uruguay, entonces, a pesar de su apego irrestricto a los tratados, debe considerar la eventual violación que otros países pueden perpetrar, y prepararse para esta contingencia. Y ya lo ha hecho, desde luego, ya que no puede sostenerse con sensatez que un pueblo tan responsable sea negligente a este respecto. No lo es, claro que no, pero tampoco es osado al extremo de renunciar al corpus reglamentario que lo respalda y disponerse a guerrear, una imprudencia que los pequeños no pueden permitirse.
Las guerras del futuro, como sabemos por nuestro Ministro de Defensa, serán por los recursos: el agua, la tierra, los minerales, los jóvenes educados capaces de manejar una Ceibalita; las almas, por fin, en que descansa la democracia ejemplar en que vivimos. De modo que sus estrategas han desarrollado una táctica correspondientemente equilibrada, cuyo cimiento reside en atender esta circunstancia sin involucrarnos en el conflicto armado.
Y es así cómo, luego de deliberaciones del más alto nivel, nuestro gobierno tomó la inteligente determinación de entregar por las buenas los recursos, antes de que le sean arrebatados: la tierra a los sojeros argentinos, el agua a las transnacionales del papel, los minerales a los inversores indios, los frigoríficos y el arroz a los brasileños, y si la prepotencia imperialista de todas maneras decide venir por ellos, nuestro gobierno tranquilamente lo invitará a dialogar con sus legítimos propietarios.
Seguimos a la vanguardia del mundo, ‘bo, arriba la celeste.