La traición de Rosana

Enrique, de repente, comenzó a sentir algo extraño, una sensación que no conseguía identificar ni saber hacia qué se dirigía. ¿Su trabajo? Era posible; recientemente, el encargado, antiguo compañero de sección promovido por razones por demás sospechosas, había empezado a hostigarlo, por razones mucho menos sospechosas: Enrique había cometido algunos pequeños robos, robos en los que también estaba implicado el ahora ascendido a alcahuete. Allí podía haber un conflicto. Pero también, por otra parte, su hijo, atorrante con credenciales, había tenido dificultades, por llamarlo de alguna manera, con las calificaciones escolares. Y, por si fuera poco, el perro, el cachorro, Puppie, su vástago ilegítimo, su orgullo de patriarca, mostraba claras inclinaciones homosexuales. Para mejor, para acentuar la catástrofe, estos encuentros furtivos tenían lugar en la casa de su detestado vecino Patricio, cuya mascota modelo europeo sodomizaba al pequeño de la familia con evidente satisfacción. De ambos. Por fortuna su esposa, Rosana, no estaba incluida en estas trampas que acechaban su tranquilidad, o eso creía al examinar el conjunto desde sus intereses conscientes.

Sin embargo, tras descartar por medio de la razón y el sentido común estos asuntos menores (tenía pruebas de las sustracciones de su superior; su hijo, a decir verdad, jamás había sido un guardián del legado intelectual de Occidente; y el perro era una bestia que no respondía a los dictados del conocimiento), volvió a examinar la situación: ¿No era evidente que se trataba de Rosana, que se había tratado todo el tiempo de Rosana, que lo acosaba la posibilidad simétrica del engaño de su perro con el can del vecino y de su esposa con el dueño de éste? Obtuvo el alivio relativo que procede del descubrimiento de la Verdad, ese término sin referencia que hermana a sabios e ignorantes en su persecución imposible.

Procedió a contactar a un investigador privado, otra azarosa designación en la que hasta el momento no había reparado. Le explicó sus conclusiones, reservándose el procedimiento por el cual había arribado a ellas. El detective fue franco: le reportaría absolutamente todo lo que encontrara, le resultara agradable o no, esa era su ética profesional. Enrique asintió; su propia ética dictaba un procedimiento similar. Acordaron los honorarios (otra curiosa palabra; de honorario tenían muy poco), establecieron un plazo mínimo y máximo de trabajo y las reuniones que mantendrían en ese tiempo para intercambiar información.

Regresó al trabajo algo más calmado, ya que ahora todo dependía de la pericia del agente que había contratado, al menos en la medida que la tecnología y los instrumentos más avanzados en la detección de infidelidades lograran sondear el alma humana, o el lugar, si es que lo hay, donde se aloja esa clase elementos. ¿De qué material están hechos? ¿Es posible que no sean más que el modo de medirlos, una consecuencia de la herramienta que los registra? ¿Cómo se llega a ellos, quién puede juzgar su pertinencia, quién decidir acerca de su corrección? Nadie excepto él, y esa era una garantía.

Mientras el detective recababa datos, la mente de Enrique iba tras sus pasos en cada misión, buscando con sus propios artilugios e intentando adelantarse al metódico especialista. Confeccionaba elaboradas hipótesis acerca de los movimientos de su mujer a partir de los escasos trozos de realidad que el matrimonio le había procurado; podía, quizá, estar en las salidas vespertinas a la casa de su tía Maruja, pero no; o podía ser el tratamiento del ligero desorden de atención de su hijo, o la búsqueda infructuosa de un efectivo garrapaticida cada vez más lejos de la casa, o un poco de todo eso mezclado, con agregados del mercado turco (turco -intercaló una nota- investigar la conexión turca) y el importador de combustible que les suministraba un derivado apócrifo a mitad de precio para calefaccionarse. ¡Cuántas posibilidades! ¡Y cuántas más que no se le ocurrían, maldita falta de imaginación, maldita maratón de iCarly (cinco temporadas ininterrumpidas y una atrofia semi permanente de las facultades, malditos Carly, Sam, Freddie, Spencer y Gibby, en especial Gibby)

