Dead pixels

En mi vida hubo dos grandes amores: la fotografía y el fútbol. Debo precisar, sin embargo, que cuando digo «fútbol» no me refiero a esa especie de deporte en que veintidós salvajes se disputan con ferocidad animal la supremacía dentro de un campo; no, eso no me interesaba en lo más mínimo. Fútbol, para mí, era lo que practicaba Miguel Ángel Prieto, a quien idolatraba desde que lo viera desplegar sus inmensas e inagotables facultades rodeado de la barbarie más primitiva, y salir de allí cual Indiana Jones de la cueva, con todo y el Santo Grial, sin inmutarse.

La fotografía, por su parte, me había sido impartida por mi viejo, aficionado… al robo, quien en una de sus incursiones furtivas y nocturnas se alzara con una Nikon F5 de la que apenas sabía que «costaba un huevo». Lo único que le faltaba era un objetivo. A mi viejo, que pronto descubrió su vocación en la sustracción y el comercio de equipos fotográficos, empeño en que persistió hasta que, paradójicamente, fue puesto en evidencia por una cámara de seguridad de un local del rubro, lo que condujo a su detención y encarcelamiento algo prematuros para mi desarrollo.

Quizá debido a esta circunstancia, o quizá por un sentimiento innato de libertad, no adquirí sus hábitos, por el contrario, me propuse adquirir por medios lícitos un equipo digital de última generación, con el fin de dedicarme a este arte de forma profesional.

Trabajé como asistente del renombrado crápula de la imagen don Jacinto O.B.Turador, quien obturaba una moderna y eficaz D3x con la que, de cualquier forma, era incapaz de conseguir una fotografía de mérito. La única que hizo en su carrera no se originó en su creativo visor sino que la tomé yo, mientras perseguíamos al corrupto Ministro Alcázar, quien mantenía reuniones clandestinas con el también corrupto empresario del transporte B. López Menace. Resulta que los sorprendimos en uno de estos cónclaves celebrados en un restaurante local, pero mi compañero y maestro quedó paralizado cuando el Ministro desenfundó una Canon 5D Mark III y lo retrató junto a un mozo del establecimiento, conocido por su hábito de subfacturar las consumiciones de O.B.Turador para embolsarse la diferencia. Yo no dudé, le quité la cámara a mi maestro y disparé, en ráfaga, una gran cantidad de fotogramas en los que registraba cómo López Menace se metía el dedo reiteradamente entre los dientes tratando de quitarse un trozo de lechuga en estado de descomposición. Descomposición, y también sobreexposición, eran defectos que padecían mis fotos, pero como documento resultaban reveladoras de la controvertida relación que sostenían L. Menace y Alcázar. Con ellas O.B.Turator ganó el premio de fotoperiodismo de aquel año, que aceptó sin mencionar mi participación, a pesar de que fue objeto de burlas por las deficiencias técnicas antes citadas. Así nos separamos.

Aquí es donde mis dos pasiones comienzan a aproximarse. Con esta experiencia y con el dinero recolectado en la misma, en parte gracias al duro trabajo de cargar los equipos de O.B.Turador, en parte gracias a la comisión que cobré del cajón de su mesita de luz como recompensa por mis servios, compré un equipo propio de características similares al de mi mentor. Con él cubrí, de manera free lance y arriesgando su integridad, los furibundos partidos de la divisional E, disputados en escenarios tan propicios a la recreación como la plaza de deportes de la favela Praça Seca. Allí debía amarrarme literalmente a la cámara para conservarla, arriesgando en esta operación un secuestro exprés o full time para despojarme de mi tan preciado apéndice.

Poco a poco fui escalando con estos trabajos de mercenario, en periódicos igual de respetables que la divisional sobre la que informaban, hacia mi meta tan ansiada: capturar en mi sensor la consagración definitiva del maestro de la pala, Miguel Ángel Prieto. No hubo penal mal cobrado que dejara de registrar, rencilla con saldo de muerte que no vendiera al alto precio del sensacionalismo, pánico en las tribunas que no colara a través de mis múltiples lentes de extraordinaria nitidez. Cada semana, así en la lluvia más extrema como bajo el sol más radiante (y sin protector UV, salvo en el objetivo) guardaba a aquellas bestias del balón para una posteridad con seguridad más humana, que vería en ellas las marcas de una civilización para la que no tendría herramientas conceptuales capaces de interpretarla. Llenaba cada sábado los discos duros de matutinos como «La garrapata de Capurro», «Cantos del cante», «Voces ásperas del arrabal» y tantos otros, que apenas cubrían mis gastos, por demás modestos, de transporte, alimento y protección.

