La venganza de Mel

La obsesión de Adrián con Mel Zelaya estaba llegando demasiado lejos; no había forma de explicarle que no era el Che Guevara de su generación, acaso ni siquiera el J.F.Kennedy de nuestra época; era un honesto político liberal en una de las repúblicas más miserables de Centroamérica. Adrián quedó sumamente afectado al presenciar por Telezurdo la caída de su ídolo, a quien ninguno de nosotros apreciaba especialmente, más allá de la eventual simpatía que podía despertarnos. Para nuestro amigo, sin embargo, el sombrero ranchero y el bigote espeso, únicas características destacables de la figura en cuestión, se volvieron tan icónicas como la gorra militar y la barba del argentino protagonista de la revolución isleña a fines de los ’50. ¡El cretino de pronto apareció con un tatuaje de Zelaya en el abrazo, incluso! Un zapallo de primera, el tipo.

Mi amigo, además, tenía novia, Karen, con quien planeaba casarse a fines del 2009; recordemos que los acontecimientos narrados tuvieron lugar entre la asunción del presidente en 2006 y su forzada salida del cargo antes de culminar el mandato, ese fatídico (para nosotros y Karen tanto como para Honduras) setiembre de 2009. Adrián y Karen se conocieron en la facultad de medicina (cómo no), se hicieron amigos, empezaron a salir, pegaron onda vaya uno a saber por qué (a la muchacha le resultaba absolutamente indiferente el destino político de nuestros pueblos y de la humanidad toda, en tanto el Adri se sentía bastante atraído por los procesos de cambio multiétnico, originario y neohippie que estaban ocurriendo en el continente; también le interesaban los tambores afro, la ecología, los derechos de animales/gay/trans/plantas orgánicas y quién sabe cuánta otra sustancia de esa índole -fin de esta por demás larga e informativa digresión-) y se hicieron novios, todo eso durante los poco socialistas primeros tiempos del gobierno de Zelaya, por quien ni la CNN daba dos mangos para derrocar. La chiquilina, además, era linda, simpática, elocuente, divertida, ¡un encanto! Lo opuesto a Mel Zelaya, pensaría uno sin conocerlo en persona y sin la menor intención de ofender a un estadista de su talla, desde luego, que algunas condiciones reunirá para alcanzar la mayoría en una elección libre y democrática y la puta que lo parió, pero a César lo que es del César y a Mel lo que es de Mel.

Lo cierto es que, quizá alertado por los acontecimientos de Venezuela, las convulsiones en Ecuador o la reacción indoprimigenia de Bolivia, Adrián comenzó a prestar atención a las informaciones que los medios alternativos, como corresponde, difundían acerca de Honduras. Poco a poco la situación del pequeño país se hizo omnipresente en el trato cotidiano con mi amigo, así como en la mesa en casa de sus suegros, despolitizados propietarios de un reparto de chacinados, en la aún menos politizada cocina de su casa y, blasfemia definitiva, en el propio lecho prenupcial que compartía con la chica. Poseo datos que me permitirían fácilmente ampliar y profundizar este enunciado, pero entiendo que la abominación es tal que se explica por sí misma sin mi intervención. Quien desee ahondar en este asunto, favor comunicarse de forma privada con el autor.

Una conversación casual con Adrián podía desarrollarse de la siguiente manera, por ejemplo:

– ¿Qué hacés, che? ¿Todo bien?

– Más que bien; Mel anunció ayer que va a convocar una consulta para que el pueblo se pronuncie sobre la Asamblea Constituyente, ¿qué te parece?

– Yo qué sé… ¿Cómo está Karen?

-… y si prospera, cosa que todos deseamos, se va a promulgar una constitución bien participativa, popular, ¿entendés?

– Sí, sí, todo muy lindo. ¿La facu bien?

-… ¿te imaginás? ¡Participación popular directa! Cero injerencia, cero lobby transnacional, todo sometido a la auténtica democracia.

– Andá a cagar, turro.

Y eso es sólo una ilustración. Pero, a pesar de lo que todos los indicios harían pensar, Karen no lo dejó, aunque tampoco Adrián abandonó, sino todo lo contrario, al señor mandatario de esa gran hacienda ultrademocrática vecina de El Salvador. Claro que tampoco se hablaba de amor más que a las masas campesinas, ni de educación si no se trataba de un plan alfabetizador importado de Cuba, ni mucho menos de matrimonio (para el que ya se había fijado la fecha) a menos que se refiriera al de Mel con la reforma agraria.