El detective desplegaba, en cambio, una enorme, casi infernal, creatividad tras el rastro de la señora Enrique, acompañándola de forma anónima en sus idas al supermercado, a la peluquería, a la feria, a cada lugar, encuentro, sitio o cita que fijara. El hombre, canalla de profesión, no reparaba en regla de moral alguna a fin de conseguir el material que su cliente solicitaba, y mucho menos reparaba en su propia integridad espiritual o física para el mismo objetivo. Entre sus hazañas se contaban la prolongada estadía en las cloacas que debió soportar en una ocasión, en un confuso caso de bienes raíces que se resolvió de la manera más inesperada; la exploración incansable de un basural donde, de acuerdo a informaciones obtenidas en tratos deshonestos, se hallaba el lucro ignominioso de un negocio de igual naturaleza, y el repudiable acoso en los límites de la legalidad a una dama que probó una resistencia desconocida a dichas prácticas. Enrique, al tanto de los antecedentes de su empleado, no abrigaba dudas acerca de las conclusiones que extraería de las pesquisas.

Por fin concretaron una reunión en la que se revelarían los frutos de la mezquina ciencia del alcahuete. El investigador de lo ruin extrajo una carpeta que contenía cientos de páginas de minucioso texto mecanografiado, fotos sobre y subexpuestas, diagramas y gráficas, apuntes y números telefónicos, mapas y croquis diversos. Enrique la ojeó rápidamente y, luego de este examen preliminar, no detectando fraude alguno, pidió al profesional su veredicto. Este dijo:

– Mire, mi amigo, tengo dos noticias para ud., y tal como el cliché impone, una es buena y la otra mala. Le ahorro la elección del orden de exposición; la cuestión es como sigue: su esposa no lo engañaba de ninguna manera, lo que supongo es buena noticia para ud., pero con todo pesar lamento comunicarle que ahora sí lo engaña. Conmigo.