Hasta que llegó la oportunidad que buscaba. El canilla que repartía todas aquellas publicaciones me informó que el fotógrafo de deportes de «El derechón» había sido batuqueado por los parciales nacionalsocialistas de un equipo de básquetbol que a su vez estaban vinculados a la barra brava de un equipo de fútbol financiada por la empresa que ostentaba los derechos de televisión de ambas actividades, del carnaval y de varios quilombos del centro. Al parecer, lo habían confundido con el cronista de «El Izquierdón», a quien pretendían intimidar para que cesara su hostilidad contra la institución del baloncesto, del balompié, del operador de cable y de los quilombos, pero la golpiza se les fue de las manos y el infortunado se les fue para el túmulo.

El primer encuentro al que asistí fue la recordada final del Metropolitano dirimida a cuetazos en la calle, donde me dispararon tanto como yo a ellos, claro que yo resulté herido y ellos solamente escrachados. Pero mi valor tuvo su recompensa: me enviaron a la final del Clausura entre el equipo del mafioso televisivo y el del mafioso bancario, donde las hinchadas, y los protagonistas, hicieron uso abundante de armas blancas, negras, rojas y de tantos otros colores que ya ni recuerdo. Sobreviví pese a que me dispararon en ambas piernas, y con esto me gané el pase al torneo internacional que celebraba la fiesta multicultural del deporte, la juventud, las drogas sintéticas y el lavado de dinero.

Prieto clasificó a nuestra selección a la final, hecho que nadie, excepto yo, había previsto. Por este motivo, no se encontraba presente ningún otro fotoperiodista de nuestro país, ya que sus empleadores habían optado por enviarlos a cubrir el campeonato estadual e intercontinental de fútbol barro auspiciado por Unicanal (la empresa poseedora de los derechos de televisión y suministro de estupefacientes de la que les hablé). Esta iba a ser la consagración de Prieto y mía, juntos, en el mismo terreno, bajo el mismo cielo y para toda la eternidad. Yo haría de Prieto una celebridad universal con mi fotografía, y él me permitiría mostrar, por fin, mis habilidades técnicas a una audiencia de dimensiones globales.

El partido fue muy disputado, cruel, guerrero. Mi Nikon D4 y su séquito de lentes, filtros, trípodes, etc. se estaban luciendo tanto como Prieto, quien, como no podía ser de otra forma, generaba un fútbol exquisito que opacaba las escasas capacidades de los otros jugadores. Pero el empate se mantenía, como una exposición prolongada realizada con el temporizador averiado. Yo tiraba miles de fotos extraordinarias y me complacía al contemplarlas en el luminoso LCD del coso.

Y sucedió. Como el cliché más elemental de la narrativa, el lugar común más recurrido del género, pasó: Prieto eludió, se escabulló como un drone entre los defensores rivales, llegó hasta la proximidad del arco y fue derribado con violencia desmedida por uno de ellos. Justo en el arco detrás del que me encontraba, desde luego. Vi pasar toda mi vida como un álbum fotográfico en sepia delante de mis ojos, desde el momento de mi nacimiento hasta el presente, a través de una adolescencia carente de la figura paterna, reemplazada por la persona que ahora colocaba la pelota con sutileza en el punto penal.

Medí obsesivamente la exposición, encuadré la que iba a convertirse en mi mejor foto, imaginé cómo el ídolo correría a abrazar al único compatriota que se hallaba en el estadio, ofreciéndome infinitas posibilidades fotográficas para ilustrar las primeras planas de todos los matutinos de la capital del día siguiente. Y luego del partido, en el vestíbulo del hotel, Prieto y yo reviviríamos el momento entre risas y copas interminables, repasando en mi cámara, ese artilugio que tanto sudor, dinero, intentos de rapiñas y sacrificios me había costado, los instantes culminantes de esta consagración colectiva. Nuestra, suya y mía, sólo nuestra, la del mago del esférico y el alquimista de la imagen.

Prieto tomó carrrera. Yo presioné levemente el disparador. Dio un paso corto, luego otro, aceleró la carrera, apoyó el pie izquierdo en el lado exterior del balón y echó hacia atrás esa pierna derecha dispensadora de los tiros más precisos de la historia. Como yo y mi cámara, como Prieto y la pelota, un cuadrilátero cuyas líneas se cruzaban sin cesar en ese momento que la historia retendría en páginas indelebles, por siempre. El botín de Prieto se sumergió en el césped como un U-boat alemán y emergió justo en el lugar indicado, para disprar un torpedo imparable contra las redes del enemigo y hundirlas en las profundidades del olvido. Yo cerré el cuadro sobre el arquero y dejé a Prieto en la zona de los héroes, el infinito.

El balón salió impulsado con fuerza alienígena, viajó a enorme velocidad por el espacio que separa al punto penal de los tres palos, esquivó el poste derecho, tomó curso de impacto hacia mi cámara (yo no pude verlo) y la destrozó, la deconstruyó en cientos, miles de diminutos pedazos, la borró como si hubiera formateado la tarjeta de memoria de la historia, de mis sueños, de los de Prieto y de los chiquilines que nunca verían la foto de un triunfo épico que jamás ocurrió.

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