La fatalidad, como tantas veces a lo largo del siglo, se produjo a causa del petróleo. Para no extraviarnos en la exposición, ya que, pese a lo que las apariencias sugieren, esta no es una relación de los días de Zelaya al frente de Honduras, el pequeño país adhirió a Petrocaribe, obtuvo una ventajosa financiación, molestó a las compañías extranjeras y se pudrió todo. La vida de Adrián siguió un curso exactamente paralelo; adhirió a Mel, molestó a los poderes imperantes y se pudrió todo, pero mucho, mucho peor. La guacha le tiró la alianza (¡como la OEA!) en la cara, lo insultó, imprecó, humilló, destrató y se fue de la casa o, en otras palabras, lo destituyó. Cosa que a mi amigo no podía importarle menos, desde luego. Ahora, liberado de compromisos externos, dirigió todo su poder mental y físico al apoyo del líder izquierdista; agitó en la universidad, sin mayor éxito; divulgó los hechos en Radio Centenario, sin repercusión alguna; volanteó en 18 el primero de Mayo, ganándose sólo la simpatía de un oligarca a quien la imagen de un caudillo de gran sombrero y mostacho confundió por completo.

Desesperado, Adrián vendió sus volúmenes de «Anatomía y psicopatología del hombre moderno» en Tristán Narvaja, apreciado texto de estudio, muy codiciado por los alumnos de todas las facultades, incluidas las de ciencias ocultas y comunicación. Con el dinero obtenido y algunas colaboraciones espurias, entre ellas la del estanciero que creía dar sustento a un par en desgracia, compró una Kawa 50 arruinada por los motochorros en un escape fatal tras el asalto a un kiosco en Piedras Blancas.

Entonces sobrevino el golpe de estado y todo se precipitó; se agotó el tiempo de la recaudación y llegó la ansiada hora de la acción. Adrián ya tenía un vehículo, sólo le hacía falta un arma, que obtuvo de su padre: el 22 corto que utilizaba para espantar a las comadrejas del fondo. Y, cheguevarizado como estaba, se lanzó a la ruta.

Sufrió varios incidentes a lo largo de la travesía; en Buenos Aires transó la moto por una Honda 500 con un motochorro, que usaba la suya para afanar viejas en el microcentro y no necesitaba semejante potencia; en Brasil, hacia donde se había desviado por cuestiones de samba, consiguió una matraca de manos de un chico narcofavelizado; de Paraguay se llevó algunas naranjas y de Chile un disco de metal extremo y por demás oscuro (para el eventual caso de guerra psicológica). Tras las intensas peripecias del viaje, arribó a Honduras en plena agitación política, justamente lo que esperaba encontrar: clima enrarecido, choques milico-populares, aguante y resistencia, combate inminente. Adrián los agitó aún más, sosteniendo la lucha popular y movilizando a la masa hacia el palacio de gobierno, donde la junta recién instalada procuraba consolidar su victoria. La refriega se extendió algunos días, en los cuales la gente, apelotonada frente al edificio, ganó posiciones vitales con su consigna de restituir a Mel Zelaya en su sillón. Por fin llegó el momento decisivo; la Junta, sin apoyo, se estaba desmoronando y apenas contaba con la fuerza para sostenerse, y era allí donde se requería  la presión, mas Adrián no apeló al chumbo sino a una táctica genial, derivada del cine: todos con sombrero y bigotazo (que él ya portaba desde hacía varios miles de kilómetros), disfrazados de Mel Zelaya, como en V de Vendetta; dio resultado, ¡la Junta se derrumbó y los generales salieron rajando!

El pueblo disfrutaba del momento heroico, la fiesta interminable; la pesadilla había acabado. Era hora de regresar a la democracia y profundizarla, pero ya habría tiempo para eso, primero lo primero, y lo pirmero era colocar a Mel en su sitio. Como si de un juego de monedas se tratara, un brazo de grúa ubicado en el balcón del Palacio extrajo de la multitud al mandatario y lo alzó hasta el lugar desde el que dirigiría su mensaje. La gente, expectante, hizo silencio, esperando con ansias las palabras del presidente. Éste se acercó a la baranda, se aferró a ella, recorrió con la mirada a los miles de fanáticos de la libertad y la democracia directa (nunca más directa que en este momento) que lo habían elevado, literalmente, a ese lugar y pronunció un discurso que dejó perpleja a la masa, no por su contenido sino por el innegable acento rioplatense de su emisor.