Campo de juego

Los niños estaban reunidos en la cancha sin pasto, con sus grandes huecos reminiscentes de los oprobiosos terrenos sembrados por la devastación nuclear, cuando vieron aparecer por la esquina a un viejo desconocido con una pelota debajo del brazo. Los botijas se reunían en el campito para ver jugar a los más grandes, ya que ellos ni siquiera poseían un balón, mucho menos las habilidades básicas requeridas para practicar el deporte del balompié. Si bien todas sus sueños se dirigían en esa dirección, su presente estaba tan alejado de ello como Osiris de Nut, lo que es casi como decir el niño cero falta de la escuela a la que asiste. El fútbol, en sus ojos, era un juego fascinante que desempeñaban veintidós extraños de quienes los separaba una línea que, para ellos, era tanto como la infame muralla que divida a la Corea del Bien de la Corea del Mal. El viejo se acercó a los niños y, sin decir palabra, arrojó el esférico en medio del círculo que conformaban. Unos admiraban la maravilla rotatoria, otros la contemplaban como el talismán capaz de abrirles las puertas hasta entonces inaccesibles, otros, mientras tanto, parecían negar el poder del objeto y se mantenían absortos en la figura del extraño que la acompañaba. Pasaron algunos minutos y, como nadie tocara la pelota, el viejo le puso un pie en encima y la levantó, demostrando su total dominio del instrumento. Luego dijo: – Ahora uds. van a formar un equipo y yo los voy a entrenar; van a dejar de ser espectadores, vamos a competir en la liga, se van a hacer hombres como esos muchachos de ahí, van a aprender a compartir un vestuario, a aceptar la disciplina, convertirse en un grupo y, al mismo tiempo, en individuos que colaboran en una tarea colectiva que los trasciende y los reúne, los niega y afirma a la vez, los hace fuertes para sobreponerse a la adversidad y humildes para aceptar la derrota cuando ésta es inexorable y los envuelve cual féretro al fallecido. Los niños no comprendieron absolutamente nada, por supuesto, excepto que estaban habilitados para patear la pelota. El viejo les hizo un gesto con la cabeza y todos salieron corriendo, pateando toscamente, dando torpes pases que no llegaban a destino pero que tampoco pretendían hacerlo. Ya habría tiempo para eso. Tras un rato de diversión anárquica, el viejo volvió a convocarlos a su lado para informarles sin más trámite que el próximo domingo debutaban contra el impiadoso Ñapi Foobol Clab, liderado por la estrella juvenil Oliverio Anton. Y añadió que la vida tiene sorpresas mucho más indeseables que esa, como encontrar a tu esposa en la cama con otro al llegar de un inocente paseo al Parque Rodó con los niños, y que eso es perder feo, no caer cinco a cero contra un grupete de jovencitos con pleno control de la de cuero. Por supuesto, eso fue lo que ocurrió el siguiente domingo. Los niños sentían la ambigua sensación de estar por fin en el lugar que deseaban pero sujetos a condiciones que no eran las suyas, que no les permitían desarrollarse en el sentido armonioso que adjudicaban a los adultos completos que los rodeaban. Antes del segundo partido el viejo, sentado tranquilamente en un banco despintado del vestuario visitante, pasó a señalarles algunos puntos poco deportivos acerca del encuentro que estaban a punto de comenzar: – Se pierde el primer partido, se pierde una vez, y uno piensa que es todo, que después de eso la suerte se revierte; después que encontraste a tu mujer con otro no va a volver a ocurrir, no hiciste nada malo para que te vuelva a pasar, sos un buen tipo, honesto, buen padre, buen vecino, buen ciudadano, pero en realidad nada de eso importa, no hay garantía ni contrato ni seguro que cubra las pérdidas, y quienes aseguran lo contrario son los abogados de la facción que se beneficia del trato espurio, que saca ventajas del ignorante que apuesta por segunda vez desconociendo las probabilidades que implica el juego, que ni siquiera sabe está jugando, y jugando a perdedor contra su voluntad. Así que salgan a la cancha y hagan lo que puedan, como siempre, como todos, a pesar del discurso que salga de sus bocas o de cualquier otra parte de sus cuerpos sometidos al azar perpetuo de la condición humana. Y allá fueron los niños a nadar los cien metros en la pileta de la desdicha, para ahogarse oportunamente en un sólido tres a cero que los dejó desencantados, derrotados y a punto de desistir de la práctica humillante a que se estaban entregando domingo a domingo. El fin de semana siguiente, sin embargo, y pese a las palabras sórdidas que emergieron del túnel sin manga de seguridad del viejo, léase su boca, los gurises, para su propia sorpresa, ganaron sin mayores dificultades al relativamente salvaje, nombre aparte, Pajarito Amarillo de Parque Batlle. El viejo no expresó ninguna emoción particular, nada que pudiera interpretarse de manera distinta a su rictus habitual, pero habló, y los niños escucharon lo siguiente: – La derrota permanente no existe, no es humana, es una plaga divina que, por serlo, es metafísica doctrina, flatus vocis, idola fori, pseudo ciencia; por esa razón, la victoria tampoco es motivo de orgullo, al menos no desde la perspectiva humana que quiero inculcarles, la única desde la que podemos hacernos una idea de quiénes somos y qué lugar ocupamos en el mundo. La experiencia, sépanlo gurises, no les va a enseñar nada, todo lo contrario, la experiencia les va a mostrar que ninguna de las ideas que han aprendido a utilizar para predecir el comportamiento de las personas, objetos o procesos tiene base ontológica; el azar, la indecisión, la ambigüedad, son las propiedades que rigen los elementos que acabo de mencionar.

Tras el inesperado resultado se produjo una racha de victorias que colocó al equipo, de cara al último partido, al borde de obtener el campeonato. El viejo mantuvo su actitud y semblantes habituales, tanto durante la semana como al momento de la charla técnica, la cual procedió de la siguiente manera:

– Y ahora niños, a la hora de la verdad, es hora de que sepan algo más sobre esa verdad. Creo haberles comentado algunas cosas a lo largo del camino que nos trajo hasta aquí, cosas que espero les hayan ayudado a convertirse en mejores futbolistas y mejores personas. Pero hay más, hay una terrible, opresiva, dolorosa verdad que, de tan omnipresente, de tan obvia que es, resulta invisible para muchos, y esa verdad de la que nadie desea hablar, que todos conocen y quizá por eso esperen que uds. descubran por sí mismos algún día, se aplica al partido que están a punto de encarar pero, a su vez y quizá sobre todo, aplica a la vida en que se inscribe este breve episodio que es una gesta deportiva. Quiero ser completamente sincero, deseo ser claro y no depositar en uds. dudas que, más que ponerlos en la senda del autodescubrimiento, los desoriente y envíe por zonas ya transitadas que conducen al punto de partida. Lo que deben saber ahora es que en la cancha de la vida uno es pateado constantemente, días tras día, metro por metro, desde la cancha contrario, pasando por todos los rincones imaginables, hasta el arco propio, arco que es defendido sin convicción por un portero incapaz de detener el remate final, ese que el rival más obsecuente ejecuta con toda potencia y precisión. El nombre de ese oponente, que tal vez ya hayan adivinado, es La Muerte, y él anota ese último golazo en el arco de la Vida de cada criatura que enfrenta en su terreno inexpugnable. Allí lo tien…

