Redemption song

Era fácil saber por dónde había pasado el Coquito, ya que allí donde había posado sus pies, pero sobre todo el peso de su alma desviada, sólo quedaban los vestigios del paisaje anterior, al cual los ojos civilizados estaban habituados, y las huellas recientes de un mal innominado cuyo nombre nadie se atrevía a sugerir.

El Coquito nació en un barrio pobre, de calles de tierra, desagües precarios y ranchos construidos con la fragilidad de las soluciones habitacionales y las buenas intenciones que parecen todo menos buenas si se juzgan por el resultado. Tan precarias (y tan poco útiles como atenuante) como las condiciones edilicias, o más, eran las de la familia del niño: padre apenas identificado, o presunto, madre ausente la mayoría del tiempo, abuela alcohólica y abuelo drogón mal. Así y todo, el Coquito no salió delincuente, no al menos si por ello se entiende la persecución de un beneficio material a través de la violación de la ley; al botija le gustaba el bardo ontológicamente, sin mácula, el bardo en estado puro.

En la escuela, o en el jardín mejor dicho, el Coquito agitaba la clase como un presagio del vandalismo que desarrollaría en etapas posteriores de su vida. Atendía con especial interés a Martín, el hijo del dueño de un reparto de cigarrillos ilegales al que no le iba a nada mal. Lo hizo víctima de un primitivo drone de papel armado con una bolilla de metal que descargaba sistemáticamente en la cabeza del desgraciado. Pero ese no era el único truco que practicaba con el blanco escogido, ya que además ensayó diversas variaciones sobre las recetas de la merienda de Martín, como el yogur de aloe (o una suerte de, cuyo ingrediente jamás fue revelado) y el pan con mermelada de babosa. Martín jamás se quejó.

Toda su niñez fue un despliegue aleatorio de pequeñas travesuras, que fueron cobrando seriedad con la impunidad y el refinamiento propios de la acción repetida con constancia. El barrio fue terreno propicio, desde la distribuidora de cigarrillos (ahora atendida a domicilio) hasta la plaza convertida en una caverna platónica gracias al atinado ataque efectuado a la iluminación de la misma. Los contenedores de basura pasaron a contener cualquier cosa que la imaginación del Coquito pudiera producir, incluso vecinos sorprendidos arrojando sus desperdicios en el recipiente y empujados dentro sin consideración ni escrúpulos.

A los dieciséis años el Coquito descubrió el deporte. No la práctica del deporte sino la infiltración, el aliento, la intervención masiva desde la tribuna. Se hizo hincha, o agresor con derecho, de un popular equipo de camiseta a rayas, conocido por su tradición de devastar estadios y destruir tanto al rival como al público que lo acompañaba y las instalaciones en que tenía lugar la batalla. Una especie de tribu neobárbara surgida de algún modo inexplicable desde la Baja Edad Media atravesando las eras ya superadas por el progreso histórico, un residuo anacrónico del pasado guerrero de la humanidad. Ese era el sitio adecuado para el Coquito y su cruzada contra el caretaje y la falta de aguante.

Incidentes recordados hubo muchos, pero pocos como la criminal asonada a la ciudad de Florida, donde la barra liderada por el Coquito luchó, castigó, encerró y finalmente arrojó al río Santa Lucía a un feroz grupo de simpatizantes locales que pretendía defender su territorio a pesar de la superioridad evidente del visitante. El Coquito en persona, con una cadena oxidada recogida al pasar en San Cono, desató una, nunca mejor dicho, reacción en cadena en varias dentaduras, que sólo pudieron ser repuestas por hábiles cultores de la más moderna odontología científica. Sospechando, con sobrado fundamento, que jamás se erigiría una estatua en su honor, el Coquito grabó con un punzón artesanal la fecha y el número de enemigos cobrados en la Piedra Alta, que además capturó emulando a Eduardo I y trasladó a su feudo para regocijo de sus compañeros.

Poco después se hizo del comercio de drogas dentro de la barra. Con ese capital negoció mano a mano con la dirigencia del club, a la que pasó a financiar en lugar de recibir dinero de ella, como hasta entonces. Entre drogas y banderas, equivalente barrial de las guitarras y mate criollos, levantó un imperio personal casi inexpugnable. Al que además, como si faltara algo, se agregaron las armas de contrabando. Ahora el Coquito lideraba una banda de varios cientos de energúmenos, y si bien él no delinquía en persona, el conjunto, una entidad con vida propia, sí lo hacía, lo que a su vez aumentaba los medios para mantener la maquinaria en perpetuo movimiento.

