El ruido y la furia

Roberto se sienta frente al televisor, cómodo, con una bebida fría en la mano, que apoya sin reparar en el gesto sobre una mesita ratona ubicada junto al sillón. Enciende el aparato, quizá ya parcialmente alienado, sin pensar en nada, con la intención de distraerse. Su vida no es fácil, como tampoco lo es la operación que está realizando en este momento, puesto que Roberto es sordo. Del aparato surgen imágenes, como siempre, aunque distintas a otras que ha visto antes; sin embargo, el audio sí conserva la regularidad de otras experiencias, la misma de todas sus experiencias, mejor dicho, ya que, como dijimos antes, Roberto no oye. En la pantalla hay sonrisas vacías de contenido, aunque, pensándolo mejor, quizá lo tengan, pero el caso es que Roberto no consigue descifrarlas. El contenido debe estar codificado en las palabras, y para traducirlas se necesita tener la clave para acceder a ellas, que en este caso consiste en ciertas ondas físicas que están en el medio circundante pero que su oído es incapaz de capturar. Los muchachos y muchachas ríen, disfrutan, comparten de un modo al que Roberto es ajeno y del que no puede, ni podrá, participar jamás. Jamás, palabra contundente que se dice a sí mismo pero no pronuncia porque no tiene caso hacerlo, dado que tampoco puede escuchar su voz, como sí lo hacen esos imbéciles de la televisión, que se burlan de su discapacidad tocándose las orejas, haciendo gestos propios de zoquetes que se conectan unos con otros a través del habla. Toma un trago, se irrita, odia cada vez más a los cretinos que parecen burlarse abiertamente de su problema, y piensa que si él pudiera intervenir en ese comercial de mierda no hablaría, claro que no, gritaría, gritaría con fuerza dentro de la cavidad auditiva de cada uno de esos pedazos de basura felices que lo ignoran. Él los ignora a ellos pero por otra razón, porque no puede hacer otra cosa que verlos desde la distancia, verlos como figuras repulsivas que bailan y cantan y cantan y hablan y la puta madre que los parió. Ahora tiene la certeza de que no es una publicidad cualquiera, es un comercial dirigido a los de su condición, a quienes carecen de la capacidad de oír, ya que todo lo que hacen involucra de alguna manera esos artefactos que se desprenden ominosamente a cada lado de la cabeza, esos conos inútiles que rodean al orificio, embudos por los que se escabulle el discurso, todo aquello que merece la pena ser retenido por toda persona normal, esos que no son como él, esos Robertos enteros, sin fallas, salidos quién sabe de dónde, de padres iguales a ellos, con seguridad. Padres con tímpanos, con yunques, con todo el equipamiento, con el apartamento amueblado y listo para habitar. Él no tiene baño individual ni vista al mar, es un monoambiente en pleno Bronx donde vive un dealer que se enfrenta a tiros a la policía y a otros traficantes para mantener el dominio de su barrio, y para ello necesita, le es imprescindible, un oído afinado que lo ponga en alerta ante cualquier riesgo. Y puntería, y armas de calibre absurdo para disuadir a los polizontes que pretenden quedarse con su negocio luego de haberlo exprimido durante años con sobornos que ya no consigue pagar. Pero para todo ello es fundamental oír lo que ocurre, justamente lo que Roberto no puede hacer, y por eso no aspira a convertirse en un líder mafioso, ni siquiera en el triste botón que lo extorsiona y comparte los frutos del comercio ilegal, paradójicamente, gracias al amparo que le procura la ley. Mientras tanto, en el emisor de mentiras silenciosas se agrupan los guampudos danzarines con las manos colocadas detrás de las putas orejas de Bambi, o Dumbo o quien puta sea. Roberto no es un puto elefante, no escucha una mierda, le pueden tirar una bruta bomba de hidrógeno en la mismísima jeta que no la va a escuchar explotar aunque la radiación lo haga desaparecer al instante. Le encantaría imaginar que si un general hijo de puta («la bomba, Dimitri») toma la decisión de lanzar una bomba nuclear justo en su living al menos va a tener el consuelo final de escucharla detonar, pero sabe que eso no es cierto. ¡Ni la puta bomba va a escuchar Roberto, ¿entendés?! Ni el piff que hace al caer de doscientos mil kilómetros de altura a trescientos mil kilómetros por segundo; un hueco repleto de radiación y a la mierda Roberto, como si lo atómico estuviera sobre lo jurídico, frase memorable pronunciada por algún desafortunado mandatario afecto a la acumulación personal de poder por medio del populismo de manual. Manual parece ser ese aparatito que manejan los soretes de la televisión, que se lo meten en el oído (cuando bien podrían metérselo en el orto, piensa Robert con furia) como si quisieran demostrar que ellos tienen tal don de la audición que pueden incluso escuchar sonidos tan próximos a su cerebro que dejarían a cualquier otro ser humano en un estado de… de Roberto, sí, es lo único que falta que digan en la propaganda, es tal el desprecio que muestran por él que sólo falta que lo señalen y divulguen sus datos personales; nombre: Roberto; cédula de identidad: tal y tal; enfermedades, disfunciones, etc.: sí, sordo de nacimiento, sordo como una tapia, sordo como la Suprema Corte frente al reclamo de justicia, no tienen vergüenza, culorrotos, defienden a los milicos manteniendo este paraíso de impunidad, traigan un camión de neonazis y métanselos de a uno en el ojete, cavila Roberto, que ahora ya tiene problemas con el estado de derecho y, además, se cree en todo su derecho de tenerlos. Los pajeros dejan de burlarse en la pantalla; Roberto se para, caliente, y cuando gira para alejarse se pierde de ver el producto promocionado por Teleshopping, el Listen Up!, audífono que podría haber solucionado sin más sus inconvenientes auditivos. Pero no hay peor sordo que el que no quiere oír.

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