El viejo sufrió un malestar y se desvaneció frente a los niños; el médico que la liga designa para cada partido llegó de inmediato y dispuso su traslado al hospital. Los niños no llegaron a presenciar el desenlace ya que habían sido convocados por el árbitro al centro de la cancha. Allí, reunidos por última vez, rememoraron los momentos gloriosos y el desánimo, la amargura del infiel destino y la belleza incandescente del triunfo pleno, del paso que se tranforma en metro y del metro que se convierte en quilómetro aunque no se perciban las etapas intermedias. Salieron a jugar con la convicción de que el viejo los había aleccionado, con todo y su crudeza brutal, con la mejor herramienta que habían conocido, la única adecuada para los fines que se proponían. Los médicos, mientras tanto, intentaban reanimar al viejo en la ambulancia; los niños, por su parte, tartaban de reanimar un match inusitadamente adverso: los niños del Club Atlético e Sportivo Wilawau tenían tal dominio de la pala, tal posesión, en todo sentido, de la misma, que parecía ridículo oponer resistencia a semejante superioridad. La ambulancia se trasladaba a miles de quilómetros por segundo por las mal diagramadas calles de la capital, trazadas con tal impericia que daban la impresión de seguir el diseño propuesto por la mismísima Muerte. Los niños tomaban gol tras gol y veían cómo se alejaba, a paso raudo, la única oportunidad que tendrían de apresar un sueño y atraerlo hacia sí por un instante. La sirena de la emergencia aulló anunciando el deceso del viejo en el momento que ingresaba; el pitazo ominoso del árbitro decretó el fin del partido y del campeonato que, para siempre, pertenecería a los buliciosos niños del Club Atlético e Sportivo Wilawau.

La venganza de Mel

La obsesión de Adrián con Mel Zelaya estaba llegando demasiado lejos; no había forma de explicarle que no era el Che Guevara de su generación, acaso ni siquiera el J.F.Kennedy de nuestra época; era un honesto político liberal en una de las repúblicas más miserables de Centroamérica. Adrián quedó sumamente afectado al presenciar por Telezurdo la caída de su ídolo, a quien ninguno de nosotros apreciaba especialmente, más allá de la eventual simpatía que podía despertarnos. Para nuestro amigo, sin embargo, el sombrero ranchero y el bigote espeso, únicas características destacables de la figura en cuestión, se volvieron tan icónicas como la gorra militar y la barba del argentino protagonista de la revolución isleña a fines de los ’50. ¡El cretino de pronto apareció con un tatuaje de Zelaya en el abrazo, incluso! Un zapallo de primera, el tipo.

Mi amigo, además, tenía novia, Karen, con quien planeaba casarse a fines del 2009; recordemos que los acontecimientos narrados tuvieron lugar entre la asunción del presidente en 2006 y su forzada salida del cargo antes de culminar el mandato, ese fatídico (para nosotros y Karen tanto como para Honduras) setiembre de 2009. Adrián y Karen se conocieron en la facultad de medicina (cómo no), se hicieron amigos, empezaron a salir, pegaron onda vaya uno a saber por qué (a la muchacha le resultaba absolutamente indiferente el destino político de nuestros pueblos y de la humanidad toda, en tanto el Adri se sentía bastante atraído por los procesos de cambio multiétnico, originario y neohippie que estaban ocurriendo en el continente; también le interesaban los tambores afro, la ecología, los derechos de animales/gay/trans/plantas orgánicas y quién sabe cuánta otra sustancia de esa índole -fin de esta por demás larga e informativa digresión-) y se hicieron novios, todo eso durante los poco socialistas primeros tiempos del gobierno de Zelaya, por quien ni la CNN daba dos mangos para derrocar. La chiquilina, además, era linda, simpática, elocuente, divertida, ¡un encanto! Lo opuesto a Mel Zelaya, pensaría uno sin conocerlo en persona y sin la menor intención de ofender a un estadista de su talla, desde luego, que algunas condiciones reunirá para alcanzar la mayoría en una elección libre y democrática y la puta que lo parió, pero a César lo que es del César y a Mel lo que es de Mel.