El Coquito se sabía amenazado, tanto desde dentro como desde otras organizaciones, amén de los directivos despojados de su negocio y la policía, que oscilaba entre el cobro de una comisión y la gestión directa de la empresa. Pero ya no había regreso; la salida sería como un rayo escapado en una rueda girando a toda velocidad. El próspero emprendedor se aferraba al mando aunque el vehículo no respondiera a sus instrucciones.

Un día el Coquito caminaba por una calle deliberadamente oscurecida cuando lo abordó una sombra, o dos, o muchas más, quién sabe. Se escucharon varias detonaciones. Alguien quedó tirado en el suelo. Fin del episodio. Despertó en un hospital, con una túnica ghándica cubriéndole el cuerpo desnudo, que no conseguía mover. Un prelado de alguna orden jamás antes vista decía palabras incomprensibles sobre segundas oportunidades, caminos desviados, de encuentro de Dios, las señales no percibidas, esas cosas. El Coco quiso pararse y rajar, pero los miembros se obstinaban en permanecer inmóviles. Trató de obturar los oídos, sin éxito. Trató de tirarle una trompada al religioso, en vano, y no tuvo otra opción que escuchar el tedioso sermón. Cuando el cura terminó, el Coco hizo un nuevo intento por controlar su cuerpo rebelde, pero esta vez para mantener dentro de su cauce las lágrimas que no podía reprimir.

Cuando salió del hospital, con una serie de dificultades motrices permanentes, el Coquito ya no seguía a una pandilla de descerebrados duros como galleta de yeso, sino que seguía un nuevo rumbo, uno que se transitaba a ciegas (en parte debido al ataque) y con los pasos de la fe.

Empezó a colaborar en obras benéficas, se dedicó a la difusión del cambio espiritual, se entregó a su Benefactor invisible. Nadie en la comunidad le exigió nada, pero él aceptó el compromiso y prometió que, si cambiaba su vida, si lograba reformarse y no volvía a incurrir en el exceso y la locura linda de la droga, realizaría una acción pública resonante. Por ejemplo, devolver la Piedra Alta y humillarse ante San Cono en gesto sumiso y devoto.

Rescató niños de la cale, antiguos Coquitos a los que apartó del sendero que él había recorrido. Recuperó a varios tullidos, cancerosos, alienados, dormidos, golpeados, inmorales, detractores. Los puso, como autitos a fricción, en la ruta correcta y los echó a andar. Su espíritu experimentó la plenitud; ya no sintió el deseo ni degustó la tentación. Todo estaba en orden por fin, por una vez en su vida. Era hora de saldar su deuda.

Viajó a Florida solo, acompañado únicamente de la piedra, que depositó en su ubicación original. Oró, respiró hondo, se sintió renovado y se encaminó a la meta final de su carrera. Un nuevo Coquito había nacido de los escombros humeantes que el anterior, meteorito incandescente caído sobre el barrio, había dejado en su ruta de ruina y pánico mortales. Vio la capilla a lo lejos, sintió un calor interno terrible, se estaba despojando de su piel quemada por el odio y el resentimiento. Volvía, volvía…

Se detuvo frente a la entrada, compungido. San Cono entendería, sentiría su fuego, lo perdonaría. Entró. Unos pocos fieles estaban agazapados ante el icono. Oró con ellos, luego esperó que se retiraran y se acercó más al capitán de su nuevo equipo. Le habló con franqueza, arrepentido, suplicó su absolución; San Cono callaba. Imploró, mojó la túnica que revestía la estatua, le pidió una prueba de su aceptación. Nada. Se entró a calentar. «¿No contestás, puto? ¿No viste nada de lo que hice, los guachos con una gamba, los torcidos, nada? ¿Los comedores que levanté, la guita que devolví, los kilómetros que caminé? ¿¡Nada!? ¡Hablá, la puta que te parió! ¡A mí se me respeta! ¡Coquito las pelotas, oligarcón: Señor Coco!»

Creo que alguien rescató de entre los escombros la cruz de la capilla, única pieza que las llamas dejaron intocada.