Lo cierto es que, quizá alertado por los acontecimientos de Venezuela, las convulsiones en Ecuador o la reacción indoprimigenia de Bolivia, Adrián comenzó a prestar atención a las informaciones que los medios alternativos, como corresponde, difundían acerca de Honduras. Poco a poco la situación del pequeño país se hizo omnipresente en el trato cotidiano con mi amigo, así como en la mesa en casa de sus suegros, despolitizados propietarios de un reparto de chacinados, en la aún menos politizada cocina de su casa y, blasfemia definitiva, en el propio lecho prenupcial que compartía con la chica. Poseo datos que me permitirían fácilmente ampliar y profundizar este enunciado, pero entiendo que la abominación es tal que se explica por sí misma sin mi intervención. Quien desee ahondar en este asunto, favor comunicarse de forma privada con el autor.

Una conversación casual con Adrián podía desarrollarse de la siguiente manera, por ejemplo:

– ¿Qué hacés, che? ¿Todo bien?

– Más que bien; Mel anunció ayer que va a convocar una consulta para que el pueblo se pronuncie sobre la Asamblea Constituyente, ¿qué te parece?

– Yo qué sé… ¿Cómo está Karen?

-… y si prospera, cosa que todos deseamos, se va a promulgar una constitución bien participativa, popular, ¿entendés?

– Sí, sí, todo muy lindo. ¿La facu bien?

-… ¿te imaginás? ¡Participación popular directa! Cero injerencia, cero lobby transnacional, todo sometido a la auténtica democracia.

– Andá a cagar, turro.

Y eso es sólo una ilustración. Pero, a pesar de lo que todos los indicios harían pensar, Karen no lo dejó, aunque tampoco Adrián abandonó, sino todo lo contrario, al señor mandatario de esa gran hacienda ultrademocrática vecina de El Salvador. Claro que tampoco se hablaba de amor más que a las masas campesinas, ni de educación si no se trataba de un plan alfabetizador importado de Cuba, ni mucho menos de matrimonio (para el que ya se había fijado la fecha) a menos que se refiriera al de Mel con la reforma agraria.

La fatalidad, como tantas veces a lo largo del siglo, se produjo a causa del petróleo. Para no extraviarnos en la exposición, ya que, pese a lo que las apariencias sugieren, esta no es una relación de los días de Zelaya al frente de Honduras, el pequeño país adhirió a Petrocaribe, obtuvo una ventajosa financiación, molestó a las compañías extranjeras y se pudrió todo. La vida de Adrián siguió un curso exactamente paralelo; adhirió a Mel, molestó a los poderes imperantes y se pudrió todo, pero mucho, mucho peor. La guacha le tiró la alianza (¡como la OEA!) en la cara, lo insultó, imprecó, humilló, destrató y se fue de la casa o, en otras palabras, lo destituyó. Cosa que a mi amigo no podía importarle menos, desde luego. Ahora, liberado de compromisos externos, dirigió todo su poder mental y físico al apoyo del líder izquierdista; agitó en la universidad, sin mayor éxito; divulgó los hechos en Radio Centenario, sin repercusión alguna; volanteó en 18 el primero de Mayo, ganándose sólo la simpatía de un oligarca a quien la imagen de un caudillo de gran sombrero y mostacho confundió por completo.

Desesperado, Adrián vendió sus volúmenes de «Anatomía y psicopatología del hombre moderno» en Tristán Narvaja, apreciado texto de estudio, muy codiciado por los alumnos de todas las facultades, incluidas las de ciencias ocultas y comunicación. Con el dinero obtenido y algunas colaboraciones espurias, entre ellas la del estanciero que creía dar sustento a un par en desgracia, compró una Kawa 50 arruinada por los motochorros en un escape fatal tras el asalto a un kiosco en Piedras Blancas.

Entonces sobrevino el golpe de estado y todo se precipitó; se agotó el tiempo de la recaudación y llegó la ansiada hora de la acción. Adrián ya tenía un vehículo, sólo le hacía falta un arma, que obtuvo de su padre: el 22 corto que utilizaba para espantar a las comadrejas del fondo. Y, cheguevarizado como estaba, se lanzó a la ruta.

Sufrió varios incidentes a lo largo de la travesía; en Buenos Aires transó la moto por una Honda 500 con un motochorro, que usaba la suya para afanar viejas en el microcentro y no necesitaba semejante potencia; en Brasil, hacia donde se había desviado por cuestiones de samba, consiguió una matraca de manos de un chico narcofavelizado; de Paraguay se llevó algunas naranjas y de Chile un disco de metal extremo y por demás oscuro (para el eventual caso de guerra psicológica). Tras las intensas peripecias del viaje, arribó a Honduras en plena agitación política, justamente lo que esperaba encontrar: clima enrarecido, choques milico-populares, aguante y resistencia, combate inminente. Adrián los agitó aún más, sosteniendo la lucha popular y movilizando a la masa hacia el palacio de gobierno, donde la junta recién instalada procuraba consolidar su victoria. La refriega se extendió algunos días, en los cuales la gente, apelotonada frente al edificio, ganó posiciones vitales con su consigna de restituir a Mel Zelaya en su sillón. Por fin llegó el momento decisivo; la Junta, sin apoyo, se estaba desmoronando y apenas contaba con la fuerza para sostenerse, y era allí donde se requería  la presión, mas Adrián no apeló al chumbo sino a una táctica genial, derivada del cine: todos con sombrero y bigotazo (que él ya portaba desde hacía varios miles de kilómetros), disfrazados de Mel Zelaya, como en V de Vendetta; dio resultado, ¡la Junta se derrumbó y los generales salieron rajando!

El pueblo disfrutaba del momento heroico, la fiesta interminable; la pesadilla había acabado. Era hora de regresar a la democracia y profundizarla, pero ya habría tiempo para eso, primero lo primero, y lo pirmero era colocar a Mel en su sitio. Como si de un juego de monedas se tratara, un brazo de grúa ubicado en el balcón del Palacio extrajo de la multitud al mandatario y lo alzó hasta el lugar desde el que dirigiría su mensaje. La gente, expectante, hizo silencio, esperando con ansias las palabras del presidente. Éste se acercó a la baranda, se aferró a ella, recorrió con la mirada a los miles de fanáticos de la libertad y la democracia directa (nunca más directa que en este momento) que lo habían elevado, literalmente, a ese lugar y pronunció un discurso que dejó perpleja a la masa, no por su contenido sino por el innegable acento rioplatense de su emisor.

Sordidez y sentimiento

Estaba sobre ella con mi boca a escasos centímetros de la suya, sintiendo la respiración entrecortada que dejaba escapar a intervalos cada vez más cortos, las gotas de sudor se apoderaban de su rostro como oleadas de agua, recorriéndolo con lentitud hacia las cavidades en las que se depositaban indiferentes; yo tenía la mirada fija en sus ojos cerrados que se convulsionaban al ritmo de nuestro movimiento; su  pelo caía con la torpeza natural de un arbusto salvaje, cubriendo zonas sin ninguna regularidad hasta extenderse sobre la cama. Sus manos se adherían a mi espalda con fuerza y dibujaban en ella figuras que se desintegrarían sin dejar huella. Como nosotros, como ese acto de sabor prohibido del que nada quedaría una vez concluido, hasta que se iniciara una vez más.
De pronto, un ruido procedente del exterior interrumpió nuestra estadía fuera del tiempo, devolviéndonos de un salto a la superficie. Alguien se aproximaba. El sonido de una puerta violada por la llave, la negociación llevada a cabo dentro de la cerradura, el permiso otorgado y los pasos firmes que emprendieron la ascensión arremetiendo la escalera con una seguridad condenatoria. Ella me apartó con el brazo, empezó a vestirse con la misma urgencia con que antes se había entregado a mis caricias y comenzó a recoger al mismo tiempo mis prendas, borrando en un instante lo que habíamos construido pacientemente hasta ese momento. Tiró mis cosas dentro de un armario desordenado mientras me suplicaba que me escondiera cuanto antes, acosados por los pasos cada vez más cercanos que no reparaban en el efecto que producían dentro de la habitación. Otra vez ruidos metálicos venciendo los obstáculos que le impedían avanzar, otra puerta abierta, la última, y una voz apenas audible gritando palabras que se podían adivinar sin necesidad de comprenderlas. Ella me empujó hacia el armario y yo resignado me interné en él, aceptando que todo estaba terminado y que era hora de volver a la clandestinidad, a la clandestinidad solitaria y peligrosa de un mueble oscuro y húmedo como oscura y húmeda era la libertad fuera de él.
La voz ronca irrumpió en el cuarto. La luz estaba apagada, ella había salido justo a tiempo y él, después de mirar desatento por todos los rincones, también se alejó. Oí cómo gritaba nombres y lugares; oí también la voz de ella calmándolo y asegurándole que todo era culpa de sus malditos celos, siempre sus malditos celos que no les permitían tener una relación normal. Luego se oyó el ruido del vidrio chocando contra sí mismo; alguien había sacado vasos de algún estante, y ahora dejaba caer hielo en ellos. Pude descifrar que habían arrastrado sillas hasta la cocina (debía ser la cocina ya que era la habitación más lejana) y ahora el tono de las voces sonaba más bajo. Yo tenía que salir de allí cuanto antes, mientras ella conversaba tranquilamente con él y le explicaba quién sabe qué confusos motivos, la falta de confianza que la ahogaba y la vigilancia constante que cada vez la tenía más cansada. Qué comediante, qué artista, pensaba yo dejando escapar una risa imprudentemente sonora dentro de mi prisión sin rejas.
Empecé a vestirme ayudado por la escasa luz que llegaba desde lugar donde se encontraban ellos; debía tener la precaución de no ponerme los zapatos pero sí las medias para amortiguar el ruido de los pies descalzos sobre el parqué; con suerte el pelotudo habría dejado las llaves en la puerta y yo saldría sin que nadie sospechara nada. Bah, sospechar lo sospechaba, en todo caso no le ofrecería la prueba que buscaba. Con todo el apuro de que era capaz me puse el boxer, los pantalones, la camisa, las medias (recordé el detalle) tratando de adivinar dónde estaban y de asegurarme que ella lo mantendría alejado del cuarto. Me estaba escabullendo nerviosamente cuando oí la voz del hombre que volvía a gritar, ahora más feroz y convencido que nunca, mientras ella mezclaba palabras incoherentes en su discurso, que no se interrumpía por esto. Volví a meterme en el armario, intentando con todos mis sentidos comprender lo que sucedía afuera, a pesar de que no había nada que comprender, sólo debía procurar mantenerme quieto y callado en mi sitio.
Los gritos surgían cada vez más cerca del cuarto; me pareció que forcejeaban también, aunque desde mi lugar era difícil asegurar qué ocurría con exactitud.
– ¡Dónde está, decime dónde está, atorranta!
– No hay nadie, ya te dije…
– ¡No me mientas que vas a cobrar vos también!- decía la voz del hombre.
Era evidente que peleaban en la puerta de mi escondite, y que si ella no conseguía atenuar su ira, yo estaba perdido. Opté por permanecer inmóvil, observando el desarrollo de los acontecimientos en espera de que ella impidiera que alcanzara la puerta que me protegía.
Ella lloraba, supongo que más bien como herramienta que con sinceridad, pero él seguía adelante sin que esto le importara. Ella se aferraba a él y lo seguía manteniéndose apenas en pie, suplicando que le creyera, algo que ni siquiera yo podía hacer ahora. Creo que sentí pena por el desgraciado también, pero más pena sentí por mí puesto que era yo quien iba a ser molido a palos. Revisó minuciosamente la casa, cada rincón, con ella a remolque, amenazándola en todo momento con castigos infinitos (como los que se disponía a descargar sobre mí) si se negaba a confesar. Ella mantenía la farsa con dificultad pero con el aplomo que sólo las mujeres habituadas al engaño pueden desplegar. No resultó; llegaron al dormitorio.
El tipo pateaba con violencia todo lo que se interponía a su paso, y yo estaba a punto de llorar al saberme indefenso frente a semejante monstruo. Se deshizo de la ropa de cama, dio vuelta el colchón y por fin se dirigió hacia donde yo me ocultaba. Me arrinconé cuanto pude, cubriéndome la cara con las manos, tratando de confundirme con los trajes y camisas colgados en las perchas que me rodeaban.
Ella gritó: «¡No!» y, de un golpe, el amante de mi esposa abrió por fin la puerta del armario.